Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Sunday, July 19, 2009

Brasil se prueba el traje de superpotencia




Hay una vieja broma, con tufillo a escepticismo, que circula regularmente en ciertos medios de la elite brasileña: es la que asegura que “Brasil es el país del futuro… y siempre lo será”. Pero lo cierto es que los hechos objetivos tienden cada vez más a desmentir este aserto.

Con 198 millones de habitantes, ya es la décima economía del mundo, superando a países como España, Italia y Canadá. Su Producto Bruto per capita aún es bajo: 10.100 dólares, según estadísticas de 2008, inferiores a los 14.900 de Chile, 14.200 de Argentina y 12.200 de Uruguay, aunque viene creciendo a un ritmo acelerado. Y no sería raro que pronto estreche distancias con quienes lo aventajan por ahora en este campo.

De hecho, ha sido, junto con China, una de las potencias emergentes que mejor ha resistido la reciente crisis económica nacida de la fiebre especulativa de Wall Street. Y el ministro de Hacienda, Guido Mantega, ha declarado que espera que en 2010 Brasil crezca por lo menos a una tasa de un 2,5 por ciento anual, mientras Estados Unidos y el bloque europeo todavía estarán patinando, cuesta abajo en la rodada, por efectos de enormes déficits fiscales que generan, entre otras cosas, altos índices de desempleo e inestabilidad económica general.

Un dato simbólico (y, a ratos, no tan simbólico) importante es que el año 2009, por primera vez desde 1880 –por poner un hito que referencie el inicio de la expansión del capitalismo moderno a escala planetaria-, los países del núcleo duro de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) –es decir, el exclusivo club integrado por los países más ricos del planeta- responden por menos del 50 por ciento del Producto Bruto Mundial.

A lo largo de los años 80 y 90 –como lo recuerda el analista brasileño Antonio Luiz Costa-, este conjunto de naciones, entre las que se puede incluir a Estados Unidos, Canadá, Japón, Australia, Nueva Zelandia y Europa Occidental (bloque al que a los inicios de los 90 se incorporó la ex RDA), representaban cerca del 60% de la economía mundial. En 2008 su participación cayó al 51% y se estima que este año debería rondar, con suerte, el 49%, con tendencia a seguir un camino descendente.

Desde su fundación, en 1960, la OCDE incluía a Turquía y desde 1994 a la fecha sumó a sus filas a países como México, Corea del Sur, República Checa, Polonia, Hungría y Eslovenia. Si se considera a todos ellos dentro del “dream team” de los países más favorecidos por la fortuna, la OCDE estaría representando el 56% de la economía mundial en 2009, mas se estima que caerá inevitablemente a 51% en 2014.

¿Quiénes son los que han llegado a disputarle preponderancia dentro de los mercados globalizados? Para empezar, los BRIC –esto es, Brasil, China e India-, a los que se añaden Indonesia y Sudáfrica, que también están en franca ascensión. Con problemas, desde luego. En el caso de Indonesia, la amenaza del fundamentalismo religioso colgando como una espada sobre la cabeza del país islámico más populoso del mundo (240 millones de habitantes). Y en el de Sudáfrica, el apartheid social que subsiste a pesar del fin de la segregación racial más extrema, y que se expresa en alarmantes tasas de prevalencia del SIDA (más de 18% de la población adulta es seropositiva) y de criminalidad.

Lo cierto es que, así como países como Chile –con toda razón, por cierto, dado nuestro tamaño y nuestro rol como articuladores antes que como potencia con un peso y un volumen específico en la escena mundial- se ufanan por buscar una pronta incorporación a la OCDE, otros, como los hasta ayer periféricos Brasil, China, India, Indonesia y Sudáfrica, se dan el lujo de hacer caso omiso a los guiños que se les hacen para ocupar una membresía vip dentro del Poderosos Fútbol Club.

Buscando socios en ultramar

En resumidas cuentas, el Sur también existe, pero no tiene apuros, por lo visto, en plegarse a las estructuras de lo que se podría llamar el “Occidente industrializado”. De hecho, el apuro ahora lo tienen ellos, como lo explicó un representante de esa Organización a un periodista del diario Valor Económico: “Nosotros vimos que la OCDE no continuará siendo relevante sin la participación de esos países”, a los que se ha dado en llamar E-5 (sigla que hace alusión al enhanced engagement -compromiso mejorado- que se advierte en sus economías).

Ahora, por ejemplo, Brasil le presta dinero al Fondo Monetario Internacional, y el Presidente Lula se permite bromear preguntándose: “¿No es chic hacerlo?”, sin ignorar la ironía de que hace sólo unos años, su partido, el PT, proclamaba a los cuatro vientos “Fuera el FMI”.

Y lo mismo que le ocurre a la OCDE, le acontece al avejentado y decrépito G-7. Hasta 1996 ese foro representaba la mayor parte del PIB mundial. Un año más tarde, la suma de los siete grandes cayó por primera vez abajo del 50% de ese índice, y coincidentemente se incorporó a Rusia (cerca del 3% del PIB mundial) para mantener una tasa ligeramente superior a la del 50% por cinco años más.

En 2005 los accionistas mayoritarios de la Empresa Mundo se dieron cuenta que con el 48% del PIB no daba para ejercer la hegemonía a la que estaban acostumbrados, y ahí es donde el laborista Tony Blair comienza a proponer ampliarse a socios nuevos. En particular, Brasil, China, India, África del Sur y México. ¿Por qué? Porque la alianza emergente conocida como G-20, empezaba a disputarle liderazgo desde la reunión de la OMC en Cancún, en 2003.

Y entonces, desde el 2007 en adelante, las cifras van al alza. Surge el G-8 más cinco, y un año más tarde, con la llegada de Egipto, se crea el G-14. Pese a la resistencia inicial de los republicanos estadounidenses (antirrusos, por reflejo histórico) y de los japoneses, el juego se abre a los nuevos actores. Los ex No Alineados llegan golpeando la mesa, pues saben que tienen fondo y proyección de países-continentes, en la mayoría de los casos.

Ya se sabe que sólo China puede llegar a superar como economía a la estadounidense antes de 2020, según muchas proyecciones muy bien fundadas. Para no hablar de los BRIC en su conjunto (o los Bricis, si se les agregan Indonesia y Sudáfrica).

Por supuesto que los Bricis no son, tampoco, un bloque homogéneo. Y tienen más de una contradicción, que se expresa, por citar un caso, en la actual disputa entre China y Brasil por el dominio de áreas del mercado de importaciones argentino. El fracaso de los últimas negociaciones de la ronda de Doha también mostró a Brasil, China e India en posiciones bien disímiles. Pero eso es lo que se podría llamar –en términos de la vieja dialéctica hegeliana- “unidad y lucha de contrarios”.

Locomotora de la recuperación

Mientras tanto, Brasil se robustece. Su voz se hace oír con fuerza en todos los foros y debates, en temas que van desde el calentamiento global hasta el desarme nuclear y las nuevas reglas que deben redefinir el mercado financiero mundial.

Leonardo Martínez Díaz, del Instituto Brookings, va más allá y afirma en Folha de Sao Paulo que Brasil debe ser “uno de los motores de la recuperación mundial”, basado, entre otras cosas, en un mercado interno en ampliación que lo ha blindado contra las consecuencias de la crisis (se calcula que unos 25 millones de brasileños han pasado en los últimos años del estrato social E a los C y D; vale decir, se han incorporado al consumo).

Tanta es la fuerza con que se está dando este nuevo posicionamiento brasileño a nivel mundial que ya han comenzado a surgir ciertos recelos entre los vecinos, como los que Martínez Díaz cree advertir en países como Ecuador y Bolivia, que se sienten amenazados por la sombra del gigante que se despereza de su sueño de siglos.

Argentina, por su parte, que era el otro país que en algún momento parecía estar en condiciones de disputarle la hegemonía subregional, se ha replegado en todos los frentes ante su vecino del norte. Y sólo atina a ponerle barreras comerciales que atentan contra el espíritu originario de la unión aduanera, pregonada por el Mercosur, pero que protegen a lo poco que queda de la industria argentina (y con ella, a los Marco Polo a la inversa que vinieron desde China a vender zapatos y comprar soja).

Lejanos están los tiempos en que en Buenos Aires se medía con una regla casi milimétrica la altura que deberían tener proyectos hidroeléctricos emblemáticos como el de Itaipú, por temor a que si la cota era muy alta, se corría el riesgo de ser inundados algún día por decisión del Planalto.

Hoy lo que reina es el pragmatismo más absoluto, pues se ha llegado a aceptar, casi con resignación, que no hay ningún país en el Cono Sur que le pueda disputar la hegemonía a Brasil por territorio, demografía y potencialidad económica.

Factores contra los que sólo podrían conspirar los rezagos de una desigualdad social exagerada (aquella que dio lugar al mito de Belindia, el país que combina en sí mismo a Bélgica y a la India más atrasada) y las desventajas comparativas que de ella emanan, en términos de “favelización”, retraso en educación y delincuencia desatada. Que es, al final de cuentas, la forma más extrema de la redistribución de la riqueza en un país que no genera otras formas más civilizadas de reparto.

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Tuesday, July 07, 2009

Negociaciones entre amigos




He leído con atención el extenso reportaje de Alejandra Matus sobre la re-privatización parcial y secreta de La Nación, periódico al que muchos se refieren en Chile como “el diario del gobierno”. Y hablo de re-privatización, y no de privatización, porque lo que hay aquí son básicamente –nos gusten o no nos gusten- acuerdos entre privados. Salvo la enajenación de Radio Nacional, que era de propiedad estatal y en cuya venta participó el ex funcionario gubernamental y actual lobbysta Eugenio Tironi.

La saga sobre las peripecias que culminaron con el hecho de que algunos de los miembros del directorio de esta empresa, nominados por el Poder Ejecutivo tras el retorno de la democracia, en los comienzos de la década del 90, terminaran asumiendo parte de la propiedad de la misma, se puede leer casi como un episodio adicional de la Comedia Humana de Balzac.

Un enredado culebrón en el que se mezclan sigilosos traspasos de acciones, cláusulas con derechos preferenciales, y alianzas contranatura (¿o cómo sino llamar acaso a una sociedad formada por un UDI, un DC y un socialista?). Y al final el interés privado predominando sobre el interés público, en negocios amparados por las sombras y la supuesta “razón de Estado”.

Todo lo que queda al final de la lectura de esta prolija investigación periodística es un amargo sabor en la boca. La sensación de que hemos sido defraudados, una vez más, por quienes, desde lugares de poder, debieran ser los guardianes de la fe pública.

Detalles más, detalles menos, es la repetición de la vieja historia del administrador al que se le entrega una industria para que la gestione y termina transformándose en su dueño. O del abogado al que se designa como albacea de una herencia y, por angas o por mangas, se convierte en amo y señor de la propiedad en cuestión. Y en Chile tenemos muchos ejemplos, por desgracia, en cualquiera de los dos casos.

Seguramente, todo el proceso de traspaso de ese paquete de acciones, que no es el mayoritario pero que sí tiene un carácter estratégico al poder bloquear las decisiones fundamentales con respecto al futuro de la sociedad, se hizo, como dicen los abogados, “con arreglo a derecho”. Por lo tanto, es difícil pensar que se puedan perseguir responsabilidades o llevar este asunto a los tribunales con alguna probabilidad de éxito.

Las cosas acá se hicieron de un modo estrictamente legal. Tan legal como aquello a lo que la periodista María Olivia Monckeberg llamó el “Saqueo”, con mayúsculas. Que fue el modo, sistemático y generalizado, que encontraron muchos de los administradores designados por la dictadura de Pinochet para terminar llevándose a la casa la propiedad de Endesa, la Compañía de Aceros del Pacífico o Soquimich.

El tema, pues, entonces, pertenece al ámbito de la ética antes que al de la ley.

Ahora bien, pasada la primera reacción de asco y estupor ante lo que mínimamente se puede calificar como una claudicación moral inaceptable al replicar, con ligeros retoques, el aberrante modelo dictatorial de la privatización “entre amigos”, concretada entre gallos y medianoche, se pueden sacar también algunas lecciones positivas.

La primera es que, a lo largo de este proceso, hubo dirigentes sindicales que, más allá de su deber primordial de la preservación de la fuente de trabajo, ejercieron control y supervisión –“en la medida de lo posible”, parafraseando a Aylwin- sobre las decisiones que en las reuniones de directorio se tomaban en relación a los destinos de la empresa.

Hay ahí un capital social, de carácter simbólico (y no solamente simbólico), que debemos preservar si es que como sociedad pretendemos mantenernos lo más alejados posible del fantasma de la corrupción generalizada.

Muy significativa es, por cierto, la anécdota, relatada en el texto, cuando uno de los capitostes del diario, con la dictadura ya en declinación, llama a los representantes laborales a su oficina y les ofrece 49 millones de pesos a cada uno de ellos, por su complicidad ante los negociados en marcha, y ellos le contestan mandándolo al diablo.

No fueron escasos, tampoco, los periodistas que, una vez restaurada la democracia, intentaron dignificar este medio, que llevaba sobre sus espaldas la pesada herencia de una obsecuencia sin límites, para romper los monocordes voces del duopolio que domina, sin grandes contrapesos, la pauta periodística de nuestro país.

Lo curioso es que estos trapos oscuros de la transición hayan salido a la luz a partir de la instauración del Consejo de la Transparencia, lo cual también es una señal positiva, dentro de lo sórdido del caso.

En efecto, el contexto en el que surge el reportaje es el siguiente: el periódico electrónico El Mostrador publica un artículo que revela que el Consejo de la Transparencia ordenó a La Nación, sin mucho éxito, dar a conocer los sueldos de su directorio. El diario de la calle Agustinas responde, en forma furibunda, que los datos requeridos ya fueron divulgados en su memoria financiera, y manifiesta que hay maniobras de la derecha detrás de la supuesta denuncia.

Y a partir de ahí viene la serie de notas que nos ha permitido saber, por ejemplo, que el gerente general de La Nación gana 12 millones de pesos mensuales (esto es, más que la Presidenta y sus ministros, y equivalente al sueldo de los máximos ejecutivos de Codelco, empresa que mueve capitales un poco superiores a los del diario de marras). O cómo entre septiembre y octubre de 1991, la Sociedad de Inversiones Colliguay S.A. se hizo dueña de un tercio del paquete accionario de La Nación, pagando la ridícula suma de 19 millones de pesos.

El triste corolario de esta historia es que los seguidores de Sebastián Piñera se sienten envalentonados para proclamar que ya no hay superioridad moral de la Concertación frente a la Alianza, cuando se emulan, casi al pie de la letra, los métodos de enriquecimiento aplicados antes por los Yuraszeck y los Ponce Lerou. Por más que las diferencias en la escala de las “pasadas”, hablando en plata, sigan siendo siderales.

Y lo más grave de todo: otra vez vuelven al ataque los jinetes de las privatizaciones a ultranza, enfrentando esta vez sí el súbito inconveniente de que buena parte de lo público, en este caso ya está privatizado y quedó en manos de un club de amigos cuyos intereses claramente no son ideológicos sino más bien pecuniarios.

A ellos habría que decirles, sin embargo, que si estas cosas se han sabido y han emergido al debate público, es porque, mal que les pese a los defensores del duopolio, existe todavía en Chile una prensa plural –cuyo espacio, sin duda, debiera ampliarse- para sacar de debajo de la alfombra las verdades incómodas. Las verdades que duelen y que nos recuerdan que la decencia es como la virginidad: sólo se pierde una vez.

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