Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Wednesday, October 22, 2008

“Ómnibus 174”: Noticias de una guerra cotidiana



Si ustedes creen, después de haber visto “Tropa de elite”, la celebrada película de José Padilha, que saben todo lo que hay que saber sobre la violencia social y de la calle en Brasil, les tengo malas noticias. Les falta ver un trabajo anterior de Padilha, el estremecedor documental “Ómnibus 174”, para tener una aproximación más cercana e informada a una problemática que tiene de cabeza a sociólogos, antropólogos y criminólogos, sin que hasta ahora ninguno dé en el clavo.

Aclamado, admirable, titánico… La crítica no retaceó elogios a la minuciosa y tensa reconstrucción de un incidente que conmovió a Río de Janeiro durante la tarde del 14 de junio de 2000. Ese día un joven delincuente, Sandro do Nascimento, sorprendido por la policía mientras asaltaba a los pasajeros de un bus urbano, tomó como rehenes a varios de ellos y se atrincheró en la máquina, amenazando con matarlos uno a uno.

Drogado hasta las orejas, el muchacho de 22 años se paseaba por el interior del bus con sus rehenes -la mayoría, mujeres-, tomadas por el cuello, en tanto las apuntaba con un revólver calibre 38 que blandía cerca de sus cabezas. Las primeras tomas empleadas por el documental fueron las registradas por una cámara que usualmente capta el tránsito carioca. Pero luego llegaron los equipos móviles de la televisión, ávidos de capturar este tétrico reality-show en vivo, con la calle como escenario.

La transmisión en directo de varios canales proveyó de imágenes a Padilha, que las fue uniendo con un sabio y progresivo sentido dramático, intercalándolas con los testimonios de algunas de las propias protagonistas del hecho. Como las ex rehenes, o personajes vinculados, de una a otra manera, a ese antihéroe que pasó de la invisibilidad toatal de ser un ex niño de la calle a estrella de un show macabro en horario prime.

En el curso de las dos horas que dura el filme, uno se entera que Sandro presenció, cuando era niño, cómo su madre fue apuñalada hasta morir -por otros tan o más desesperados que él mismo- para robarle unas pocas monedas. Que no conoció a su padre. Y que escapó del hogar –o, mejor dicho, de lo más parecido que tuvo a una familia-, la casa de una hermana de su madre, para convertirse en un “menino da rua”.

En la calle, aprendió todo lo que es necesario aprender para sobrevivir en un medio donde los débiles no tienen mucho espacio. Aprendió a oler pegamento, a robar para conseguir comida o abrigo, y a aspirar cocaína, cuando el dinero le alcanzó para vicios mayores.

Y sobrevivió, además, a la masacre de la Candelaria, cuando, en junio de 1993, 70 niños que dormían en las proximidades de una iglesia, fueron baleados por un grupo de exterminio de la policía militar de Río que mató a ocho de ellos y dejó decenas de heridos.

Así, Sandro se hizo grande, y fue a dar a un reformatorio, desde donde se escapó, como todo delincuente juvenil que se jacte de ser tal debe escaparse, completando de ese modo el periplo que lo preparó para ser la amenaza máxima de la sociedad brasileña, al menos por un día.

“Ómnibus 174” tiene la fuerza de un thriller y el poder premonitorio de una tragedia griega. Pasan los minutos y sabemos que nos aproximamos cada vez más al abismo, mientras una desordenada policía tiende un cerco amateur para alejar a los curiosos del teatro de operaciones, y el espectador puede percibir cómo el inevitable desenlace fatal se acerca.

Sandro, nervioso y sin salida, pide granadas y escopetas, no se sabe muy bien para qué. Un par de improvisados mediadores intenta calmarlo, en tanto un jefe policial da órdenes por medio de gesticulaciones y mímica a agentes que ni siquiera cuentan con equipos de comunicaciones adecuados. Un francotirador toma posición para cubrir el blanco, que se sigue desplazando por el bus, y a veces incluso se asoma a la ventana para increpar a los policías y a las cámaras, asegurándoles que ésta no es una pinche película y que pronto empezarán a ver correr sangre.

El morbo y la adrenalina se apoderan de la escena. Palabra nunca mejor empleada. Porque hay algo también de teatral en ese adolescente negro que amenaza con desatar un infierno, pero que dispara, cuando hay que disparar, al vacío y les dice a las secuestradas que griten e imploren por sus vidas para aumentar la neurosis en ascenso.

El final es la crónica de una muerte anunciada. Sandro desciende del bus con una de las rehenes, a la que sostiene por el cuello. Intenta dialogar con un mediador uniformado, pero otro policía, agazapado junto al vehículo, ve que ésta es su gran oportunidad y salta sobre el joven con su arma en ristre. Rambo esta vez no tiene suerte: en vez de dispararle al “malviviente”, le da un escopetazo a la rehén, que comienza a caer en cámara lenta, como la cuna del Acorazado Potemkin.

Claro que aquí no hay épica alguna. La secuencia de imágenes recobra, después del disparo, su movimiento normal, y se ve a una multitud que se abalanza sobre el secuestrador caído. La buena gente lo quiere linchar, pues piensa que fue él el que le disparó a la muchacha despavorida que bajó en su compañía desde el bus.

Cuento corto: la chica cae herida de muerte y Sandro es introducida a empellones en una ambulancia donde varios policías lo aplastan para inmovilizarlo. Sandro entra vivo a la ambulancia, pero llega muerto por asfixia al lugar hacia el que es trasladado.

Nada muy asombroso, en todo caso, en un país donde la violencia social extrema hace que muchos sectores miren con condescendencia a los temidos escuadrones de la muerte. Y existe hasta un género cinematográfico, la “favela movie”, con exponentes como “Ciudad de Dios”, que da cuenta de este sórdido submundo alimentado por la droga, la pobreza y el abandono.

Brasil, por cierto, es mucho más que esto. Es un país emergente, donde antes de que estallara la crisis de Wall Street muchos se atrevían a afirmar, con no poca razón, que “Dios es brasileño”, cuando el país recibía la triple A de las agencias calificadoras de riesgo, y se anunciaba el descubrimiento de petróleo y cómo millones de brasileños ascendían de los segmentos más bajos a la soñada clase media.

Pero no hay que olvidar que las desigualdades flagrantes siguen allí. Y eso es lo que documentales como “Ómnibus 174” hacen bien en recordar. Que hay una guerra allí afuera. Y que la crónica roja es, por desgracia, la única que trae noticias de ese conflicto tan particular y soterrado que sólo gana titulares de primera página cuando la truculencia y el horror exceden todos los límites.



*Pablo Correa S. es periodista. Columna publicada en el Diario Hispano-Chileno.

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Tuesday, October 14, 2008

Bororo en Brasilia



El pintor chileno Bororo exhibe actualmente en la galería de la Caixa Cultural de Brasília una exposición de algunos de sus trabajos más recientes, titulada "Pintura por metro".

La muestra fue abierta al público el 7 de octubre pasado y se exhibirá en la capital brasileña hasta el 9 de noviembre próximo.

Bororo viajó especialmente a la ciudad diseñada por Oscar Niemeyer y Lucio Costa para participar de su montaje e inauguración, y además ofreció una animada clínica para estudiantes de una escuela de Ceilandia -ciudad satélite del entorno brasiliense-, la cual es apadrinada por la Embajada de Chile en Brasil.

Lo que sigue son algunos párrafos marcados del discurso de salutación que acompañó la apertura de la muestra, donde se dieron cita connotados representantes del mundo de la cultura y el arte de Brasilia:

"Si uno pone la palabra Bororo en el buscador Google, puede llevarse más de una sorpresa.

La primera de ellas al descubrir que los bororo, también llamados wodaabe, son un grupo étnico de los pastores fulani, que viven en Nigeria y representan al 1,5 por ciento de la población de ese país.

Wikipedia nos enseña que el nivel de respeto de un bororo se basa en el número de cabezas de ganado que posee y que su religión es el Islam.

Otra página web, la de la Enciclopedia Encarta, recuerda que los bororó (con acento en la última sílaba) son un pueblo amerindio, originario de la zona sur del estado de Mato Grosso, en Brasil. Y que constituyeron una fuerza notable hasta que el progreso, según el concepto occidental del término, los fue arrinconando y debilitando.

Nuestro Bororo, el Bororo chileno, pertenece a otra tribu distinta a las mencionadas anteriormente. A la tribu universal de los artistas plásticos, cuyo idioma es la lengua, también universal, del arte y que se expresa fundamentalmente a través de formas y figuras.

El trabajo de Bororo, Carlos Maturana Piña, de acuerdo a su cédula de identidad, configura una obra que ha tenido múltiples reconocimientos a nivel nacional e internacional. Y no vale la pena demorarse demasiado en enumerarlos.

Baste decir que es una de las figuras emblemáticas de la generación de los 80, de la que forma parte junto a artistas de la talla de Samy Benmayor, Matìas Pinto D´ Aguiar e Ismael Frigerio, entre otros.


Estamos ahora aquí para ver y apreciar su ``Pintura por metro``, una exposición que se muestra por primera vez en Brasilia. La ciudad que será el escenario de su debut mundial. Lo que nos da la oportunidad única de admirar un sin fin de papel y algunas telas en las que nuestro artista ha volcado toda su creatividad y su pasiòn por el arte en un corpus fragmentado, pero a la vez de gran unidad conceptual.

``Su lenguaje pictórico –ha dicho de esta muestra la artista chilena Catalina Bauer, que lo ha asistido como co–curadora y esta tarde está también aquí con nosotros– es también, de alguna forma, el lenguaje del cuerpo que se agita y se desplaza entre el espacio del taller y el espacio de la tela o el papel, implementando para su trazo las herramientas más variadas. O, mejor dicho, pintando con lo que encuentre a su alcance en pos del “encuentro” con algo que lo sorprenda desde la pintura``.

Pero el arte, como sabemos, no es algo que deba ser explicado o juzgado. Sólo tiene que conmovernos, provocar un remezón en nuestra alma. Lo único prohibido, para él, es dejarnos fríos o indiferentes. Una sensación imposible cuando se está frente a creaciones como éstas, en las que están presentes todos aquellas visiones alucinantes de lo que nuestro gran poeta Nicanor Parra llamaría ``los vicios del mundo moderno``.

Detrás de estas imágenes está la guerra de Irak, la contingencia de la vida diaria en un mundo saturado de palabras e información, la crisis económica que amenaza todas las certezas. Late la pulsión de un artista que no se refugia en su taller como en un castillo dorado, sino que se contamina y se sumerge en todos los aspectos de la existencia cotidiana.

Detrás de su imagen lúdica, del trazo engañosamente infantil y por momentos casi parodiando al comic, hay un hombre que cree que el arte tiene una función social más allá del decorativismo o el mero goce estético de quien lo contempla.

Por último, sólo nos resta invitarlos a disfrutar esta muestra que refleja con fuerza algo de lo mejor del arte contemporáneo que se está haciendo hoy en Chile".

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