Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Wednesday, June 27, 2007

Memorias del Darno



“¿Sabes que acaso te está hablando un muerto?, eco callado soy que resucito (...) Voz que ya nadie dice, luz de un sol extinguido que aún galopa en el tiempo (...) Yo soy la realidad, sombras vosotros, que con ser sólo un aire estremecido, yo he de vivir aún más que quien me dijo”. (“Poema para ser grabado en un disco de fonógrafo”, E. González Lanuza).

A Eduardo Darnauchans.



Me cuentan, Darno amigo, que te has ido. Que has saludado al público y has hecho mutis por el foro. Y que a esta hora andarás, seguramente, revoloteando por los campos del Arnau, con tu figura de trovador antiguo. De muchacho tímido y salvaje que cantaba empinándose sobre la punta de los pies, como si acaso estuvieras rezando y fueras sacudido por ese misterioso temblor de quien convoca algo sagrado con su canto.

Dicen que ya no eras el mismo al que conocí en La Plata, en Argentina, a mediados de 1974. Y, claro, cómo serlo o haber quedado indemne y sin cicatrices o heridas a la vista cuando la historia nos pasó por encima como un inmenso camión con acoplado. Y quedamos a la vera del camino como precoces víctimas de un naufragio que, por cierto, no perdonó a nadie.

Me cuentan, además, que tenías el rostro abotagado cuando diste las hurras y te retiraste a los aposentos mortuorios con los que tantas veces habías fantaseado en canciones en las que anticipabas el día en que ya “sin pituitarias, sin ojos” pusieran sobre ti una fría lápida (“y vendrán las flores y vendrán las flores y vendrán las flores...”).

El rostro tumefacto, propio de un veterano boxeador que lleva escrito en su cara un historial de algunos triunfos por nocaut y muchas caídas sobre la lona, mientras en tu rincón no hay nadie que arroje la toalla o cubra los moretones con vaselina para que los golpes resbalen. O, al menos, no sean tan impiadosos y a mansalva.

Me dicen que te escondías tras unas gafas negras, como un viejo roquero que oculta sus excesos. Que ya no aclarabas tu voz con agua sino con whisky. Que suspendiste un concierto que significaba tu regreso a los escenarios después de un largo paréntesis. Y que vivías en un sanatorio en el cual te jactabas de ser el único paciente menor de 80 años.

Dicen también que dos semanas antes de tu partida, tu última mujer, Patricia, tomó pasaje de ida hacia el Leteo. Y que la noche en que tu corazón dijo basta, hasta-aquí-no-más-llegamos, le advertiste a la enfermera que velaba tu sueño que no se sorprendiera si te veía soltar algunos lagrimones pues ibas a leer a Shakespeare.

Dicen, en fin, amigo mío, que te fuiste a las aguas de la laguna Estigia, en el viaje del que no se regresa, con la dignidad de quien se definía, no sin cierto sarcasmo, como una “mezcla de católico-jesuita con bolchevique del año 17, socialista del 4 y zen de acá nomás...”.

Que fuiste enterrado entre aplausos y los sones de tu venerado Dylan. Y que te despidió Yamandú Palacios, aquel de “Los boliches” (“la soledad, con el alcohol, deja un gorrión que por el aire del alma se va...”), a la vez que alguien envolvía tu féretro con “la bandera de tus convicciones”. Y una muchacha, de nombre Cecilia, dejaba un clavel rojo en honor a la canción que, en otro tiempo y en otra vida, le dedicaste a otra Cecilia a la que amaste.

Fue en ese otro tiempo y en esa otra vida donde nuestros caminos se toparon. Veníamos de una derrota brutal que nos dejó sin brújula ni timón, desarbolados, en medio de la tormenta más feroz. Y el pronóstico del tiempo, sin duda, no era nada favorable.

Yo había llegado a La Plata, junto a mi prima América, buscando refugio ante la inclemencia, y en esa tarea de recomponer los pedacitos de los sueños que logramos poner a salvo de la catástrofe, nos fuimos juntando con otros sobrevivientes como nosotros.

A la primera que América conoció fue a Maribel. María Isabel Navarrete Morales era del sur de Chile, de Chillán, estudió en Concepción, hasta el golpe del 11 de septiembre y desapareció en La Plata el 17 de mayo de 1977, según consta en un auto presentado por el juez Baltazar Garzón para conseguir la extradición de Pinochet.

Tenía 24 años cuando fue secuestrada en la vía pública y no se registra su paso por ningún centro de detención. Maribel era morena, usaba el cabello largo y el rasgo suyo que más tengo presente son unos enormes ojos color café llenos de vivacidad.

No merecía (nadie la merecía, en verdad) la horrorosa muerte que presumo tuvo. Y el único “delito” que, en rigor, le conozco es haber militado en el centro de estudiantes de Medicina, proscrito tras el golpe de estado de Videla, en marzo de 1976.

Pero estábamos aún en 1974, y pese a que los perros de la muerte ya andaban sueltos, anticipando lo que vendría, existía una precaria institucionalidad de la cual nos asíamos con dientes y muelas para escapar al vendaval que azotaba a los países vecinos.

Lo cierto es que América conoció a Maribel y luego a Beatriz, compañeras de facultad y de militancia, y alquilaron un departamento en Diagonal 80, cerca de la estación de trenes del Ferrocarril Roca. Y una de ellas conoció a este grupo de uruguayos que, como almas perdidas en la tormenta, había ido a dar a la ciudad de los diagonales.

Y así las tres estudiantes de Medicina se hicieron yuntas de la bandita formada por dos estudiantes de Agronomía, el Vasco Jorajuría y el “Capi” (nunca supe su nombre), además de Dardo Banchero, quien terminó siendo el esposo de mi prima.

El Vasco y Dardo eran de Carmelo, en el departamento de Colonia. Y ahí es donde entras de nuevo, vos, querido Darno, que con tu estirpe bolche —la cual no sé si provenía de Minas de Corrales o Tacuarembó, los lugares de tu infancia—, caíste de rebote en esa cofradía que estrechó sus lazos en Montevideo en tiempos de rigor y persecución.

Todos para uno y uno para todos, fue la consigna de esta hermandad a la que te uniste como un joven D’Artagnan, precedido por tu fama de músico precoz y talentoso, que grabó su primer disco, “Canción de muchacho”, cuando sólo tenías 18 años. Eras un pobre gurí venido del interior “sin parientes importantes y sin dinero en el banco”, que dio su primer recital en el teatro Stella D'Italia, concitando la atención del personal.

A partir de ahí (o un poco antes, para ser más exactos), fuiste adoptado por “el Bocha” Benavides, un poeta de rara y exquisita sensibilidad que hace que tú, un Rimbaud provinciano y desnutrido — “soy de una generación hambrienta, desprovista”, cantarías después, repitiendo los versos de Eduardo Milán— casara a los Beatles y a los Stones con el Siglo de Oro español y hasta los modernistas de Darío.

Y así, todo mezclado (la música medieval con Caetano, los Moody Blues con Donovan o Antoine), va aflorando tu voz de juglar inspirado en los trovadores provenzales. Hasta que cae la noche. Y el cantor debe partir con su música a otra parte, en medio del desbande general ocasionado por el derrumbe de la democracia.

A Dardo lo detienen en Carmelo, y después de bancarse dentro de la cárcel una hepatitis y el tratamiento clásico, rompe su libertad bajo palabra, con firma semanal en el cuartel, para cruzar el “charco”. Un tupa lo deja en su bote en una isla del Tigre, tras el furtivo cruce nocturno del río color de león, y de ahí se dirige a Buenos Aires.

Vos te debes acordar, amigo del alma, te encuentres donde te encuentres, en Sirio o en Ganímedes, cómo quedó luego de su paso por las mazmorras de Bordaberry y el Estado Mayor Conjunto. Si bien siempre fue flaco, parecía un fantasma de sí mismo y la bilirrubina le asomaba por todos los poros.

El “Capi” y el Vasco, por su parte, saltan el cerco, y todos se reúnen en La Plata, donde alquilan una casa en la zona de Berisso, que fue donde te vi por vez primera en un asado en el que hubo muy poca carne para mi hambre rabelesiano de aquel entonces, pero no escaseó el vino y menos la música.

Incluso hay fotos que recuerdan el evento. Una mesa tendida en la galería de una casona de muros amarillos, en mitad de un descampado. Y alrededor de ella, una pandilla de muchachos, ninguno de los cuales superaba por mucho los veinte años, que confiaba sortear las adversidades de la hora y construir un mundo más justo y solidario.



Recuerdo, Darno, que aquel día llegaste de la mano de Cecilia Breyer, la noviecita más reciente que te habías agenciado en la periferia de la Hebraica y la Fede de Buenos Aires. Porque, eso sí, nunca te faltaron, orbitando en torno tuyo, las mujeres con vocación de Florence Nightingale o musa inspiradora (o ambas a la vez).

Cecilia era una belleza judía, de ubérrimas formas y pelo castaño claro, cuya sonrisa esplendente, combinada con unos ojos celestes, envueltos en largas y sedosas pestañas, subyugaba a los que se pusieran a su alcance. Pero aunque mi hambre no era sólo de comida sino universal e inagotable, no estaba enfocado en ella en ese instante sino en Ana, una estudiante de primer año de Medicina, que jamás me dio bolilla.

El caso es que cantamos, comimos y bebimos como cosacos, con la desesperación de quien se aferra a un espacio de relajo en una larga marcha cargada de acechanzas. Hay otra instantánea de ese asado que guardo en algún lado: un flaco desgreñado e imberbe (o sea, yo, este humilde servidor) maltratando con entusiasmo una guitarra.

La foto está movida y el contraluz la hace más titubeante, pero cantaba —lo recuerdo con absoluta claridad—, “Muchacha ojos de papel”, de Luis Alberto Spinetta, para un audiencia que aguardaba con ansias el plato de fondo: el Darno y su voz cálida y dulce, llena de modulaciones inesperadas, mientras se ovillaba sobre la viola y todo su cuerpo acompañaba con unción los sonidos que brotaban de las cuerdas.

Era la magia, la magia interminable de un momento sacramental y único. Y tú que desgranabas un río de canciones.

Desde la “Milonga de Manuel Flores”, de Borges, hasta la “Canción de muchacho”, que dio título al álbum, donde luces una barba cuáquera de adolescente al que no le acaba de crecer el bigote (“El mundo de los mayores es una foto amarilla... Prosperamos con la guerra, muertos de Corea o Europa. Qué nos dicen los ministros, los señores de la prosa, dirán que los altos fines exigen fosas bien hondas...”).

Pero hay que salir, coraje, porque afuera está la vida”, rematabas. Y seguías con “Alicia maravilla” o “Baladetta”, de Víctor Cunha. Para continuar con la “Canción por la España obrera”, de Liber Falco (“en la noche, negra noche, los fusiles proletarios; cada fusil un candil que empuja la noche afuera...”).

Y terminar con “Los ojos”, de don Antonio Machado (“Te quiero más que a mis ojos, más que a mis ojos te quiero, y si me sacan los ojos, te miro por los agujeros... Y si me sacan el sol, que enseñorea mi pecho, arrancándolo de cuajo, metiendo la mano adentro, yo me haré el desentendido... No nací para el silencio”.

De seguro que no naciste para el silencio, compañero del sol y la palabra, aunque la vida te llevó a sitios extraños. Años más tarde, le contaste a Martín Pérez, periodista de Radar, en la que acaso fue tu última entrevista, por qué a comienzos de los ’90 dejaste de grabar discos y te encerraste en prematuros cuarteles de invierno.

“Me agarró una especie de terror al estudio de grabación, al que me gusta llamar la caverna lunar. Porque no es como el escenario: no estás rodeado de gente y no hay luces... Después de la prohibición se me hizo cada vez más difícil entrar al estudio, me agarró una especie de rechazo”.

Fin del flashback al revés, aunque no hemos hablado todavía de “la prohibición” y de cómo eso te fue pegando abajo. Volvamos a 1974, a una tarde de risas y canciones, en la mítica casa de Berisso.

El gordo Víctor, que despuntaba como poeta, se quedó en Uruguay. Y Milán intuyó que el clima local no propiciaba el reposado estudio de las letras en Humanidades de La Plata, donde tú y él se habían inscrito, y regresó, silbando bajito, a Montevideo, y de allí partió a México, donde llegaría a ser un aventajado discípulo de Octavio Paz.

La única huella palpable de su presencia en Berisso (además de un par de libros olvidados en el fragor de su precipitado viaje), era la triste anécdota del ahorcamiento de un gato al que había prohijado. Tal vez como una extensión del fervor que suscitaba en él en aquellos días la poesía anglosajona, con marcada predilección por T.S. Eliot, además de Ezra Pound, su indiscutido autor de cabecera.

El felino en cuestión tenía la costumbre de asaltar la despensa, y un día le arruinó al Vasco, que ejercía como cocinero, un plato que le demandó grandes esfuerzos, por lo cual, movido por su furia, procedió a estrangularlo y colgarlo en el patio del fondo de la casa. Milán se volvió loco con esta pérdida y el Vasco jamás confesó su crimen, aunque todas las sospechas apuntaran en su dirección.

Culmino la digresión y vuelvo a ti, Darno, y a esta suerte de estela funeraria. Cecilia, qué duda cabe, no fue una más en tu vida. No por nada incluiste en “Sansueña” (1979) —algunos dicen tu mejor trabajo (aunque yo creo que “El ángel azul”, que fue tu canto del cisne, tiene poco que envidiarle)—, las “Memorias de Cecilia”.

Te he visto llorando en la sombra, llorabas por mí... Yo fui quien ofendió tu imagen, Cecilia, fundada en la mañana mejor. Tuyo es el canto y el árbol, la flor y el amor. Mía es la ciénaga, el páramo, el risco, el dolor, así el amor...”, decías, en ese tango disfrazado de blues, que quedó registrado en una placa editada por Sondor.

Cecilia, al final, te dejó por Bismarck, otro uruguayo trashumante que llegó a la Argentina corrido por los militares. Pero siguió ligada a ti por lazos que van más allá de una cohabitación más o menos frustrada.

De hecho, cuando se ganó el Prode o algo así en Buenos Aires, lo primero que hizo fue viajar a Montevideo, hospedarse en el Victoria Plaza, y compartir contigo y otros amigos parte de la módica fortuna que le deparó el juego. Y puede que sea sólo parte de tu leyenda, pero hay quien jura que Cecilia asistió, al igual que Chichila, otra de tus mujeres-enfermeras, a tu boda con Patricia, y que juntas festejaron tus nupcias.



Hablemos ahora, Darno, de “la prohibición”. Cito fragmentos de la entrevista de Radar, que es, a mi juicio, la mejor necrológica que se te haya escrito. Y que da cuenta de cómo tu muerte no se debió en exclusiva a “causas naturales”:

“A mediados de los años setenta, después de haber grabado su segundo disco, Las quemas (1974), Darnauchans empezó una etapa oscura, en la que pasó por varios tratamientos psiquiátricos. ‘Me hicieron unos cuantos electroshocks, eso no es nada dramático’... ‘Te hace perder los recuerdos que no querés perder y no te hace olvidar esas cosas que sí querés olvidar. Sobre todo, te jode mucho, te duele hasta el apellido’.

“Cuando salió de ese período de depresión, llegó Sansueña. Y después la prohibición —y la confiscación de su pasaporte— por comunista (‘por un acto tan democrático como haber sido fiscal en las elecciones’, se indignaba), que duró hasta el fin de la dictadura. ‘Nunca me pude recuperar de eso’, aseguraba”.

La prohibición de tocar en conciertos en vivo fue un golpe demoledor que te dio en la “masmédula”, como diría Girondo. Y si bien tus canciones sonaban en las radios, eras un muerto civil, privado de los medios de ganarte la vida con tu oficio. “Me prohibieron en mi plenitud, el 29 de mayo de 1979”, precisaba. “Me acuerdo del día exacto que sucedió, porque fue un día antes de la muerte de mi padre”.

“El día que pasé los 40 años en lo único que pensé era en que le había ganado a Lennon. ‘No puede ser’, me dije. ‘Qué derecho tengo yo a tener más tiempo en este mundo que él.’ Después, a los 42, le había ganado a Presley. Yo siempre conté los años así. Por eso ahora que cumplí 53, pienso en llegar a los 55, que fue la edad que tenía mi padre cuando falleció”.

Pretendías llegar a los 55, desde “un oscuro departamento” en el que una videocasetera descompuesta juntaba polvo en un rincón. Ya se sabe: los “estetas decadentes” son ineptos para arreglar cualquier cosa, y tú eras un dandy a tiempo completo al que le daba lo mismo su inutilidad. Aun si ello te privaba de ver una vez más “Don’t look back”, el documental de Dylan, al que teloneaste en El Cilindro.

A esta altura, poco más me resta por decirte. Tengo cerca del computador donde escribo esta carta, una copia del vinilo de Sansueña dedicado a unos amigos porteños, a los que el disco nunca les llegó.

Contemplo la carátula, del aduanero Rousseau, y al reverso, la dedicatoria: “A Fyma, Jaco, Itke, Laura y Daniel, estas canciones de locura, amor, muerte, de vida al fin. Siempre recordándolos y queriéndolos y siempre en deuda”, con tu firma al lado de una foto en la que apareces con la mirada perdida (fue el año de la maldita prohibición) y un mostacho, más bien ralo, que reemplazó a tu barba de peregrino del Mayflower.

Ahora, cuando escucho por enésima vez “El ángel azul” (“Amo a la heroína de un filme que no vi, por oscuros cines la busco sin fin... por la cartelera la busco febril, eres puro sueño o el ángel azul, eres, como todos, de tierra común...”), pienso que una buena forma de cerrar estas líneas es recordarte, como querías, tu “mejor vez”.

Y viene a mi memoria una cena en la casa de la plaza Paso, sentados en torno a un catre que usamos a modo de mesa: América, Dardo, Alba, y por supuesto, tú y Maribel, que se nos adelantaron por distintos atajos. Todos mirando a la cámara de Milton (otro que ya partió): jóvenes, bellos e inmortales. Y hasta sonrientes, si cabe, en medio del tiempo de los asesinos, haciéndole un corte de manga a los verdugos.

Pero, ¿para qué, hermano mío, me pregunto, decir yo lo que tú ya dijiste mejor y con más arte? Repaso la cueca que le escribiste a Víctor Jara (“juglar del pueblo chileno y de la patria araucana. Era tu voz una plaza con resonancias obreras, oigo ‘Te recuerdo Amanda’... Un canto de fe y de pueblo, de sangre caupolicana, sangre que se abrió en tu boca como una amapola blanca...”).

Y salto al track 13, el de la “Sonatina”, un manifiesto generacional que me hace estremecer hasta los tuétanos: “He cantado tanta muerte y muertos de mi costado, y a manera de inventario, trescientas cruces de palo. Expulsé los desamores, el olvido y otras dudas. Y con lámparas heladas he desmembrado la luna. Pero también fui testigo del horror de mis hermanos. De mi juventud herida en tiempo de los tiranos...

Tiranos y dictadores, doctores de la picana, maestros de las dolores, no tendrán nunca un mañana... Humillados y ofendidos, ya vamos por nuestro día. Je me souviens. Yo me acuerdo. Cómo olvidar los rituales, los puntapiés, los insultos, mis queridos oficiales. Porque ningún general de cívicos militares será recordado nunca, sólo desprecio y vinagre...

Je me souviens. Yo me acuerdo... Me acuerdo cuando trabajabas en la fábrica de cartuchos Orbea, en Florencio Varela, y leías el “Adán Buenosayres” de Marechal, camino a la planta en la que tu alma de poeta se chamuscaba. Me acuerdo que tenías una hermana, Sinasina, que se mató unos meses antes de que a ti te derribara el infarto.

Y me acuerdo de haberte acompañado a comer una pizza de muzzarella con morrones y vino moscato en Las Espigas, abajo del apartamento en que vivían América y Dardo, y haber charlado de la vida y la poesía, que para ti eran una sola e indivisible cosa, a la par que dabas cuenta de una sopa inglesa remojada en cognac.

Je me souviens. Yo me acuerdo... Me acuerdo, claro, del amargo día en que leí la noticia de tu muerte, redactada en el frío lenguaje de los cables: “...el músico y compositor Eduardo Darnauchans, una de las grandes figuras de la música popular uruguaya, falleció en Montevideo a los 53 años por una insuficiencia cardíaca, en medio de una deteriorada salud y fuertes angustias económicas”.

Desconsolados. Así quedamos. Recordando las letras que hasta hoy giran y giran en nuestra cabeza, como el disco rayado que un borracho se empeña en repetir en un wurlitzer, aun cuando le bajen con estruendo la cortina del bar, invitándole a irse (“Yo voy con el leproso, el leporino, el castrado, el azul...”).

Y me digo a mí mismo: ¿qué te vas a haber muerto? Andarás en Sansueña, llevando en la garganta cien años de voces (“cuando me vean pasar, no me dejen ir, pídanme que cante...”). O en el Ford T de tu padre (“yo le debía una canción, doctor, guárdela dentro de su maletín...”), recorriendo caminos vecinales (“no vas por un negocio, va un viejo estetoscopio, a auscultar, a auscultar, a auscultar...”).

Qué te vas a haber muerto... Andarás por los campos del Arnau, espantando al espanto. O tocando una polca de Rivera. Porque si de algo estoy seguro, hermano y compañero, es que de alguna forma te las vas a rebuscar para triunfar sobre el silencio al que te quisieron condenar los censores.

“¿Qué te vas a haber muerto? Es de mentira, es un juego, una broma, es un cuento más. Aparecerás saltando el muro con la gorra ladeada y un bigotín, y sacarás la gorra y ladearás la cabeza. Y dirás: Lo que queda demostrado, lo que queda demostrado, totalmente demostrado, finalmente demostrado...

Acaso serás payaso en un circo de tercera o acomodador, lector de radioteatro muriéndote de risa al fin del parlamento. O simplemente estés mamándote, dulce y eternamente, como debe ser... Donde quiera que estés, porque sé que estás, llegate una noche un para siempre y terminando el cuento bailarás un tango y un minué.

Y ahora digo yo: Lo que queda demostrado...” (repite el estribillo. Luces y aplausos).


*Carlos Monge Arístegui, el autor de este texto, es escritor y periodista (cma2004@vtr.net).

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Tuesday, June 12, 2007

El durmiente polaco


La sobredosis de información le juega malas pasadas a cualquiera. Por eso hay días en los que, les juro, no entiendo nada de nada de lo que pasa a mi alrededor. Y me encomiendo a Nuestra Señora de la Inmaculada Confusión para que ponga algo de lucidez en mi cabeza.

Confuso y desorientado como estoy, recibo mensajes en sueños que, sin duda, provienen desde esferas sobrenaturales que tienen buenos enchufes con el Altísimo. Pero hay un problema que, ¡vaya!, no es menor. Estos mensajes están escritos o al menos yo los escucho en polaco, lengua que se me da tan poco como el ruso, el sánscrito o el urdu.

O sea, que sigo a fojas cero, esperando una revelación que tarda en venir y que seguramente no llegará nunca.

Estoy, si me permiten la comparación, como Jan Grzebski, el ferroviario nativo de la región de Dzialdowo, al norte de Polonia, que despertó de un estado de coma que le duró 19 años, para descubrir que el comunismo como sistema de gobierno había pasado a la historia en Europa Central y del Este.

Y se convirtió en protagonista de un caso que para la prensa mundial pasó a hacer una emulación tardía de la película “Goodbye Lenin” (Wolfgang Becker, 2003), por aquello de que la realidad imita en algunos casos a la ficción.

El filme de marras, como se recordará, narra la historia de una mujer que sufre un colapso y cae en un estado de postración antes del derrumbe del muro de Berlín, en noviembre de 1989.

La mujer, ya algo anciana, es una honesta y férrea defensora de la causa del “primer estado alemán de obreros y campesinos” (es decir, de la extinta RDA, para usar la definición que se empleaba en esa Alemania para diferenciarla de la occidental y cristiana aliada a la OTAN).

Por tal motivo, su hijo, que estima que ella no podrá sobreponerse al súbito cambio de folio que le ha propuesto la historia, decide recurrir a la artimaña de recrear un entorno cerrado donde la República Democrática Alemana sigue en pie, para rodear a su querida madre de un ambiente protector que le permita continuar aferrada a las adhesiones que han dado sentido a su vida.

Para eso, con no poco trabajo, le consigue los alimentos en conserva que consumían los “ossies”, antiguos habitantes de la Alemania oriental en la era de Honecker, y produce en un improvisado estudio casero, con la ayuda de un amigo, noticieros televisivos en los que se habla de los triunfos cotidianos del “socialismo realmente existente” en su lucha ideológica con el capitalismo, en el marco de la Guerra Fría.

Es más, hasta reproduce los bocinazos de los viejos y queridos Trabant (los modestos autitos del pueblo en la difunta RDA) para que mamá se sienta como en los tiempos de Walter Ulbricht, sin nada que extrañar.

Volviendo a Grzebski, habría que decir que éste fue víctima de un accidente laboral cuando acoplaba dos vagones de un tren. Al recibir un contundente golpe en la cabeza, desarrolló un tumor cerebral y poco a poco perdió el habla y la capacidad de mover sus miembros.

Tras un largo peregrinaje de un hospital a otro, su mujer, Gertruda, decidió llevárselo a su casa y ocuparse personalmente de él.

“El año pasado –señala el diario Clarín de Buenos Aires- fue hospitalizado nuevamente y sometido a otra reeducación, a la que el hombre comenzó a reaccionar favorablemente. De hecho, ‘Truda’ –como él llamaba a su mujer de forma cariñosa– fue la primera palabra que pronunció Jan al despertar”.

“El hombre, de 65 años –añade el matutino-, confirmó en una de sus entrevistas que siempre estuvo consciente: ‘Escuchaba todo lo que sucedía a mi alrededor, comprendía todo pero no podía decir ni una palabra –explicó– Estaba como una planta. Fue terrible no poder comunicar’”.

Un funcionario oficial actuó de aguafiestas al señalar que no hay evidencia empírica de que el cuadro que afectó a Grzebski sea un estado de coma puro y duro.

¿La razón? Grzebski padeció afasia y estuvo paralizado durante casi dos décadas, sin embargo, mantuvo sus funciones vitales de base y no estuvo alimentado de manera artificial ni conectado a un aparato respiratorio, como es el caso de los enfermos que sí están en coma, informó Hubert Kwiecinski, experto del ministerio de Salud, con sede en Varsovia.

Como sea, el durmiente polaco no sale de su asombro en su humilde departamento de un ambiente de Dzialdowo al comprobar los copernicanos cambios registrados (para seguir en la onda polaca) desde ayer a hoy

“No hay filas –declara-, se puede comprar todo y tanto como uno quiere, no se necesitan tickets de racionamiento... El único problema –añade, sentencioso- es que hay que tener dinero”. Por eso es que ha decidido entrar con el pie derecho al libre mercado y le ha empezado a cobrar a los periodistas un estipendio o propina por las molestias que se da al responder sus preguntas.

De este modo, Grzebski se ha convertido, sin que él aún lo sepa, en un adepto más al confusionismo (con “s” y no con “c” intermedia, para no confundirlo con la doctrina del sabio chino Kongzi, literalmente "Maestro Kong", 551 adC - 479 adC).

El confusionismo es, según un amigo de un amigo, el arquitecto chileno Ramón Arriagada, al que conocí en París hace poco más de un año, la ideología que se basa en sembrar la confusión a diestra y siniestra. Único norte posible, a su juicio, para las almas concientes y tiernas tras la implosión del mundo bipolar y el fin de la confrontación Este-Oeste.

Lo cierto es que, independientemente de cualquier propósito, el confusionismo gana terreno.

Y a las pruebas me remito: el sitio web español menéame.net da cuenta que Cristina López Schlichting, periodista de la catoliquísima cadena de radioemisoras COPE, insinúa que el piloto polaco Robert Kubica pudo salvarse el domingo pasado de un terrible accidente en la Fórmula 1 por la intercesión de Juan Pablo II, cuyo nombre lleva en el casco. En efecto, el hombre portaba en su protector craneano una calcomanía donde dice “Jan Pawel II”. ¡Un milagro, qué duda cabe, a prueba de incrédulos!

Menéame, donde los lectores hacen subir sus notas favoritas a fuerza de cliqueos, también revela que “el presidente de EEUU, George W. Bush, perdió su reloj mientras estrechaba las manos y repartía besos a los habitantes de Fushe Kruje, la última parada de su visita este domingo a Albania”. ¡Quién lo diría, el vigía de Occidente, víctima de un descuidista en las tierras de Enver Hoxha, el último mandatario estalinista del planeta!

Y termino con otra de esas noticias para no creer, esta vez acaecida mucho más cerca, en el Chile del Transantiago y Michelle Bachelet: un abogado socialista defiende ante los estrados a Edgardo Bathich, primo de Monser Al Kassar, el presunto traficante de armas árabe detenido recientemente en España luego de caer en un trampa que le tendió la DEA al interesarlo en una presunta (y reitero el adjetivo) venta de armas para las FARC.

Bathich, chileno de origen sirio, tiene amistades en la UDI (según el diario La Nación) y las tuvo en la DINA –Armando Fernández Larios, ex agente de la Dirección de Inteligencia Nacional, durante la dictadura de Augusto Pinochet- (según la revista El Periodista). Pero, sobre todo, fue gran amigo, casi compadre y socio, según fuentes bien informadas, de Marco Antonio Pinochet, cuando éste era un joven algo alocado que se dedicaba a la noche y a la diversión sin límites.

¿Difícil de entender? No tanto como este mundo nuevo al que se ha asomado Grzebski, en el cual la CIA, de acuerdo a lo informado por Le Monde o la BBC, mantiene cárceles secretas en Polonia (otra vez Polonia...) y Rumania, antiguos adherentes al Pacto de Varsovia; Lech Walesa cobra pensión como Presidente de los polacos y el Papa Wojtyla está ad portas de convertirse en santo en un proceso de “beatificación express” que ha batido todos los récords en la materia.

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Saturday, June 02, 2007

El gas y la señora Juanita

De un día para otro, todo se ha gasificado, por más que el ex Presidente Ricardo Lagos diga, desde Buenos Aires, que no hay que gasificar las relaciones entre Chile y Argentina.

Es que hacer depender los vínculos de dos países que comparten una larga frontera de más de cinco mil kilómetros de la provisión de un fluido volátil por naturaleza parece, sin duda, algo demasiado extremo y peligroso.

Sin embargo, a eso hemos llegado por imprevisión, falta de visión estratégica o, peor aún, porque los negocios de algunos privados determinaron que se hiciera tabla rasa con los mínimos recaudos que se deben adoptar cuando se toman decisiones que afectan la vida cotidiana de millones de personas.

Recuerdo, como si fuera ayer, cuando a mediados de los 90 se suscribió el protocolo gasífero entre los gobiernos de Chile y Argentina, y la empresa Metrogas, con la ayuda de agencias que se dedican al lobby, empezó a convencernos a todos de que se iniciaba una época de auge y esplendor con energía limpia y barata a raudales.

El cielo de Santiago volvería a ser celeste al limpiarse del molesto y venenoso esmog, y todos estaríamos calentitos y dichosos por los siglos de los siglos. Y después que se acabó la oposición de la familia Astorga para que el gasoducto pasara por la Cascada de las Ánimas, en el Cajón del Maipo, ya no hubo aguafiestas que arruinaran el negocio en ciernes.

El optimismo histórico de los libremercadistas a ultranza, como todos los fundamentalismos, no admite disensos, por lo cual quienes expresaron dudas ante el convenio fueron calificados, a su turno, de retrógrados y agoreros trasnochados que sólo querían escupir el asado.

Sin embargo, yo, que a esta altura del partido soy un poquito más desconfiado que la media por aquello de que el diablo sabe más por viejo que por diablo, no me quise plegar al cambio sin dejarme una cartita bajo la manga.

Por ello, junto con conectar mi modesta morada a la red de gas natural, decidí conservar los viejos balones de gas licuado que tantas satisfacciones me habían dado, aunque fuera a modo de reliquias de la era cuaternaria en que los santiaguinos se calefaccionaban en base a estos serviciales tubos. O, en su defecto, a la humilde estufita de parafina, esa que nunca fallaba, ojalá con hojitas de eucaliptus hervidas en agua caliente para despedir olor a hogar confortable y acogedor.

Creo que no estuve errado. Sobre todo si se considera que cada día vivimos en el suspenso y la incertidumbre de saber cuál es la sensación térmica en Buenos Aires y en las provincias aledañas, minuto a minuto. Materia de la cual depende, en definitiva, si quienes manejan la llave del gas la van a abrir o no del otro lado de la cordillera.

Ahora bien, que falta gas en la Argentina, eso no hay quien lo discuta... De hecho, hace unos días, sin ir más lejos, veía en la televisión trasandina a unos taxistas alegando porque las estaciones de servicio no les vendían más gas natural comprimido, que es el que utilizan muchos de sus vehículos, y protestando, en consecuencia, porque esto les iba a hacer perder dinero.

En otro noticiero, vi a un “hombre ancla” comentar un mail donde un televidente indignado se preguntaba por qué razón había que pasarles parte del poco gas del que disponen a los chilenos, que no les tienen, a su juicio, ninguna simpatía.

El periodista explicaba, entonces, que el traspaso de gas natural con destino exclusivamente al uso domiciliario chileno representa apenas el uno por ciento de la extracción total de gas argentino, y era una suerte de “premio de consuelo”, considerando que Argentina había vulnerado todos y cada uno de los contratos suscritos con Chile. Sin que éste, por otro lado, reclamara formalmente, ya que esto podría significar el corte del delgado hilo de gas que todavía fluye a través de los Andes.

En nuestro país, por su parte, ciertos nacionalistas a la violeta también expresan su furor por la pasividad con que la Cancillería estaría reaccionando frente a las “afrentas”de Kirchner.

La pregunta es qué se puede hacer, en concreto, más allá de la verborragia patriótica tan poco conducente y eficaz al fin y al cabo. ¿Boicotear a la carne argentina? ¿Descubrir un súbito brote de fiebre aftosa? ¿Iniciar una guerra comercial? ¿Privarnos de viajar con fines turísticos a Buenos Aires o a Mendoza para que sientan en el bolsillo los efectos de su actitud tan escasamente hermanable? ¿Traer gas en barco desde Malasia con carácter de urgencia? La verdad es que no se ven alternativas viables al alcance de la mano.

No soy especialista energético, ni lo quiero ser, porque lo cierto es que este negocio, al igual que el de la defensa, se ha transformado en un campo apto para la depredación de parte de “expertos” que generalmente responden a intereses y grupos de presión bien concretos.

Sólo sé lo obvio: que en Argentina las empresas que tomaron el control del área no invirtieron a tiempo en nuevas prospecciones ni perforaciones porque los precios fijados por el gobierno para el consumo interno los “desincentivaban” para hacerlo.

Que el gobierno de Menem privatizó en 1992 (y esto pocas veces se dice en Chile) la empresa Gas del Estado mediante la ley 24.076 que, entre otras cosas, prohíbe taxativamente la exportación de gas natural mientras el mercado interno se encuentre insatisfecho, por lo cual los acuerdos con Chile se gestaron sobre una base viciada.

Y que en Chile se prefirió mirar para el lado ante detalles tan molestos como estos, pues el gas natural barato garantizaba aminorar los costos logísticos del crecimiento económico, que en ese momento se avizoraba ascendente a velocidad de crucero y sin mayores problemas a la vista.

Así llegamos a lo que hemos llegado, danzando en medio de todo esto el minué grotesco de que los bolivianos le mandaban gas a Argentina –para colmo, a “precio solidario”– bajo promesa de que “ni una sola molécula” de ese gas pasaría a Chile, y los argentinos la redireccionaban luego hacia nuestro país, pues, como se sabe, cuando el fluido se pone en el gasoducto ya no se puede controlar su destino final.

Pero no quiero terminar esta columna sin propuestas concretas. Propongo que los nacionalistas más recalcitrantes boicoteen el gas natural argentino duchándose desde hoy mismo con agua fría, lo que, sin duda, fortalecerá su carácter y su espíritu guerrero.

Y, además, que calienten sus hogares con la leña exclusivamente de especies nativas, pues, según me dicen, el propano que se utilizará como sustituto del gas natural, en caso de la catastrófica emergencia de gas natural cero, sólo sirve para las cocinas y los califonts, y en ningún caso para las estufas.

Mientras tanto, para los más sensatos, creo que ya es hora de ir pensando en serio, y no motivados por intereses coyunturales o de cortísimo plazo, lo que es la integración. Y eso significa, en primer lugar, aceptar que tenemos problemas comunes que resolver en conjunto. Porque la soberbia insular sólo conduce a una dignidad muerta de frío, y a que le inventen cuentos a la señora Juanita, tratando de pasarle gato por liebre.

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