Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Thursday, March 26, 2009

Las putas de Maupassant


Hace un tiempo cayó en mis manos, a precio vil, una selección de cuentos de Guy de Maupassant, "Bola de Sebo y otros relatos", de la Colección Austral. Confieso que no le presté mucha atención hasta hace cosa de una semana, cuando me volqué a su lectura y descubrí que había sido un tonto al ignorarla.

El libro está acompañado de una típica introducción, hecha por el traductor, Juan Bravo Castilla. Sabía yo obviamente que este caballero normando fue, de alguna manera, uno de los inventores del cuento moderno, junto con Edgar Allan Poe y Anton Chejov. Pero mi conocimiento no pasaba de eso. Craso error. Similar al de algunos críticos que sólo vieron en él a un continuador o simple epígono de la escuela naturalista, que habría recorrido la trilla trazada antes por Flaubert y Zola.

Bastó que leyera "Bola de Sebo" para darme cuenta que estaba ante un peso pesado de la literatura. Y el primer comentario que me surgió fue: con razón, que yo sepa, los franceses no le han dedicado a Maupassant, no digo ya una plaza, sino una simple estatua, en el panteón de sus grandes héroes.

Pocas veces he leído una narración en la que se destruyan, con tal fuerza, los pilares de la autocomplacencia patria y el "honor nacional" como en este cuento, en el cual una prostituta se comporta de la manera más digna posible ante el representante de una fuerza de ocupación, hasta que es prácticamente forzada por sus compatriotas —buenos y dignos burgueses provincianos— a mudar de actitud para hacerles más fácil la existencia.

Su corrosiva crítica, que alcanza desde monárquicos hasta republicanos como Cornudet, "terror de las gentes respetables", quien, sin embargo, se suma con su silencio a la conspiración de los que deciden bajar la cabeza frente al enemigo triunfante, no deja títere indemne. Y deja, además, muy mal parado a los franceses como un todo, a la luz de un episodio aparentemente menor de la guerra franco-prusiana de 1870.

De hecho, para mí fue inevitable recordar cómo al cabo de la Segunda Guerra, las mujeres que habían confraternizado más allá de lo necesario con el ocupante nazi fueron avergonzadas en público por las masas que celebraban en las calles la liberación. Entonces, pensé, tal como en el cuento del viejo Guy, las putas sirvieron de chivos expiatorios para exorcizar la culpa de muchos que se quedaron callados y de cabeza gacha ante la ocupación, mientras otros, unos pocos, resistían.

Pero vuelvo a estos fragmentos de vida que sacuden al lector con la fuerza de un cross en la mandíbula. Nadie podría acusar, por cierto, a Maupassant de "antifrancés" por ventilar las bajezas de un pueblo al que, desde luego, ama y conoce como pocos.

De hecho, el siguiente cuento, "Mademoiselle Fifi" es una violenta diatriba antialemana, donde otra prostituta, Raquel, "lo más que merecen los prusianos", hunde un cuchillo en el cuello del oficial borracho que aguijonea hasta el límite su patriotismo, y de este modo se convierte en la inesperada mano vengadora del orgullo galo.

Así, los cuentos suman y siguen. En "La cama 29" es otra maritornes, como diría el Quijote, la que al ser contagiada de una enfermedad venérea, decide usar su cuerpo doliente como instrumento bélico, con el fin de ocasionarle al aborrecido ocupante las máximas bajas posibles.

Y en "La casa Tellier", uno de los pocos relatos en los que no aparece la guerra como trasfondo, son de nuevo las chicas de "vida alegre", según un lugar común que tiene poco y nada que ver con la realidad, quienes protagonizan un regado matrimonio campestre al que acuden como invitadas de la "madame" del prostíbulo de Fécamp.

En fin. Que no les voy a contar ni a sintetizar todas las narraciones, porque no tiene gracia hacerlo, cuando allí están ellas, prontas para ser disfrutadas, sin ningún tipo de intermediarios molestos. Sólo añadiré que en la mayoría de ellas —"El amigo Patience", "Los tumbales", por citar apenas otros dos casos— aparece reflejado nuevamente el oscuro y radiante mundo de la prostitución.

Un mundo que Maupassant conoció muy bien, como lo atestigua la sífilis que se lo llevó a la tumba, después de hacerlo transitar por la locura y un penoso intento de suicidio.

Con fama de seductor inveterado, supo en vida de los halagos de la celebridad y sus derechos de autor le concedieron un buen pasar que le hizo posible adquirir un yate, el Bel Ami, ya que como hombre libre, siguiendo el aserto de Baudelaire, siempre amó el mar casi tanto como a las mujeres.

Gracias a la popularidad de su trabajo, adquirió, asimismo, una casa de campo en Etretat y un par de residencias en la Costa Azul, además de un piso en París que le sirvió como discreta garçonniere.

Escéptico hasta el extremo, con un pesimismo que tal vez surgía de su estrecho conocimiento de la naturaleza humana, Maupassant se permitía declarar que sentía más orgullo de sus conquistas amorosas que de sus obras literarias.

"¿Quién puede prever —se preguntaba— si mis historias sobrevivirán? ¿Quién puede saberlo? Hoy te consideran un gran hombre y la próxima generación te tira al mar. La gloria es cuestión de suerte, una jugada a los dados, mientras el amor es una sensación nueva arrancada a la nada".

Lo cierto es que mucho antes que Carver, que Ford o que Hemingway, este señor decimonónico, que tuvo oportunidad de tratar a Gustave Flaubert —quien era amigo de su madre, y que fue el que guió sus primeros pasos en la escritura—, se erigió como uno de los padres tutelares del género cuento.

Y manejó como pocos la elocuencia de lo no escrito, de lo apenas sugerido, como lo hace en esa pequeña obra maestra que es “Un día de campo”. Una historia en la que narra la aventura de un joven remero (la boga, por cierto, era su deporte favorito), que se interna en la espesura del bosque con una bella ninfa parisina, mientras un amigo suyo seduce a su madre. Y el padre de la niña, a su vez, duerme la siesta, ajeno a estos arrebatos amorosos, en una escena digna de un cuadro de Renoir.

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Wednesday, March 18, 2009

Elogio a la vejez


Antes de prestar mi humilde blog como vehículo de broadcasting -es decir, de transmisión de contenidos ajenos- quisiera hacer unas pequeñas advertencias: 1) Sé que la extensión de este posteo viola todas las normas no escritas de la blogósfera (textos breves, casi epigramáticos, para no cansar al lector que lee en diagonal antes de hacer zapping e irse a otra página; 2) Esta violación descarada de las normas será compensada, para el lector paciente y persistente, por el placer de leer un artículo extremadamente bien escrito y lleno de agudas y brillantes reflexiones sobre la vejez, esa estación que nos espera a todos al final del camino.

En una época en que se glorifica la juventud eterna, aunque para lograrla haya que recurrir a la trampa cosmética del botox, la cirugía plástica, los tintes para ocultar las canas del cabello y todo un arsenal de recursos en una inútil batalla contra el tiempo, es oportuno oir pensamientos sensatos que tienden a la aceptación de las arrugas y no a su ocultamiento. El ejemplo extremo de este complejo de Dorian Gray, hoy tan extendido, son, ya lo sabemos, esas figuras de la televisión que aparecen como momificadas en vida, negándose a mostrar las señales del envejecimiento, y luciendo, a causa de esto, como patéticos muñecos artificiales.

Dicho esto, cedo la palabra a Alicia Dujovne Ortiz, escritora argentina y reciente septuagenaria, que es la autora de esta verdadero elogio a la senectud, publicado por el diario La Nación de Buenos Aires hace pocos días atrás. Pasen y vean... No se van a arrepentir. La imagen que acompaña estas líneas es la de un busto de Séneca, un romano nacido en España que también escribió un célebre Elogio de la vejez.



Setenta balcones y bastante flor


Por Alicia Dujovne Ortiz
Para LA NACION - Buenos Aires, 2009

A cababa de volver a la Argentina, y de cumplir la friolera de setenta años, cuando, desde un estante de mi biblioteca, un papelito amarillento se deslizó blandamente hasta el suelo. "Cosa ´e Mandinga", pensé al alzarlo con cuidado: era una nota de Silvina Bullrich, publicada en este mismo diario en 1985, e intitulada, sin ir más lejos, "Cumplir setenta años". Bullrich aseguraba haber alcanzado la magna edad el 4 de octubre, yo había cometido el mismo desafuero el 4 de enero.

El paralelismo me aleló. Aunque ella, como novelista, nunca me había interesado en forma particular, más allá del respeto que se le debe a una trabajadora de las letras, supuse que el compartir, por encima del tiempo, una misma experiencia podría darme ánimos para atravesar el Rubicón. Devoré la nota pensando hallar respuestas al evidente cimbronazo que representa para cualquiera la séptima década, no sin repetirme, para mi consuelo, las palabras de una escritora francesa cuyo nombre he olvidado (la pérdida de los nombres resuena como la primera trompeta del Apocalipsis, tras la que acaso llegue la sordera): "Para formar a un viejo se necesitan veinte años, de los sesenta a los ochenta". Eso significaba que yo, en el camino hacia la señora de edad provecta, andaba por una suerte de adolescencia parcial, no de la vida entera sino del último trechito.

A poco de leer a Silvina se me pintó en el rostro una sonrisa, y no de asentimiento. Ninguna de sus afirmaciones, o casi, me despertaba ecos. El desentendimiento era tal que pasé a considerar como un regalo del cielo mi hallazgo inesperado. Son los beneficios del disenso: gracias a que los demás piensan de otra manera, nuestros propios pensamientos se dibujan más nítidos. Sabía desde siempre que mi visión de la vejez no sería quejosa. La lectura de esta nota me reafirmó en mi buena disposición a envejecer, disposición que hasta incluye una imagen idealizada de la postrera etapa.

¿Qué nos decía Silvina, treinta y cuatro años atrás? Después de describir, con una suerte de amarga fruición a lo Simone de Beauvoir, "las carnes fláccidas, la tez estriada por una red de venas rojizas o azuladas", y de agregar: "Mido día a día los estragos que el tiempo ha ejercido sobre mí", la autora produce las frases centrales de su trabajo: "No me gustan los viejos, por lo tanto no me gusto a mí misma. No me gustan los chicos porque son irracionales ni los perros porque son interesados y sólo aman a quien le da de comer. Me gusta el ser humano racional que está en la plenitud de la vida".

La mujer que engorda después de los cuarenta y cinco años y se apresura a taparse con la robe de chambre al saltar de la cama; la que, como decía Louise de Vilmorin, citada por Silvina, está "en la edad en que las mujeres se vuelven rubias"; la que lamenta, con Madame de Récamier, que los jóvenes deshollinadores ya no se vuelvan para mirarla, o aquella cuyas "glándulas se han vuelto afónicas", son analizadas por la autora con la misma impiedad con que diseca al amante maduro cuando fracasa en el amor con una mujer joven. "¿Habrá terminado ya la época de los encuentros, de los ?flechazos´ irracionales?", se pregunta con un terror capaz de hacerla olvidar su preferencia por el ser racional. Y más adelante: "El amor, ¿cómo reemplazarlo y para qué vivir sin él? [?] Después la vida es esta larga monotonía, tal vez menos evidente para quienes nunca fueron apasionadamente jóvenes".

Como ella misma lo advierte, la palabra "terror" recorre el texto de cabo a rabo. Tan acentuados resultan el miedo y la repugnancia a entrar en años, que, a sus ojos, la sórdida descripción de los achaques de Sartre, debida a la citada Simone, sólo se explica por el hecho de que la propia Simone ya no se cocía de un solo hervor cuando los detalló cruelmente por escrito, "pues no hay en su obra anterior nada parecido a una vileza ni siquiera a una indiscreción sobre la intimidad de ambos". En otros términos, Simone se puso vil e indiscreta cuando se puso vieja. Peor aún, se puso mala escritora, al igual que Sartre. En la lista de autores que para Bullrich apenas si se copiaron penosamente a sí mismos después de los sesenta y cinco años, figuran Borges y Mujica Lainez. Sólo la juventud -sostiene- es creadora. El final del texto logra conmover, aunque no convencer, al menos en lo que a mí respecta.



Me he jurado no traicionar a la joven escritora que sacrificó dinero y halagos para dar lo mejor de sí misma a la vocación elegida desde la infancia. Perdón si lo mejor fue sólo eso: la mediocridad no entraba en mis planes y no la elegiré mientras me quede un soplo de lucidez y de esta altanería que me permite mirar al mundo con la frente alta cualesquiera sean los sacrificios materiales y morales, las horas vacías que conforman la vida de un escritor que se niega a estar debajo de sí mismo ya que Dios no quiso que estuviera a la altura de tantos genios universales a quienes soñó parecerse en los días de su fervorosa adolescencia.

No es la única nota conmovedora ni, por supuesto, la única en la que cualquiera de nosotros, a los añosos me refiero, lograría reconocerse. Las numerosas calamidades enumeradas por Bullrich -enfermedades apestosas, amigos muertos, exageradas expectativas que algún sufrido peluquero se ve obligado a desinflar con cara de condolencias- ni siquiera merecen mención a fuerza de ser obvias. La tristeza del artículo, a la que se agrega la de leerlo cuando su autora ya no está entre nosotros, proviene de que está compuesto por verdades de a puño (incluyendo las ironías sobre el veterano falsamente animoso, vestido de "pebete" y convencido de llegar a los noventa porque todos lo encuentran regio). Entonces, ¿qué le falta al texto de Silvina, o qué le sobra, o en qué consiste el que personalmente me haya servido para concluir que la vejez hacia la que me encamino difiere de la suya?

He calificado de "centrales" las frases sobre el disgusto ante los viejos, los chicos y los perros, y el elogio de la racionalidad encarnada en la persona "plena". Es curioso que la escritora haya puesto esas tres categorías en una misma canasta: viejos, chicos y perros suelen entenderse entre sí, acaso porque el mensaje que unos y otros vehiculizan tiene poco que ver con la soberbia.

Acorde con el ejemplo de Silvina, lejos de desarrollar teorías generales sobre la vejez, me limitaré a aguzar los sentidos ante lo que me está sucediendo en carne propia con "los estragos del tiempo". Precisamente para eso es fundamental apelar a la infancia. No sé cómo nos ven los perros cuando cumplimos los setenta, aunque por las miradas de algunos de ellos se deduce que con bastante afecto, pero sí sé con qué ojos contemplan esos catastróficos estragos los chicos que nos quieren.

Hará de esto quince años. Un día, mi nieta mayor, que ahora tiene veintidós, observó enternecida: "¡Qué lindo, Abu, las rayitas que tenés en la piel!". En ese momento la fulminé con un "¿qué rayitas?" bronco y cavernoso que no logró borrarle la sonrisa. "...stas", contestó sin inmutarse, y señaló con el índice las marcas, entonces infinitesimales, que no seguían el dibujo normal de la epidermis, más bien formado por rombos, sino que comenzaban a trazar sobre el brazo un plisadito artístico. Esa total ausencia de censura por parte de una nena, esa anuencia, ese beneplácito frente a una señal de decadencia me recordó el encanto que me producían los lunares celestes y rojos de mi nonagenaria abuela. Al describir la red azulada sobre las mejillas de un viejo, Silvina declina otorgarle a ese viejo la compañía de un chico que le siga con el dedo los arabescos hallándolos preciosos, como el nieto del célebre cuadro de Ghirlandaio cuando mira con cariño la narizota bulbosa de su abuelo, brotada de verrugas.

Para dejar establecidas las diferencias esenciales entre Silvina y quien suscribe, debo decir que me gustan los viejos porque me gustan los chicos y los perros; los perros porque me gustan los chicos y los viejos, y los chicos porque me gustan los perros y los viejos. Esas preferencias hacen que también, como a los viejos, los chicos y los perros, me guste el campo. El hombre en la plenitud suele ser más urbano. Bien mirado, lo que me gusta sobre el planeta sobrepasa lo que me da dentera, comprobación de la que sería falso extraer elementos para un diagnóstico de reblandecimiento precoz. Que muchas cosas me plazcan no significa que la mueca de beatitud se me haya pegado al rostro. Por ejemplo, mi indignación ante la altanería va en progresivo aumento. Frente a ciertos pueblos altaneros como aquellos entre los que transcurre parte de mi vida, ando en vías de volverme un vejestorio de armas llevar.

Sin duda la complacencia ante la entrada en años proviene de los modelos seleccionados. En mi niñez, las mujeres de Buenos Aires no se agostaban resecas ni arratonadas sino que se marchitaban con carne de magnolia, o de jazmín del cabo. Flores machucadas pero pulposas que en los barrios aún quedan, y que en los bailes de tango abundan. En Marsella, Nápoles y Sevilla, donde he vuelto a encontrarlas, me he tenido que morder por no llamarlas "tía" o "abuelita". De chica, la grata redondez de mis parientas mayores, alguna de las cuales alcanzó los cien años, reeditada con retoques por mi apariencia actual, me daba una sensación de permanencia. Es una apariencia ya preparada de antemano, a la que encuentro lista para ponérmela como si la sacara del ropero. Tener a las adultas de mi familia me proporcionaba sosiego y solidez. Ahora que ocupo su lugar -e incluyendo el vértigo de haber quedado en primera línea de fuego-, el tenerme a mí misma y el que mis descendientes me tengan parecería hablar de persistencia, constancia y duración.

Quizá se trate de un caso de narcisismo aun más exacerbado todavía que el de mirarse el ombligo llorando por lo lisito del que ya fue. Un narcisismo al que podríamos expresar en los siguientes términos: puesto que todo lo mío, por serlo, me causa gracia, tampoco mi vejez me contraría. No de otra manera se explicarían la indulgencia y hasta la benevolencia con que me enfrento a las arrugas y, aun más grave, a esta papada colgante, cada vez más tembleque y tirando a vaporosa, que mi madre, de quien la he heredado, solía designar como "moco ?e pavo". En todo caso, la tendencia que con bastante espontaneidad y autonomía se me va perfilando me mueve a no considerar esas abruptas caídas de la carne como mera desposesión.

Acaso sea para distinguir adónde voy que no me he vuelto rubia: preferible rastrear cana a cana el itinerario futuro, viéndolo surgir sin caretita. Aunque quizá también sea por narcisismo que me niego a embadurnarme el pelo negro con un color ajeno. ¿Los deshollinadores ya no se vuelven a mirarme (de todos modos nunca lo hicieron, visto que en Buenos Aires la chimenea se lleva poco)? ¿Los "flechazos" ralean? La situación no se presenta ni mejor ni peor de lo que ha sido, se presenta distinta. Mientras hubo admiradores ennegrecidos por el hollín, o sus equivalentes porteños e internacionales, sinceramente fue un gustazo por el que doy las gracias; desvanecidos entre la humareda, una de las protagonistas del diálogo interior se confabula con la otra frotándose las manos: "¡Al fin solas!".

Es claro que tender a un ánimo desasido no garantiza el éxito de la operación. Uno puede inclinarse a valorizar el tramo de la vejez y fracasar en él igual que en los anteriores (hay jóvenes que fracasan como jóvenes y adultos que fracasan como adultos). Por mucha "energía positiva" (expresión tan detestable como insustituible) que hayamos desplegado, nada nos impedirá terminar mojando los pañales sobre la silla de ruedas y con la baba en el mentón, si el Alzheimer así lo quiere. De anunciarse con tiempo dicha eventualidad, por otra parte nada inevitable, yo aspiraría a tomar las riendas de mi muerte como he tomado las de mi vida, haciendo mutis por el foro con garbo y dignidad (a condición de que el ritmo del hundimiento lo permita y de que, ante los hechos consumados, no me precipite sobre la papilla que me quede en el plato como si fuera ambrosía). Pero la mano tendida hacia el objetivo tiene el poder de suscitarlo: si se envejece con la certidumbre de volverse un carcamán lagañoso de nariz y mentón metidos en la boca (la imagen es de Simone de Beauvoir), lo más probable es que se lo consiga sin molestarse en mover un dedo; si se envejece pensando que lo adquirido pesa más que lo sustraído, en una de ésas se alcanza, dentro de lo relativo del conjunto, una linda vejez.

Al no aludir siquiera a la posibilidad de que lo vivido agregue en vez de quitar, la hermosura de la que hablo no forma parte del universo de Silvina. Su referencia constante a la carne y sus desfallecimientos provienen de la arenga dominante -y negociante-, esa que sobredimensiona el cuerpo, el sexo y la adolescencia con fines productivos; un discurso progresivamente pedófilo, desarrollado a partir de una moda que comenzó por exaltar el modelo andrógino para desembocar en el cuasi infantil. Si el músculo imperioso y la rapidez de las piernas son el valor supremo, es evidente que a la vejez no le quedan grandes ocasiones de lucimiento.

Aunque habría que entenderse sobre el brillar y el competir. Hace un tiempito trabajé en un geriátrico judío de París, recopilando las historias de sus pensionistas. Muchos de ellos habían estado en Auschwitz, todos habían atravesado por situaciones espantosas. A coro repetían una frase que pusimos como título para el texto colectivo: "Sólo por milagro estamos aquí". Lo impresionante era la velocidad del derrumbe, o de lo que a primera vista tomé por tal. La ex resistente que relataba cómo, al llegar la Liberación, había hecho fusilar a su propio novio por colaboracionista, o el polaco igualito a Lenin que había conocido, primero, los campos nazis, y después, los soviéticos, hablaban con voz firme, tenían una memoria de hierro y un fantástico sentido del humor. Días más tarde ya estaban clavados en su silla con la mirada fija en un punto. ¿Se les habría secado el cerebro de un minuto para el otro? Al acercarme a ellos reencontraba, a veces, su mirada, y a veces no. Pero a menudo me apretaban la mano como diciendo: "No te preocupes que todavía estoy".

Hasta que un día me invitaron a un congreso de geriatría. Los especialistas se llenaban la boca con el sinnúmero de animaciones de que gozaban los afortunados viejecitos (y recordemos que oficialmente, vale decir, para entrar en un geriátrico, basta con tener sesenta años): talleres de teatro, de baile, de música, de pintura, de manualidades. Un rabino cuarentón se levantó y dijo: "Yo estoy muy agradecido por todas las actividades que le hacen desarrollar a mi mamá, pero les rogaría que cuando está pensando no la interrumpan. La actividad más importante para ella es recordar su vida y prepararse para su muerte. Para eso necesita estar callada". Me di cuenta de que el viejo sentado mirando un punto se ocupa de lo suyo, exactamente como el chico que juega solo durante horas con dos piedritas. Atosigar al uno y al otro con propuestas "dinámicas" es impedirles trabajar.

Una palabra del texto de Silvina me ha llamado la atención de modo especialísimo: "anacoreta". Al lamentarse por la ausencia de los amigos muertos, la autora vuelve a conmovernos. Se han ido yendo unos tras otros, dice, y la han dejado sola. "Por supuesto -añade-, salvo un anacoreta, todos nos aferramos a nuestros amigos."

¡Cómo no identificarse con esa historia! En los últimos años, entre París y Buenos Aires he perdido nada menos que a doce amigos. Si uno se imagina el espacio que ocupan doce personas en una pieza, podrá visualizar mejor el vacío que dejan. Todavía los lloro. Pero no son lágrimas de apego. Es como si avanzar fuera dejar de "aferrarse", en el sentido de agarrar de la manga a alguien para que nos transmita su potencia, su fluido vital. La presencia de mi hija y de mis nietas (pronto seré bisabuela) agita el aire con una fuerza que decae cuando se van. Sin embargo, la idea de vampirizarlas no me seduce. Tampoco a los amigos que siguen siendo de este mundo los retengo con garfios como de pirata de Peter Pan (es la impresión que transmite la palabra "aferrar"). A los veinte años había que estarse hablando todo el día, a los setenta se consiente en guardar silencio.

¿Anacoreta? Durante algún tiempo he intentado luchar contra una propensión a la soledad, indispensable para escribir, que quizás en más de un viejo se vaya incrementando con el tiempo. Después me convencí: las ganas de estar sola iban ganando por varias cabezas. A esas horas de aislamiento, Silvina las califica de "monótonas". La coherencia de la idea salta a la vista: si sólo tienen derecho a existir los pectorales recios, las ideas comunicables y las actividades visibles, incluyendo las literarias hasta cumplir determinada edad, quedarse quietos no puede menos que matar de aburrimiento. ¿Y si por el contrario esas horas en apariencia vacías estuvieran llenas de un pensamiento intransmisible, desprovisto de estructura, tan parecido al pensamiento "racional" como un cuerpo ablandado por los años se parece al de un atleta, pero tal vez, por eso mismo, más nutritivo? Envejecer puede que se parezca a arrepollarse en un nido, a sumergirse en una bañadera de agua tibia, a irse hundiendo en la siesta. ¿Quién tendría ganas de interrumpir semejante dulzura, y por orden de quién: de algún peluquero, de algún gimnasta perentorio con el silbato en la boca para quien la "tercera edad" sólo es tolerable cuando se hacen flexiones, no cuando se contempla lo de adentro con los ojos cerrados?

Lo que antecede da cabida a dos objeciones, la una de orden general, y la otra, particular. La de orden general, el lector lo habrá adivinado, tiene que ver con el estrato social de viejas y viejos. Silvina Bullrich se lamenta de que el mejor modisto sea incapaz de retener la ansiada juventud. Por mi parte, nunca me he hecho hacer un vestido a medida ni con la costurera de la esquina. Pero ambas, con fortunas distintas, hemos vivido bajo techo y comido, salvo régimen, hasta quedar sin hambre.

Por ende, ni su imagen de la vejez ni la mía se corresponden con la de los ancianos de un grupo de jubilados a quienes entrevisté hace poco. Aquí las quejas no tenían carácter personal. Combatientes de la última hora, el horror económico que los rodeaba les había enseñado la poesía cruel de no pensar más en ellos. No sólo a nadie se le ocurría gimotear por el ombligo perdido, sino que cada uno hablaba de los demás. Escuché historias de abuelos que acababan en el asilo porque los hijos, despojados de sus casas, no tenían más opción que sacarlos del medio. Escuché el ardiente alegato de un diminuto anciano al que la rabia engrandecía, y que clamaba, alzando el puño: "¿Ustedes se creen que nuestros clubes barriales de la tercera edad son para bailar la chacarera? Yo vivo en La Boca. Los conventillos se queman y a los chicos la contaminación les da cáncer de piel. ¿Vamos a recortar figuritas mientras los pibes mueren?". A partir de ese encuentro abrigo el sentimiento de que las propias arrugas, y hasta el moco ?e pavo, con eso lo digo todo, pesan en el recuento lo que un suspiro.

Con respecto a la objeción de orden particular, cabe imaginar que la existencia agitanada que llevo desde mi alejamiento de la Argentina, en 1978, me impide transitar esas "horas monótonas" hallándolas tediosas. Andar a salto de mata, de la Ceca a la Meca, de Herodes a Pilatos y de la cuarta al pértigo no es la mejor manera de acumular montañas de hastío.

Hasta aquí, la defensa de una pasividad senil que se revela activa. Ahora vamos a los bríos. Disiento en forma tajante y absoluta con nuestra autora cuando afirma que la producción literaria válida se detiene, con suerte, a los sesenta y cinco años, y que dejar de escribir implica no traicionar los ideales de la juventud. En cambio la comprendo cuando dice: "Dios no quiso que estuviera a la altura de tantos genios universales a quienes soñó parecerse en los días de su fervorosa adolescencia". En mi caso, Dios o quienquiera que fuese tampoco quiso. El territorio que me ha tocado dista de ser colosal, gracias a lo cual he terminado por recorrerle palmo a palmo las anfractuosidades. No será la tierra prometida, pero tiene la ventaja de ser la propia. Esa capacidad de abarcarla de un solo golpe de vista no ha venido de entrada: si en mi juventud avancé a tientas por una tierra inexplorada, la vejez me ha proporcionado los mapas y la brújula. Sé por dónde puedo ir y por dónde no. La aceptación aumenta la humildad sin que el deseo amaine.

Por lo demás, nunca he trabajado tanto como ahora ni con tanta maña como de zapatero que se sabe su oficio. Diez horas diarias de computadora dañan el esqueleto, pero la otra parte del organismo a la que llamamos alma sale beneficiada. Escribir tres novelas de un saque y matizarlas con trabajitos colaterales tienen seguramente por objeto ganarle al tiempo (mientras haya proyectos, la vida sigue). Pero no sólo se trata de trampas para sobrevivir, también de ganas. A los treinta años tenía que propinarme cachetazos a mí misma para continuar escribiendo en un domingo de sol; a los setenta, los domingos de sol me aterrorizan porque mis amigos amenazan con forzarme a salir.

A las ganas se les suma la claridad. He llegado, como tantos, al momento en que sé lo que me van a decir antes de que lo hayan pensado. La carne nunca me ha parecido triste y no he leído todos los libros, pero sí los suficientes como para anticiparles los finales con escaso margen de error. Lo que Silvina llama la "afonía de las hormonas" me ha dado unos arrestos antes consagrados a asuntos que hoy encuentro menores. Qué suerte haberme enfrascado en ellos mientras los supuse mayores, y qué suerte haberlos abandonado a la corriente como lo que quizás hayan sido, barquitos de papel.

Lo que me alumbra no es un resplandor de los que dejan con moscas en los ojos, sino un fulgor certero que en este año de gracia de 2009 no cambiaría ni borracha por ninguna de aquellas pasiones cuya furia desencadenada me dejaba a los tumbos. "Esta larga monotonía -escribe Silvina- tal vez [es] menos evidente para quienes nunca fueron apasionadamente jóvenes." Tampoco eso lo comparto. Si se ha gozado de una juventud apasionada, puede llegar a gozarse de una apasionada vejez. La cosa está en definir en qué consiste lo ardiente del final. Las diez horas diarias de escritura pueden dar una idea.

Pero no lo son todo. Los setenta, y los ochenta, y los noventa y los cien son el momento de pasar a las cosas serias. Ahora o nunca: ser viejo es encontrarse en medio de la guerra; imposible seguir interesándose en pavadas con estas balas que cada vez silban más cerca. El apasionamiento senil se manifiesta en dos actitudes equivalentes, meditación o ansia de justicia (o si se puede, las dos). Tan fervoroso resulta permanecer con la vista en un punto como blandir el puño gritando "basta"; tan valerosa es la señora que se calla para alistarse a partir como el señor que no quiere bailar la chacarera mientras los hijos de sus vecinos mueren con llagas en la piel.

Me parece muy bien que los ancianos aprovechen la vida, si les da el bolsillo; que visiten las Pirámides vestidos con unos joggings beigecitos y calzados con esas zapatillas cuyas suelas contornean la planta. Para seguir con la metáfora de la costura, hacer el viaje soñado desde siempre no es al divino botón. Sin embargo, así como rechazo la comercialización del discurso pedófilo, impugno la imagen vendedora del senior producido que le gana al nieto adolescente porque gasta más. ¿La consigna obligada es vivir para disfrutar? Hay algo en esa palabra que nunca me ha convencido, como si aludiera a una disfunción, a un disgusto del fruto. Entre disfrutar o fructificar, y entre consumir u ofrecer, Rilke elegía la cosecha y la ofrenda cuando decía que vivir es ir nutriendo el fruto de su muerte.

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Friday, March 06, 2009

Entrevista a un creyente en la religión de la poesía


(La única religión que me podría tener entre sus adeptos...). Léanla, es una maravilla...


El cristianismo reaccionario


En una larga charla con Ñ (el suplemento cultural del diario Clarín de Buenos Aires), el influyente crítico norteamericano (Harold Bloom) habló del concepto cristiano individualista de su país, que dio lugar a su libro "La religión americana", que acaba de aparecer aquí. De esa "americana" percepción de Cristo provienen iglesias evangélicas típicamente yanquis, señala. Por otra parte, hace en este reportaje un paralelo entre la religión y la literatura, su "zona sagrada".

Por: Andres Hax


Imagínense un niño de nueve años en el barrio del Bronx, Nueva York, en el año 1939. Sus padres, inmigrantes rusos-ortodoxos judíos, sólo hablan yidis. Es el mismo año que termina la Guerra Civil Española y el mismo año de la mitológica Feria Mundial en Nueva York; es el año en que Billy Holiday graba "Strange Fruit" sobre los linchamientos de negros en el sur de los Estados Unidos y el año en que Albert Einstein escribe una carta al presidente de los Estados Unidos explicándole las posibilidades de desarrollar una bomba atómica usando uranio (lo que dará comienzo, años después, al Manhattan Project, el proyecto secreto que crearía las bombas que incineraron las ciudades y los ciudadanos de Hiroshima y Nagasaki); es el año en el que se estrena la película Lo que el viento se llevó y es el año en que Hitler y sus tormentosos ejércitos invaden Polonia inaugurando la Segunda Guerra Mundial.

Pero nada de esto está en la mente del chico de nueve años que aprendió a hablar inglés solo, por su cuenta. Es que el chico esta iluminado. Entró en la Biblioteca Pública de Nueva York y ángeles o demiurgos lo llevaron a buscar un delgado tomo de poemas del poeta americano Hart Crane titulado White Buildings, o "Edificios blancos", publicado en 1926. (Crane se suicidó sólo siete años antes, con sólo 32 años, tirándose al Golfo de México desde la nave S.S. Orizaba que lo llevaba de México a Nueva York). Los poemas del libro son breves, densos, alucinatoriamente metafóricos, literalmente incompresibles. Sólo se pueden entender a nivel simbólico, como si fueran oraciones herméticas murmuradas en un trance. Y por un extraño milagro de comprensión entre almas, este niño de nueve años entendió los poemas de un alcohólico violento, homosexual atormentado, visionario y poeta maldito, como si le estuviera hablando en palabras llanas sobre un placentero día de verano en la playa. El niño de nueve años sacó prestado el tomo tantas veces que al fin su hermana mayor le terminó regalando un ejemplar. De Crane, el niño precoz pasó a William Blake, de William Blake a Milton. Y después a Shakespeare y a los poetas románticos ingleses. Y así sucesivamente; no solamente leyéndolos sino grabándolos en su memoria fotográfica como un pequeño memorioso Funes. Hoy el hombre que fue ese niño está por cumplir 79 años y parece que se ha leído toda la literatura que existe en el mundo. Aún tiene el tomo de White Buildings que le regaló su hermana. Es su posesión más atesorada. Y sigue leyendo los poemas de Crane con el mismo asombro y reverencia con el que lo leyó hace setenta años. Ese niño es Harold Bloom.

Ahora el titánico crítico literario de la universidad de Yale (seguramente el único crítico literario best-seller en el mundo) vuelve a las librerías de la Argentina con un largo ensayo titulado La religión americana que él mismo define como una "crítica de la religión." Allí analiza los credos religiosos que se originaron en los Estados Unidos: el pentacostalismo, el mormonismo, el adventismo del Séptimo Día; los Testigos de Jehová, los babtistas y fundamentalistas del sur y la espiritualidad afroamericana.

En realidad, es un reedición de un libro publicado en 1992. En su momento fue casi completamente ignorado, aunque Bloom mismo afirma que ha tenido una robusta vida "clandestina". ¿Por qué, entonces, se reedita este volumen tan anacrónico dentro de la obra del iracundo y prolífico profesor de letras? Tal vez el 92 no fue un buen año para pensar en cuán bizarra y fundamentalista es la vida espiritual de los estadounidenses. El país estaba en la antesala de la presidencia de Bill Clinton y del boom de prosperidad y optimismo tecnológico que inauguró la apertura de Internet al público masivo. No había guerra, no había miseria. Tal vez Dios era un poco innecesario. Pero ahora, tras ocho años en los que un presidente que contestó en su primer debate electoral que su filósofo preferido era Jesucristo; después que ese mismo hombre lideró una macabra y aparentemente interminable guerra cuasi religiosa matando a cientos de miles de humanos y polarizando el mundo entre los cristianos y los musulmanes; después de hundir financieramente al país más próspero desde el Imperio Romano; después de que las últimas elecciónes presidenciales tuvieron una candidata a la vicepresidencia que cuestionaba a Darwin y que creía que los hombres y los dinosaurios caminaban sobre la faz de la tierra en el mismo momento, el libro conciso y aparentemente inofensivo de Bloom cobra un nuevo valor. Es una clave indispensable para entender un país donde –según una encuesta de Gallup– 9 de 10 personas creen tener una relación personal con Dios y ser queridos por El.


En la soledad del Padre

En La religión americana, Bloom afirma que la libertad para los estadounidenses (o los americanos, como dicen ellos, desconociendo el Sur) "significa estar a solas con Dios o con Jesús, el Dios americano o el Cristo americano". Tras aclarar esta afirmación un tanto enigmática, Bloom completa y remata aquella idea: "En la práctica, ningún americano se siente libre si no está solo, y ningún americano reconoce, en la última instancia, formar parte de la naturaleza".

Para Bloom la distancia entre religión y literatura es casi nula. Ha escrito: "Una gran cantidad de americanos que piensan que adoran a Dios en realidad adoran tres grandes figuras literarias: el Yahweh del Viejo Testamento, el Jesús del Evangelio según Marcos y al Allah del Koran". Por otro lado, la literatura secular para Bloom es el único verdadero camino hacia la sabiduría y el acto de leer es algo tan sagrado y trascendental como la oración.

El profesor Bloom atendió a la revista Ñ por teléfono desde su casa en New Haven, Connecticut, donde ha sido profesor de la Universidad de Yale por los últimos 55 años. Es cortés, pero se le escucha profundamente cansado. Su devoción por la literatura es contagiosa pero su visión del mundo es casi nihilista. Tiene una tierna costumbre de dirigirse a su interlocutor como querido, o en inglés, my dear.

¿Usted piensa que el origen de la literatura y el origen de la religión están en el mismo lugar?

Es una pregunta brillante y casi imposible de contestar, como probablemente sabes. La respuesta es sí y no. O no y sí. O un poco sí. O casi. Claramente las dos divergen. Karl Marx dijo que la religión es el opio del pueblo pero en el caso de los Estados Unidos también es la poesía del pueblo. Sobre si esto es cierto para Argentina o para otros países, no soy capaz de opinar. Siempre he sido un alumno de la literatura romántica-alta ("high romantic literature"). Shakespeare y Cervantes son los grandes fundadores de este movimiento que llega hasta la literatura de nuestros días. Siempre he creído, junto con William Blake, que toda religión es una manera de elegir formas de devoción desde relatos poéticos. Desde un punto de vista empírico, yo afirmaría lo mismo.

¿Y hay vínculos importantes entre la "religión americana" y su literatura?

Claramente hay afinidades entre la literatura americana y lo que yo llamo la religión americana. Su teólogo –su visionario, por decirlo así– aparece una generación después de lo que yo marco como el comienzo de la Religión americana (el Cane Ridge Revival de 1801), en la figura de Ralph Waldo Emerson. Emerson, el ensayista, el vidente, el visionario, también es el origen de lo que es distintivamente americano en la literatura de nuestro país. Pero por un lado diría que el gran escritor americano, más allá que cualquier otro, es Walt Whitman. El es el poeta nacional y la respuesta épica de todo el Nuevo Mundo. El Nuevo Mundo español, el Nuevo Mundo portugués, el Nuevo Mundo francés, el Nuevo Mundo anglo-americano. Whitman es nuestra respuesta al Viejo Mundo y creo que Whitman es el bardo supremo de la religión americana. Y creo que él entendía esto. Su intención era que Hojas de hierba fuera la nueva Biblia americana y que reemplazara al Testamento en la versión del Rey James. Obviamente esto no ha sucedido salvo en un grupo de seres esotéricos y altamente cultos. En fin. Es muy difícil responder tu pregunta.

Sin embargo me imagino que las obras de Walt Whitman serían muy ofensivas para gente religiosa en los EE.UU. dada su homosexualidad, su visión de la libertad individual, su búsqueda de la experiencia pura...

Whitman nunca ha sido aceptado por ninguna de las variedades de nuestra religión: los mormones, los pentacostalistas, los adventistas, los baptistas, los cristianos científicos, los absolutamente dementes Testigos de Jehová... Los espiritualistas africanoamericanos, en modo alguno le han tenido simpatía. No. Whitman está solo. Es un profeta solitario. Pero es el escritor americano que se mete en el mundo entero. Whitman siempre te sorprende. Se infiltra dentro de ti. Es contagioso.

Aunque no es tan evidentemente místico como Blake, ¿piensa que tuvo una visión cósmica y una visión de una vida más allá de la vida carnal del individuo?

Evidentemente tuvo una visión cósmica. En parte formada por amigos de él como el psicólogo canadiense Richard Maurice Bucke que escribió sobre lo que él llamaba Consciencia Cósmica. Pero Whitman no es William Butler Yeats. No es un ocultista.

¿Es correcto decir que Whitman en cierto modo es un ingenuo? ¿O que es un escritor más bien instintivo y no analítico?

Depende. William Blake hace una distinción entre lo que llama "inocencia desorganizada" e "inocencia organizada". Y Whitman es un ejemplo de inocencia organizada. El sabe lo que está haciendo. Cualquier naivete, cuando ocurre, es bien deliberada.

Sé que al escribir "La religión americana" no tuvo intenciones de hacer análisis político. Pero, ¿el libro puede ayudar a comprender cómo funciona la política en los EE.UU.?

Nunca fue un libro político, sin embargo es imposible dentro de los Estados Unidos separar la política de la religión. Durante toda su historia se han mezclado. Y la religión americana ha sido peculiarmente comprometida con la política. Ahora mismo estamos en un momento muy extraño. Yo recuerdo que el libro era muy melancólico y profetizaba que nunca jamás volveríamos a tener un presidente o un congreso del Partido Demócrata porque la religión americana se pone, por naturaleza, al lado del Partido Republicano. Lo que no tuve en cuenta fue la estupidez republicana debajo de un hombre que yo sigo llamando Benito Bush.

Yo lo llamo "Jorge".

Bueno, yo le digo Benito. El esta en Dallas ahora. Creo que Obama no habría ganado las elecciones si no hubiera sido por la caída de Lehman Brothers (nota del ed.:La casa de inversiones que fue a bancarrota el 15 de setiembre provocando uno de los desmadres financieros más grandes de los Estados Unidos). De golpe, todo el país se dio cuenta que estábamos dentro de una recesión económica masiva gracias a las políticas de los republicanos y de Bush. Y se puso en evidencia, cada día que pasaba, que McCain y los republicanos no tenían una respuesta a este problema.

¿Entonces no ve la presidencia de Obama como una redefinición histórica del pasado racista de los Estados Unidos?

My dear. No es presidente porque ha habido un cambio de paradigma en la vida americana. O porque la religión americana ha perdido sus facetas más duras o dementes. Es presidente porque la política de Bush de sólo cobrarles impuestos a la clase baja y la clase media y dejar que los ricos sigan enriqueciéndose en detrimento de todos los demás, fracasó. Ahora la economía está en ruinas y se está colapsando a una gran velocidad. Mis amigos economistas, acá en Yale y en Nueva York, en quienes tengo una gran confianza, pronostican una catástrofe total. Ven que se viene 1929 de nuevo, haga lo que haga Obama. Por supuesto espero que estén equivocados. Pero si tienen razón, estamos en serios problemas.

Usted tiene una visión muy pesimista sobre el mundo secular y político. Pero esto se contrasta con la gran alegría que le provoca la literatura y la exuberancia con la cual escribe sobre ella.

Lo mejor de la cultura americana siempre ha sido su literatura. En términos de las grandes artes, la pintura americana, por ejemplo, no es gran cosa si lo comparás con la tradición de la pintura europea. Dentro de la música el jazz –Louis Armstrong, Charlie Parker, Charles Mingus, Miles Davis– toda la tradición del jazz americano, es una contribución al arte del mundo. Pero de todas las artes nuestra literatura es la más fuerte. Y la literatura americana es, antes que nada, Walt Whitman y la tradición que él creó. Entonces, para contestarte, uno puede exaltarse por la literatura americana, que aún está sana y salva; uno puede estar exultante también con el jazz americano –salvo que ha perdido su audiencia frente al horror del hip hop que ha degenerado la imaginación musical afro-americana...

Volviendo al libro: ¿qué lugar ocupa dentro de su obra completa?

Este nunca fue uno de mis libros populares. Ha viajado por todo el mundo, ha encontrado lectores en muchos lugares... Pero otros libros míos que influyeron en el estudio de la literatura, como La angustia de la influencia o Cábala y crítica, son mucho más conocidos que este libro. Y, por supuesto, los libros populares que comencé a escribir deliberadamente en los años 90 como El canon occidental y Shakespeare: la invención de lo humano, Cómo leer y por qué, Genios; estos libros han conseguido una audiencia de millones de lectores, hasta en los Estados Unidos. La religión americana es un libro que ha sido casi completamente mal entendido por el público americano. Realmente no entendieron lo que quería decir. Aunque tengo que decir que los historiadores de la religión en cual confío –como el sociólogo Robert Bellah, Kenneth Woodward, Wayne Edward Oates, Martin Marty más que ningún otro–, todos ellos han comprendido exactamente lo que estaba haciendo.

¿Y ahora que se reedita, qué espera para el libro?

Bueno, aquí fue editado por mis agentes literarios Glen Hartley y Lynn Chu como el primer –y tal vez único– libro de un nuevo sello editorial. Porque el mundo de los libros, en todo el mundo, pero particularmente en los Estados Unidos, está en graves problemas dado el gran desorden económico. No creo que la era del libro esté llegando a su fin, pero sí creo que el libro está frente a tiempos bien, bien duros. Pero este libro, La religión americana, es una advertencia. Es difícil decir lo que pienso que pueda hacer el libro, my dear. No puedo pronunciar profecías sobre qué pasará en los Estados Unidos. Lo más deprimente de las últimas elecciones fue el fenómeno de Sarah Palin. En este momento te doy una profecía triste: espero que no sea cierto pero podría pasar perfectamente que si Obama no puede frenar el derrumbe económico, en las próximas elecciones el candidato de los neo-fascistas sea Sara Palin. Si ella gana, entonces no sé lo que podría pasarle a los Estados Unidos. Allí podrías ver el fin de la democracia americana.

¿Se podría decir que la "religión americana" es, en fin, una lectura errónea de la Biblia?

Iría más lejos que eso. Yo soy un especialista en lo que yo llamo malas-lecturas fuertes (strong misreadings) que desarrollé en La angustia de la influencia y El mapa de las malas lecturas. Entonces iría más lejos. La religión americana, aun cuando se enmascara como la cristiandad, no tiene ninguna relación con el cristianismo europeo y medio oriental histórico, teológico y certificado. No tiene ninguna relación en absoluto. No es una variedad del protestantismo o del catolicismo o del catolicismo ortodoxo.

Y sin embargo Jesús es el emblema para todas las religiones americanas.

¡Ah sí! Pero este es el Jesús americano. No es el Jesús judío, o el Jesús de San Pedro; no es el Jesús del Mundo Antiguo, no es el Jesús de la tradición cristiana. Este es el Jesús americano. Cuando yo estaba escribiendo este libro viajaba por todo el país –cuando lo estaba investigando y escribiendo era un hombre relativamente joven– y se publicó, originalmente en 1992 después de muchos años de trabajo...

Entonces hizo un trabajo de campo...

Sí. El trabajo de campo sucedió a lo largo de la década de los 80. Lo combiné con giras de charlas literarias. Siempre aceptaba invitaciones que venían del sur y del sudoeste de los Estados Unidos. O de las partes más rudas del oeste americano, porque quería entender de verdad sobre qué escribía. Fui a iglesias bautistas sureñas; fui a todo tipo de iglesias afro-americanas; fui a iglesias pentacontalistas. No pude ir a misas de los mormones porque no te dejan. Pero estuve mucho tiempo en Salt Lake City donde era el invitado oficial de la Iglesia de los Santos de los Ultimos Días. En fin, pasé mucho tiempo intentando desarrollar una simpatía imaginativa con estas religiones y creo que pude hacerlo.

¿Piensa que este libro podría ser ofensivo para alguna de las iglesias? O sea, si las iglesias de la religión americana fueran tan sensibles como el islam ¿le pondrían una "fatua" como a Salman Rushdie?

(Largo silencio) –La gran esperanza para los Estados Unidos es que la religión americana está fragmentada como un caleidoscopio o como un gran diamante que ha sido desmenuzado en cientos de pedazos. No hay una organización central y, además, no se caen bien entre ellos. Los fundamentalistas fascistas odian a los mormones, quienes por su lado odian a los pentacostalistas. Y así sigue, los Testigos de Jehová están totalmente dementes.

Allí esta la salvación para el país, entonces.

Sí. Bueno. De todas maneras yo soy una paria, pero en el campo académico. Desde 1968, con lo de políticamente correcto, he tenido una experiencia borgiana (él mismo me dijo una vez que me tenía simpatía en ese sentido). Desde 1968 hasta ahora yo he estado peleando en un tremendo conflicto guerrillero contra lo que ha pasado con el estudio de la literatura en las universidades de este país.

¿Esa lucha en qué consiste?

Es una lucha solitaria contra la idea de que se tiene que valorar a la literatura sobre la base de la orientación sexual, o sobre la base de los orígenes étnicos, o sobre la base de la pigmentación de la piel o sobre la base de las ideas políticas de cualquier índole. Yo he sido condenado al ostracismo como racista y sexista y hasta como conservador, lo cual es hilarante porque soy cualquier cosa menos un conservador, ya sea en términos religiosos o literarios. Al contrario. He sido la figura principal en canonizar los principales escritores americanos en poesía, desde Wallace Stevens hasta John Ashbery; o de poetas más jóvenes de hoy como Henri Cole o Rosanna Warren y Anne Carson. He sido una figura principal en establecer la reputación de Faulkner y también en resaltar a Philip Roth, Don Delillo y Cormac McCarthy. Thomas Pynchon, etcétera. Entonces es ridículo considerarme como un conservador cultural.

Pero sí represento tres cosas. Y eso me ha costado ser excluido por la academia, aunque sigo enseñando en Yale donde me he convertido en una institución dentro de la institución. Soy como una universidad de un solo hombre dentro de la universidad. Enseño mis propias materias pero no estoy afiliado con ninguna cátedra. Y ya son 55 años. Pero lo hago como un disidente. Pero volvamos a la religión. Tenemos que concluir esta entrevista pronto porque el año pasado me caí y me rompí la espalda y tengo que subir al segundo piso a hacer mis ejercicios. Lo que quería decir es que no paro nunca de enseñar. Espero que pongas eso en cualquier cosa que lleges a escribir sobre esta charla.

¿Y enseñar es tan placentero e importante para usted como la lectura y escribir?

Oh sí. Es fundamental. Es toda mi vida. Soy un escritor y soy un lector pero para mí la actividad más vital de mi vida es enseñar.

¿Siente que sus enseñanzas sobrevivirán en lo que escribió?

Espero que sí. No lo sé, porque quién puede saber en este mal momento qué sobrevivirá o no. Un mundo donde J. K. Rowling es considerada una gran escritora no es un mundo en que podría prever un gran futuro para la literatura. Pero déjame llegar a mi punto crucial. Es lo que he enseñado y es sobre lo cual insisto siempre. Sólo importan tres cualidades en una obra literaria: poder cognitivo (que incluye la originalidad, por supuesto); belleza (esplendor estético); y sabiduría. Esas son las tres cualidades. Solamente estas tres cualidades sirven para juzgar la literatura. Homero sobrevive por eso. Cervantes es supremo por eso. Shakespeare es supremo por eso. Goethe es supremo por eso. Whitman es supremo por eso. Whitman tiene sabiduría, Whitman tiene originalidad cognitiva y un esplendor estético extraordinario. Y por lo tanto sobrevivió.

La última pregunta.

Está bien, my dear.

Hay una imagen de su vida, a los 9 años leyendo a Hart Crane —un poeta muy difícil— y sintiéndose iluminado, totalmente transformado. Y quería saber si este recuerdo aún es vívido en su memoria...

Sí. Siempre está presente. Lo que yo estoy dando ahora en Yale es un curso sobre Shakespeare, que dura un año; y la otra materia que doy se llama "Poemas: el arte de leer la poesía", que doy en el segundo semestre. Esa clase se dedica solamente a cuatro poetas del siglo XX: William Butler Yeats, Wallace Stevens, D. H. Lawrence y Hart Crane. Y siempre vuelvo a ese recuerdo, del que nunca me he alejado mucho. Es el primer libro del que fui dueño y es el libro que aún más amo. Bueno, Shakespeare es Shakespeare, claro, y Cervantes es Cervantes, pero Hart Crane... Habría sido un poeta tan grande como Walt Whitman o como Emily Dickinson, pero desafortunadamente se suicidó cuando tenía 32 años...

Lo que le quería preguntar: cuando leyó a Crane a los 9 años, ¿por qué no quiso ser poeta o escritor (bueno, es un escritor; pero un escritor de ensayo)?

No, desde el principio con mi amor por Hart Crane, con mi amor por Shakespeare, por Wallace Stevens –todos los grandes poetas– desde el comienzo, my dear, cuando era un niño de 9 años... Es que desde el comienzo sentí la poesía como una especie de umbral sagrado, protegido por dos demonios. Y que si intentaba cruzar ese umbral me destruirían.

¡Dios mío!

Entonces el resultado de esa lectura temprana fue convertirme en crítico literario. Creo que, particularmente la lectura de Hart Crane...

¿Pero usted sentía respeto o miedo por esos demonios?

(Hay un silencio. De varios segundos.)

¿Profesor Bloom?

Es tan complejo... Hubo miedo. Sí. Pero creo que en realidad fue la religión. Creo que soy un creyente en la Religión de la Poesía.

¿En la que no hay vida eterna?

No hay vida eterna. No. No hay vida eterna. Solamente existe... Bueno. Existe el hecho de que la poesía sobrevive aunque los poetas no...

¿Pero no hay una vida eterna personal consciente?

No. No... no. No.

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Sunday, March 01, 2009

Stalin revisitado en polémica biografía


El arquitecto brasileño Oscar Niemeyer fue quien arrojó la primera piedra. Con la impunidad que le dan sus 101 años bien vividos ─ una edad en la que, vamos, uno está más allá del bien y el mal─, escribió hace poco tiempo una provocativa columna en Folha de Sao Paulo en la que se permitió recomendar un libro que, en su opinión, reivindica la figura de José Stalin. Algo de por sí al menos discutible.

El libro de marras es “Llamadme Stalin: La historia secreta de un revolucionario” (Crítica, 2007) ─ “O jovem Stalin”, en su versión en portugués─ y fue escrito por el historiador británico Simon Sebag Montefiore, quien ya dedicó otro texto a la figura de Ióssif Vissarionóvitch Djugachvíli: “La corte del zar rojo”, en el que se codean Beria, Molotov, Malenkov y otros dirigentes que formaron parte de su círculo áulico.

La columna de Niemeyer no tuvo, sin embargo, la repercusión que uno podría suponer a partir de su osada defensa de un personaje bastante estigmatizado, como es el georgiano que llegó a ser el líder máximo de la extinta Unión Soviética tras la muerte de Lenin (1924) y hasta su propio deceso (1953).

¿Las razones? Probablemente nadie en Brasil quiere engancharse en disputas con una gloria nacional como es Niemeyer, de antigua militancia comunista (aunque hoy no está en las filas de ningún partido), y que además fue exiliado por la dictadura militar brasileña, debiendo buscar refugio en Francia.

Como sea, no pasé por alto su recomendación por dos razones al menos. Una: Rusia como país me resulta cautivante por un sinnúmero de causas (Chejov, Maiacovski, Eisenstein, Pushkin, Tchaikovski, Rimsky-Korsakoff, entre ellas...), y el experimento soviético, que marcó gran parte de la historia del siglo XX, es para mí todavía un misterio irresoluble, con zonas oscuras que aún no terminan de ser iluminadas. Como decía Chou En Lai, refiriéndose a la Revolución Francesa ─ y la analogía vale también para la URSS─, está muy cerca en el tiempo como para ser juzgada.

La otra razón es que tengo una debilidad congénita por los historiadores ingleses. Pocos han descrito, por ejemplo, la Guerra Civil Española con el distanciamiento y la máxima objetividad posible de un Hugh Thomas. O la batalla de Stalingrado con el mismo espíritu, relativamente aséptico, de un Antony Beevor. Reconocido rusófilo que, dicho sea de paso, descubrió a Vasily Grossman, escritor olvidado con el cual Occidente se reencontró no hace mucho, a través de obras monumentales como “Vida y destino”.

Ese cóctel de motivos me llevó a buscar el libro y a leerlo. Lo que sigue son apuntes veloces que podrán darles una somera idea de su contenido. Y de sus yerros y logros.

1. Stalin no se llamaba Stalin. Durante toda su vida previa al ascenso al poder, Djugachvíli tuvo un sinfín de nombres, como es lógico que acontezca cuando se vive en la más estricta clandestinidad, pero Stalin fue el último de sus nomes de guerre. Para sus amigos en Georgia, su familia y quienes lo trataban con más intimidad, era conocido como “Sossó”. También se hacía llamar Sosseló, Bessó, Koba, Ivánovitch, Kató, Óssip, El Caucasiano, El Lechero, Sáfin. Y en la última etapa de su vida como ilegal adoptó el nombre de Stalin, que vendría a significar algo así como “hombre de acero”.

2. Stalin era poeta y un voraz lector. Pese a que en el seminario donde estudiaba para ser sacerdote ortodoxo ─ debido principalmente al deseo de su madre, Keké, y contra la voluntad de su padre, el zapatero Bessó─, los profesores no hacían un gran esfuerzo por fomentar el interés por la cultura caucasiana, siempre sacó nota máxima en su idioma natal, el georgiano. Según un testigo que lo conoció en sus años mozos, no leía libros sino que los devoraba, y pronto comenzó a adquirir una irrefrenable pasión por los frutos prohibidos dentro de ese cuartel que era el seminario. “El origen de las especies”, de Darwin, trazó un antes y un después en sus lecturas, llevándolo al ateísmo, en el que perseveró después de conocer la “Vida de Cristo”, de Renan, otro clásico de la escuela librepensadora. Siendo adolescente publicó poemas en el periódico Ivéria, de Georgia, y figuró en antologías publicadas en la era soviética. Leía a Goethe y a Shakespeare, y recitaba a Walt Whitman. Y ya en el poder, protegió en ocasiones a autores como Pasternak, Ehrenburg o Bulgákov, con llamadas telefónicas a los propios interesados que a veces podían marcar la diferencia entre la vida y la muerte, o el aislamiento y el reconocimiento público.

3. Stalin, asaltante de bancos. Según Sebag, el cimiento sobre el cual Stalin construyó su carrera dentro de la fracción bolchevique del Partido Obrero Social Demócrata ruso, fueron los espectaculares asaltos de bancos y navíos con cargamentos de dinero, realizados por la “Drujina”, un grupo de hombres y mujeres de acción a los que él comandaba. Esos golpes de mano le permitieron convertirse en un eficaz recaudador de fondos para la actividad clandestina de los bolcheviques, cuyo estado mayor estaba bajo la égida de Vladimir Ilich Ulianov, Lenin. Como se sabe, hacer política en cualquier escenario o época resulta caro, y la implacable persecución del régimen zarista autocrático tampoco le hacía las cosas fáciles a la oposición, por lo cual los recursos que aportaba Stalin, quien se reveló como un hombre decidido y funcional en ese ámbito, eran vitales para el funcionamiento del ala más radical del POSDR. Impiadoso con el “enemigo de clase”, puso en práctica desde los inicios de su compromiso político el lema creado por los jesuitas: “el fin justifica los medios”.

4. Stalin, ¿agente de la Okhrana? Este es un mito, de los muchos creados por sus enemigos, que no fueron pocos, que Sebag destruye. Al mismo tiempo que crea otros, sin ningún fundamento ni prueba testimonial en su favor, como cuando gasta páginas y páginas para contarnos que en Tiflis y Góri corría el rumor de que Stalin no era hijo del zapatero remendón, al cual se parecía como una gota de agua, sino de algún notable del lugar (¿visión “clasista” tal vez la de Sebag que no admite que un hombre muy discutible pero notable al fin pueda ser hijo de un pobre diablo?). Stalin tuvo suerte al escapar por poco, en muchas ocasiones, de la persecución de la eficiente policía secreta del zar Nicolás II, que le pisaba de cerca los talones. Pero eso no lo puso a salvo de varias deportaciones, incluyendo una en la gélida Siberia. Conspirador nato, olía a los “fantasmas”, nombre que le daban los bolcheviques a los agentes de la Okhrana, y no le tembló la mano a la hora de ordenar ejecutar a quienes le parecían sospechosos. Al único que no detectó a tiempo fue a Roman Malinowski, infiltrado en la dirigencia máxima del sector leninista de la socialdemocracia, quien lo entregó a la Okhrana, en su última y más dura detención, en 1913.

El grueso volumen, se los aclaro de entrada, tiene 500 y tantas páginas. Y no cerraré esta columna, pese a que la tentación es grande, con ningún juicio de valor, pues los llamados a hacerlos son quienes se atrevan a leerlo y a sacar sus propias conclusiones.

Sólo diré que Stalin y el estalinismo fueron, en mi modesta opinión, una de las expresiones más exacerbadas de un mundo polarizado en una forma absolutamente extrema. Hubo varias generaciones, las de entreguerras y las de buena parte de la Guerra Fría, que se vieron obligadas a elegir entre una dicotomía de hierro: primero, Hitler o Stalin, sin muchas opciones intermedias, en no pocos casos (en Europa Central y del Este, por ejemplo, pero también de algún modo en Francia, España e Italia); y luego quedaron atrapadas por la dura lógica del conflicto Este-Oeste.

De ese modo uno se explica o puede entender que personajes tan escasamente sospechosos de autoritarismo o antidemócratas, y más bien perseguidos por sus ideas, como Pablo Neruda, Paul Eluard, Pablo Picasso, Rafael Alberti, Miguel Hernández, Cesare Pavese, César Vallejo, Jorge Amado, Jorge Semprún o el propio Niemeyer hayan visto alguna vez en Stalin al “gran conductor de los pueblos” y a la única opción frente al fascismo, obviando o desconociendo la pesadilla del Gulag.

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