Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Thursday, November 29, 2007

País de mirones y exhibicionistas


Somos mirones. Voyeristas sin remedio. Y su contraparte obligada, exhibicionistas. Los reyes del fotolog, a juzgar por cifras recientemente divulgadas, que indican que hay dos millones 875 mil 379 bitácoras gráficas chilenas registradas al día de hoy en fotolog.com, el sitio más popular de este tipo de álbumes virtuales (que tiene concentrado por sí solo –según nos informa la prensa- el 76% del total de fotologs a nivel mundial).

En esa materia les sacamos gran ventaja a países latinoamericanos mucho más poblados que el nuestro, como Argentina, Brasil y México.

Confieso que en estas cosas no soy un gran experto. Apenas me las arreglé alguna vez para poner en el ciberespacio, en una dirección equis (Picasa o algo así), las típicas fotos familiares con objeto de que las vieran parientes que viven lejos. Hasta ahí llega mi “expertise”, como se dice ahora, para usar la última palabra gringa de moda.

Pero me dicen (y confío en la palabra de mis informantes) que el fotolog, sobre todo en el caso de las y los adolescentes, sus principales usuarios, es antes que cualquier otra cosa una forma de reafirmación de identidad ante el mundo. Además de una expresión de narcisismo –“véanme, aquí estoy yo…”- en una época en que si hay algo que la caracteriza es el solipsismo y la mirada al ombligo.

Estamos llenos de medios de comunicación, podemos conectarnos con las personas a través de un click en el mouse, una palm o un celular, pero nunca, y ésa es la triste paradoja, hemos estado más solos.

Como lo muestran películas como “Perdidos en Tokio”, que tratan de nada –es decir, de todo-, mientras la gente ve cómo se le escurre la vida entre los dedos desde los ventanales de un hotel vitrificado y ultramoderno en el que ni siquiera tiene muy claro cuál es la razón por la que se encuentra allí.

Identidad. Ese es el tema de fondo detrás de los blogs, los fotologs y todas las palabras terminadas en log que se les ocurran. El universo es un espejo opaco para millones de sujetos que no se ven reflejados en los medios ni en la agenda con que estos alimentan su vida diaria.

“Ayuda a olvidar lo aislados que estamos del resto del mundo. Es una manera de estar conectados”, afirma la socióloga Paulina Ruiz, en una nota del diario El Mercurio, refiriéndose a este boom de los micromedios.

Un modo de reconocerse en medio del veloz baile de máscaras de la modernidad. Como el nickname que se acuña en un instante para el Messenger, y que al rato ya deja de servir porque cambió nuestro variable estado de ánimo. Y, claro, “nunca te bañas dos veces en el mismo río”, como decía el viejo Heráclito.

Un reportaje aparecido recientemente en La Nación, “¿Te calienta mi fotolog?”, dice que éstos son también la vía regia para tener el consuelo de quince minutos de fama y gozar de una brizna de eternidad dentro del círculo de amigos que conforma una comunidad virtual.

Como sea, este fenómeno de adolescentes desorientados calza a la perfección con un país como éste que, según un amigo, no ha pasado de la etapa de la fijación oral.

No por nada uno de los programas de televisión favoritos del público es el del Kike Morandé, con sus chistes de doble sentido, que nos remiten a esos años de calentura colegial exacerbada en los que todo se centraba en andar mirando culos o tetas, poner espejos en las escaleras o masturbarse como endemoniados.

No por nada, tampoco, el diario más vendido es LUN, que nos ofrece una dosis cotidiana de erotismo subprime para ponerle un poco de ardor a una vida más bien desangelada. Y los cafés con piernas, y los videos hot de Terra, etcétera, etc.

Ante este desolador panorama, yo me quedo, aunque suene arcaico, con la lectura, con esa hilera de hormigas que son las letras, las que actúan como mi cable a tierra y me impiden sumarme a la “videovida”, como forma vicaria de la existencia.

Acabo de leer una magnífica columna de Tato Pavlovsky, dramaturgo argentino, en Página/12, que me interpreta cabal y plenamente. En ella señala: “Como dice Deleuze en una contestación a Toni Negri: todos los días tenemos que inventar un acontecimiento, crear burbujas de incomunicación. Hacer siempre algo impredecible, intempestivo. Algo que nos sumerja en la alegría de la potencia. Algo que nos dé sentido frente a un mundo que nos ha robado todo. También el sentido. Pero no lo lograrán, dice el filósofo francés”.

Deleuze, por si alguien lo ignora, en 1995 se lanzó al vacío por una ventana de su apartamento en la Avenue Niel, en París. No obstante lo cual, su colega Michel Foucault, otro maître à penser, afirmó, con absoluta seguridad, que “un día, el mundo será deleuziano…”.

Yo estoy totalmente de acuerdo con él y, por cierto, con Deleuze. Nos han robado todo, hasta el sentido. Pero seguimos luchando por recuperarlo. Y a mi modo de ver ayuda más en esta empresa (tal vez porque soy un inmigrante digital y no un nativo de la nueva era) un texto bien escrito que un fotolog.

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Monday, November 19, 2007

Asesinado a las puertas del cielo





La maldita actualidad me cambia el tema sobre el cual me había propuesto escribir. Y hace que ponga el foco en aquellos que la efímera coyuntura plantea. Entonces, yo, que no soy Jorge Luis Borges, ni de lejos, no puedo fugarme a Tlön o Uqbar, los remotos confines en que el maestro argentino situó la intrincada trama de “Orbius Tertius”, uno de los más maravillosos cuentos de sus Ficciones.

Heme aquí, entonces, de nuevo, atragantado por una noticia que leo en el diario y que no termino de creer, pues si algún literato la hubiera escrito sin duda hubiera parecido un abuso de una imaginación demasiado fértil. Algo muy difícil de cuajar en la realidad.

La cruel anécdota es la siguiente: un obrero polaco de 40 años, Robert Dziekanski, llega al aeropuerto de Vancouver, en la provincia de British Columbia, en Canadá. Desembarca a las tres de la tarde del sábado 14 de octubre, tras un vuelo transcontinental que probablemente fue el primero y con toda seguridad el último que hizo en su vida.

Su madre, Zofia Cisowski, lo ha invitado a vivir con ella en este país de Norteamérica, que es el paradigma de las grandes oportunidades, aquellas que en la vida tanto de Cisowski como de su hijo más bien han escaseado.

Dziekanski arriba con tres maletas, una con sus escasos bienes materiales y las otras dos colmadas de libros de geografía. Ha convenido juntarse con Zofia en la zona donde los equipajes son entregados a los pasajeros.

Craso error: la ruleta donde circulan, como en una cadena sin fin, los bártulos de los viajeros es una zona que en YVR, la sigla del aeropuerto internacional de Vancouver, es inaccesible para quienes van a buscar a sus amigos o familiares.

Comienza a partir de ahí a desencadenarse el drama. Luego de diez horas de nerviosa espera, Robert empieza a angustiarse.

Para colmo de males, no domina el inglés, la lingua franca de los tiempos de la globalización, de modo que está impedido de consultar a alguien qué ha ocurrido con su madre, que no está allí donde ambos han concertado el encuentro que dará paso a una nueva vida, llena de promesas y expectativas.

Zofia, en tanto, se ha acercado a la cabina de informaciones, pidiendo que alguna persona del staff del aeropuerto le dé noticias acerca de su hijo. Aunque insiste tres veces, no le saben dar información cierta acerca de su paradero, y al final le dicen que no está allí adentro.

La madre, desconsolada, toma su vehículo y se marcha, en un viaje que le toma cinco horas, en dirección a su hogar.

El punto culminante de la tragedia se produce cuando Dziekanski, víctima de un ataque de pánico, en ese territorio de nadie que es la ruleta de los equipajes, que no paran de girar, pierde el control y lanza una mesa contra un vidrio y luego arroja al suelo el notebook de un pasajero que no entiende el por qué de su actitud.

En ese instante, como surgidos de la nada, aparecen cuatro fornidos policías canadienses, quienes lo reducen con diligencia contra el piso y a continuación le aplican, a modo de un rudimentario y bárbaro calmante, descargas eléctricas con sus pistolas Taser, que descargan 50 mil voltios, y que han provocado -sólo en Canadá-, dieciocho víctimas fatales desde 2003.

Las mismas pistolas, bien vale la referencia, que usaron sus colegas de Toronto para conseguir hace poco tiempo que se sosegaran los alterados jugadores chilenos de la selección juvenil al término de un controvertido partido con Argentina, en el marco de un mundial de fútbol.

Resultado: el obrero polaco muere, seguramente a causa de algún problema cardíaco, agravado por el estrés de su infernal situación. Y la policía explica con posterioridad que fallece tras protagonizar un fuerte altercado, que incluyó una pelea con los uniformados. La vieja historia del sujeto que ofrece resistencia a la autoridad.

La tesis de la pelea, sin embargo, se va al diablo, cuando un pasajero que pasaba por allí decide registrar en un video toda la escena, y las secuencias son publicadas por el “Globe and Mail”, un diario de circulación nacional, y reproducidas por la televisión.

Corte y pantalla a negro. Lo que sigue es lo previsible: investigaciones, condolencias que de nada sirven, horror para la foto… Leo, por ejemplo, en el “Vancouver Sun” que el gobierno provincial de British Columbia va a lanzar un juicio público y a fondo, del que estará a cargo un fiscal, para saber por qué se cometió esta atrocidad y quiénes son sus responsables.

La firma Taser dice que no hay pruebas que los artefactos que ella fabrica hayan sido los causantes de la muerte de Dziekanski. Y la policía de Vancouver informa que ha reasignado a los cuatro oficiales que participaron en el trágico incidente, y que revisará el uso de estas picanas portátiles que se usan para tranquilizar a los alborotadores.

Robert Dziekanski, a su vez, consiguió su sueño, pero de un modo que ciertamente no imaginaba: hoy descansa en suelo canadiense, muy lejos de su Polonia natal, tan esquiva a la hora de darle una vida tranquila y sin mayores sobresaltos.

Él soñaba, como millones de inmigrantes, con ese destino distinto y promisorio escrito especialmente para él en otra parte, muy lejos de casa.

Lo que, sin duda, nunca pudo concebir, ni aún en sus peores pesadillas, es que un grupo de celosos celadores le quitarían la vida justo cuando estaba al borde del paraíso, “golpeando las puertas del cielo”, como dice la canción de Bob Dylan.

Su destino final no fue, al fin y al cabo, ni siquiera demasiado diferente al de los norafricanos que fallecen en las “pateras” en las que intentan llegar a España, ni al de los latinos que tratan de llegar a Estados Unidos cruzando el río Grande y perecen en el intento.

Dziezanski creía, equivocadamente, que se habían acabado ya los muros, cuando no hemos hecho más que derribar algunos para construir otros tan inflexibles como los de antaño, en estos jodidos tiempos modernos en que hay gente que muere por ser pobre o por no hablar inglés.

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Saturday, November 10, 2007

Aznar, Zapatero, Chávez y el rey: comedia tragicómica en un acto


Escribo sobre caliente, cuando todavía no se apagan los ecos de esa comedia tragicómica en un solo acto que tuvo como escenario a la Cumbre de Santiago.

Los hechos ya los conocemos: en la sesión plenaria, el presidente venezolano Hugo Chávez contó que cuando José María Aznar lo visitó en Caracas en 2002, como jefe del gobierno español, le dijo que se dejara de chorradas y que se uniera de una buena vez al club de los países ricos y poderosos, pues las naciones que no habían seguido ese camino simplemente “se jodieron”. Por eso es que para él, añadió, Aznar era un “fascista y un racista” al que países como Haití le importaban un comino.

“Chávez había pedido la palabra –según el relato de El Mostrador.cl- para replicar a la intervención del actual presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, centrada en subrayar que un país nunca podrá avanzar si busca justificaciones de que alguien desde fuera impide su progreso”. Histriónico y nada esquivo frente a las ocasiones de alcanzar protagonismo como es, el mandatario caraqueño no quiso pasar por alto la oportunidad que le servían en bandeja y respondió con un gancho a la mandíbula, al sentirse agredido.

Trascartón, Zapatero pidió la palabra y asumiendo que lleva sobre sus espaldas la representación de todo el pueblo español, incluyendo la de quienes adhieren al derechista Partido Popular de Aznar, su enconado enemigo interno, saltó en su defensa. "Se puede estar en las antípodas de una posición ideológica y no seré yo quien esté cerca de las ideas de Aznar, pero fue elegido por los españoles y exijo ese respeto", arguyó Zapatero mientras Chávez, con su micrófono desconectado, intentaba interrumpirle enarbolando su derecho a la libre expresión.

Y ahí es donde Su Majestad, don Juan Carlos de Borbón, rey de España por la voluntad de Dios, me imagino, pues hasta donde yo sé las testas coronadas se basan en el derecho divino a ocupar el trono (aunque, en honor a la verdad, algo ayudado también por Francisco Franco Bahamonde, más conocido en otros tiempos como El Caudillo), se impacientó y le echó una bronca de padre y señor mío a Chávez, preguntándole en tono imperativo: “¿Por qué no te callas, tío?”.

El tío, lo aclaro, es un añadido de mi propia autoría, pero es una licencia que debéis permitirme, vamos, pues quiero sonar castizo y si se me permite hasta un poco chulo, ya que esta ha sido la cumbre de las chulerías.

¿Cómo sino calificar ese abrazo de Tabaré Vásquez a Néstor Kirchner de entrada, y después, casi en simultáneo, la orden del mandatario uruguayo de darle el vamos a Botnia, la polémica pastera sobre el río Uruguay, dejando más que descolocado a Kirchner? Que, entre otras cosas, se lamentó diciendo que esto había sido también un verdadero insulto contra el monarca español, que actúa como mediador en el conflicto.

Pobre Juan Carlos. Sobre llovido, mojado. ¿Qué más se puede decir?

Y como si las ofensas no fueran pocas sobre la real figura borbónica, más encima viene después el nicaragüense Daniel Ortega y se despacha a gusto contra una empresa eléctrica española, Unión Fenosa, a la que se le entregó el 47% de la generación, por parte de los “gobiernos peleles”, y a la que nosotros, acotó, “no hubiéramos dejado entrar”.

El rey, a esta altura, que si bien es el jefe de Estado hispano suele guardar cuidadosa distancia de la coyuntura, justamente para honrar su investidura que se supone está muy por encima de la chimuchina y los dimes y diretes políticos, se sintió interpelado y se levantó de la sala en que transcurrió la cumbre para manifestar con su ausencia su total desagrado con estos “sudacas” insolentes, que a fin de cuentas quienes se creen que son. Y luego lo andan importunando a uno pidiéndole que intervenga en sus diferendos.

Tuvo que ir la presidenta Michelle Bachelet en persona, como anfitriona de la cita cumbre, para pedirle que volviera al salón y asistiera al acto de cierre de esta cumbre tan distinta a las demás, que por lo general suelen ser protocolares y aburridas vistas desde el llano. Aunque permiten que los que deciden se encuentren cara a cara y avancen en la resolución de sus disputas, como fue el caso de la propia Bachelet con Evo Morales.

Más allá de las anécdotas, lo que queda, sin embargo, como saldo son posturas encontradas e improvisadas sobre la marcha que darán pasto a mil lecturas distintas.

La derecha española, según lo compruebo al asomarme a las páginas de los diarios online de Madrid y a los foros con opiniones de los lectores, aplaude al rey por su salida de libreto y censura a Rodríguez Zapatero, a quien considera demasiado blando a la hora de defender a su antecesor en el Palacio de la Moncloa.

La izquierda, al menos la ubicada más allá del Partido Socialista Obrero Español en el espectro político, se refocila apuntando que “Juan Carlos Borbón, el único Jefe de Estado no electo que asistía a la Cumbre Iberoamericana, mandó callar al Presidente de Venezuela, Hugo Chávez, por sus críticas al ex-presidente José María Aznar, al que había llamado ‘verdadero fascista’, y al que Zapatero había salido a defender durante el plenario de la Cumbre” (www.larepublica.es).

Aquí conviene apuntar, para que se entienda el contexto, que Zapatero, al salir en defensa de Aznar, sostuvo que éste fue un mandatario “democráticamente elegido por el pueblo español”. De ahí precisamente se agarran los republicanos más radicales, como José Manuel Martín Medem, para fastidiarle.

Martín Medem sostiene, desde esa misma página web, que “Si alguien no tiene respaldo para callar a otro en las reuniones iberoamericanas es el rey de España que es el único jefe de Estado o de Gobierno que no ha sido elegido por sus ciudadanos...”, en una columna titulada “¿Por qué no te callas Borbón franquista?”.

Yo, por mi lado, no sé qué pensar. Sólo sé que me saco el sombrero ante Rodríguez Zapatero. Chapeau. ¿Por qué?, dirán ustedes. Porque tuvo la hidalguía de defender, como un antiguo caballero español, a quien le da leña en forma inmisericorde cada vez que puede: el hombre del bigotito fino, como anchoa, cuyo gobierno reconoció (no olvidemos eso) a los golpistas que intentaron, sin éxito, derrocar a Chávez en abril de 2002.

Y un dato más, anexo, nada menor: leo en el blog Animal político que a fines del año pasado Ana Botella, la mujer de Aznar, asistió a la presentación de un libro –“La gran revancha. La deformada memoria Histórica de Zapatero” – en la universidad San Pablo CEU.

En esa ocasión, uno de sus dos autores, Isabel Durán, dijo que “la Ley de Memoria Histórica (impulsada por Zapatero) es una manera de ‘reivindicar la memoria de su abuelo’’ (el capitán leal Juan Rodríguez Lozano, fusilado por los insurrectos franquistas en León, en 1936) y refleja su “obsesión por volver al pasado y a una página negra que los españoles habíamos superado”.

El abuelo de Aznar, en cambio, Manuel Aznar Zubigaray, fue un falangista que le escribió discursos a Franco, actuó como embajador en varios países, además de ante la ONU, durante el régimen “nacionalista”, y escribió una “Historia Militar de la Guerra Civil”. Libro que Aznar, su nieto, por cierto leyó y aconseja con entusiasmo: “Os lo recomiendo. Es muy ameno y cuenta con detalle lo que sucedió en lo que él llamaba con acierto ‘nuestra guerra de liberación’”.

“¿Nuestra guerra de liberación?”. ¿Esa es la forma en que habla un demócrata? Como sea, a la luz de estos hechos, uno puede pensar que Rodríguez Zapatero estuvo más que generoso al defenderlo.


*Carlos Monge. Escritor y periodista.

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Thursday, November 01, 2007

“Milico”, una novela imprescindible


José Miguel Varas, Premio Nacional de Literatura del año 2006, es un gran escritor. Y no seré yo el que descubra la pólvora, al hacer una afirmación que casi es de Perogrullo. Lo que me llama la atención, sin embargo, es que acabe de publicar una novela ―“Milico” ―, que le llevó más de diez años de escritura, y la crítica especializada y la prensa no se den por aludidas ante lo que no dudo en llamar un verdadero acontecimiento literario.

“No se oye, padre”, parece ser la única respuesta que es capaz de dar un medio chato y provinciano donde la cultura no es ni siquiera la rueda de auxilio del carro en el que pretendemos ingresar a la modernidad. Salvo (y espero, sin duda, equivocarme para bien de todos), que nuestros críticos todavía no salgan de la conmoción que les ha provocado la lectura de este texto de 366 páginas, editado por LOM. Y en los días venideros seamos testigos de oleadas de ditirambos que celebren su aparición.

Por ahora, no obstante, poco y nada.

Pongo el título de la obra y el nombre del autor en Google, y lo único que sale es algo que escribió Pía Barros, en el sitio Letras de Chile, donde cuenta que le correspondió presentar el libro y que recibió el encargo con cierto pavor. Porque Varas, afirma, “pertenece a una generación que habla y escribe de corrido, no vacila ni tartamudea, como la mía”.

Tengo la suerte de conocer a José Miguel desde hace varios años. Pero no podría decir que me honra con su amistad, porque no sería exacto. Tal vez sería más correcto apuntar que tenemos muchos puntos de afinidad y que somos amigos, aunque “no ejercemos como tales”, por diversas distancias que van desde generacionales hasta geográficas.

Como sea, cuando aún no nos conocíamos personalmente, Varas tuvo la generosidad de comentar muy elogiosamente en los tardíos años 80, desde Moscú, la ciudad en la que entonces vivía, y a través de la revista “Araucaria”, un delgado poemario ―nacido de una destartalada máquina de escribir Olimpia de mi pertenencia, ya que no de mi pluma― que, quién sabe cómo, llegó hasta su exilio moscovita.

Luego, de regreso en Santiago ambos, él desde la estepa rusa y yo desde la más cercana llanura pampeana, un amigo común, Leonardo Cáceres, nos presentó en una peña ubicada en la calle San Isidro, donde el cuñado de Varas, René Largo Farías, intentaba mantener encendida en los 90 la antorcha del folclor en un país que marchaba en otra dirección, encandilado por los malls.

A partir de este precario conocimiento, tuve la temeraria ocurrencia de proponerle en 1996 si acaso accedería a presentar mi primera y hasta ahora única novela, ”Carrera, el húsar desdichado”. Con su imperturbable cara de seriedad absoluta, que esconde sin embargo un acerado sentido del humor, José Miguel no dudó en decirme que sí y la presentó, junto a Rafael Otano, en un auditorio de la Universidad Andrés Bello, en la que entonces yo daba clases de Periodismo.

Por esos días o quizás un poco antes, lo visité en el diario La Época, en Serrano casi al llegar a la Alameda, periódico en el que, entre otras tareas, escribía unos sabrosos relatos que eran publicados con regularidad en la edición dominical del matutino. Me confesó que la estricta periodicidad de las publicaciones lo ponía a veces en un auténtico zapato chino, porque la hora de cierre era un “huevo de Damocles” ―para apropiarme de uno de sus juegos de palabras― que colgaba sobre su cabeza en forma amenazante cada semana.

Sin embargo, este férreo encargo le sirvió, creo yo, para sacar de adentro y afirmar, contra viento y marea, al escritor que siempre había llevado más o menos oculto detrás de los múltiples oficios de periodista, locutor, militante político, etcétera, que la vida y sus circunstancias lo obligaron a llevar a cabo.

Vuelvo a “Milico”, la novela que generó este comentario. Hace once años, José Miguel me habló de este proyecto. Me dijo que tenía la idea de escribir sobre su padre, el coronel José Miguel Varas Calvo, que había sido una “rara avis” en su tiempo. Una mezcla de militar democrático e intelectual, con gran afición por las carreras de caballo, lo que lo hacía al mismo tiempo carrerista y carrerino, como lo evidenciaba su nombre de pila.

La verdad es que se tardó un tiempo en concretar esta idea. Pero bien valía la pena esperar. Este trabajo, que es muy autobiográfico y por momentos una novela en clave con figuras reconocibles de la política de hace unos pocos años, arroja señales inequívocas sobre la identidad profunda de este país.

Uno de sus personajes, el Roto Reilly dice, por ejemplo, después del golpe de 1973: “En el fondo a este pueblo le gustan los uniformes, las marchas y los milicos dando órdenes. ¡Son muy re huevones! Y para qué digo esa sopa de mierda que aquí llaman ‘la clase media’: esos están felices de que vuelva el orden, dispuestos a chuparle el pico a los milicos y a quien sea...”.

En otro diálogo memorable, el padre de “Jaime”, el alter ego de Varas, lo confronta ante la similitud de los militares y los adeptos del Partido Comunista, que no por nada se llaman “militantes” y que se lanzan al asalto del cielo galvanizados en la disciplina cuasi prusiana que requieren tan altos sueños.

De cualquier manera, la perplejidad que me agobia no es tan intensa.

Sospecho que una de los razones por las que nuestra “intelligentsia” ha mirado para el lado al publicarse este libro es que José Miguel Varas, acaso debido a una ética personal heredada en gran parte de ese “milico” viejo que se negó a reprimir a manifestantes en Concepción, o en virtud de esa “comunistancia” ―que rescata Pía Barros y que va mucho más allá de la obediencia religiosa y regimentada de las órdenes de partido―, no pertenece a ningún grupo de poder que lo promueva.

Según el poeta Germán Carrasco, autoexiliado en Argentina, hoy en Chile la plataforma de poder, a nivel cultural, más exitosa, la conforma el circuito eslabonado por el diario El Mercurio, el semanario The Clinic ―que aparentemente sería su contraparte― y el área de letras de la Universidad Diego Portales. Varas, que yo sepa, no es santo de la devoción de esta capilla triangular con gran poder mediático, y ello tal vez incida en que no sea entrevistado ni comentado con la frecuencia que lo son otros.

A la larga, lo cierto es que poco importa.

Reluctante como es a la vida social literaria y a los cócteles, José Miguel acaba de escribir una novela importante e imprescindible para nuestro país. En ella, se recoge, como en todos sus libros, el habla “chilensis”, a la que le ha prestado oídos como nadie, desde textos como “Chacón”, en los tempranos años 70, hasta ahora.

Por ello, su obra terminará por imponerse en el largo plazo a los berridos y berrinches de los “nuevos narradores chilenos”, que aunque tengan como agente a Carmen Balcells no le venden libros a nadie y son de principio a fin tan sólo un fraude.

José Miguel Varas, en cambio, ya está instalado, a mi juicio, en la posteridad. Y si bien no me atrevería a decir, como sostiene la contrapartada de su libro, en lo que se podría llamar un exceso de “merchandising”, que se trate de “la” novela del golpe, pienso que se acerca, como pocas, a la prometeica labor de dar una visión de conjunto de las condiciones que hicieron posible el golpe y el posterior terror institucionalizado en nuestro país.

Por eso es que lamento, desde el fondo del alma, que cierto seudoprogresismo nativo todavía no se haya dado cuenta de su inmenso tamaño como narrador.

Algo que algunos derechistas lúcidos como Gonzalo Vial no han pasado por alto, al encomiar, por ejemplo, sin retacear adjetivos laudatorios, obras suyas tan importantes como “La novela de Galvarino y Elena”. Donde se rescata a quienes nunca salieron en las fotos de la vida social de El Mercurio, pero forman parte por derecho propio, desde la marginalidad a las que los condenó el “establishment”, de la historia grande de este país.

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