Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

My Photo
Name:
Location: Santiago, Chile

Friday, July 11, 2008

“Gatillo fácil” y otras cuestiones



Por motivos de trabajo, resido actualmente en Brasilia, una ciudad fascinante en muchos sentidos. No sólo porque fue construida a partir de cero, y esta labor le fue encomendada a arquitectos y urbanistas de la talla de Oscar Niemeyer y Lucio Costa. Sino también porque es la pujante capital de un país al cual nadie le retacea hoy su condición de potencia emergente, con un brillante futuro por delante.

Parte de mis tareas cotidianas consiste en la revisión de la prensa local, lo cual resulta una grata labor, dado el alto nivel del periodismo escrito brasileño.

Como país continente, Brasil podría tranquilamente sentarse y contemplar su ombligo, pero no lo hace. Tal vez porque vislumbra que es un actor decisivo dentro del escenario regional y mundial, con un Presidente como Lula, que les habla de tú a tú a los integrantes del G-8 (los países más ricos del mundo más Rusia), desde la tribuna del G-5, que reúne a naciones en alza como China, India, Sudáfrica, México y la gobernada por un ex obrero metalúrgico del ABC paulista.

Para un chileno, vivir en este país es una experiencia saludable y enriquecedora. Primero que nada, sirve para ubicarnos en el mapa y comprender que el único liderazgo que podemos ejercer en América Latina es un liderazgo de concepto, y no mucho más allá de eso. ¿La razón? Carecemos de fondo demográfico, lo que hace que a algunos empresarios, a los cuales nuestro país les quedó chico, ya hayan empezado a emigrar en busca de mercados más robustos.

Para muestra, un botón: Brasil tiene 180 millones de habitantes, en números redondos, y Chile actualmente debe rondar los 16 millones, una suma que no alcanza a superar la cantidad de personas que viven solamente en el Gran San Pablo.

Luego de esta prueba de humildad -que no significa necesariamente que la maldición de ser chicos en tamaño nos impida ser grandes y de vanguardia en muchos aspectos, a nivel hemisférico-, reconforta saber que los chilenos, en general, tenemos muy buena imagen en estas tierras. No por nada, por ejemplo, el diario Folha de Sao Paulo le dedica en estos días un suplemento entero de turismo a Chile, donde destacan la combinación de modernidad y tradición que, a juicio de una enviada especial de ese medio, nos caracteriza.

Al tiempo que hacen la salvedad de que “Santiago não é Buenos Aires”, pues mientras la capital argentina es “más ostentosa” la ciudad erigida por don Pedro de Valdivia a orillas del Mapocho es “más sutil, ‘low profile’, tal como los chilenos”.

Los brasileños, en general, nos quieren, como se puede advertir en el texto señalado y en la vida diaria, y es bueno sentirse mimados, especialmente cuando uno está lejos de la patria.

Pero volvamos a la prensa, que fue el punto inicial de esta columna. Leo en Correio Braziliense un excelente artículo de opinión de Gustavo Krieger, quien se refiere a un hecho que acaba de sacudir al Brasil entero. En Río de Janeiro, dos policías militares, que perseguían a los autores del robo de un automóvil, dispararon contra un vehículo en el que estaba una mujer con sus dos hijos: João, de tres años, y su hermano, un bebé de nueve meses.

¿Resultado? La muerte del pequeño João, que cayó acribillado por las balas. Las autoridades cariocas describieron la acción policial como “desastrosa”, y el gobernador calificó a los agentes como “incompetentes” y débiles mentales. Al padre de João, un taxista, y a su madre, Alexandra, estos calificativos le sirven hoy de muy poco consuelo y no mitigan el dolor que están sintiendo.

Pero Krieger le da una vuelta de tuerca a este asunto, y conjetura que si los policías no hubieran disparado contra el carro errado, sino contra el de los ladrones de automóviles, la noticia apenas habría sido una nota al pie de página de los diarios bajo el rutinario título: “Dos bandidos fueron muertos en intercambio de balazos con la policía”.

Por cierto, una dura reflexión, acompañada de datos indesmentibles. “En marzo de este año –dice Krieger-, la policía de Río batió un record histórico y mató a 140 personas en supuestas ‘confrontaciones con bandidos’. En abril, los policías se superaron y establecieron una nueva marca: 144 muertos en ese tipo de choques”.

Y añade: “Un estudio de la Universidad de Nueva York, divulgado en 2007, mostro que por cada policía muerto en Río, las fuerzas de seguridad del Estado matan a 41 civiles. No es una guerra. Es una masacre”.

Para concluir en forma categórica: “En cierta forma, somos todos un poco responsables por la tragedia que afectó a la familia del taxista Paulo Roberto. Cada vez que oímos sin preocuparnos una noticia de ‘una muerte de bandidos en un tiroteo con la policía’. O cuando la clase media aplaude las escenas de tortura cuando asiste en un cine a la exhibición de ‘Tropa de elite’. Al hacer eso, damos a los policías licencia para matar. Para continuar matando. Y después reaccionamos con indignación cuando ellos matan a uno de nosotros”.

El tema, sin duda, es polémico, pues los apóstoles de la “mano dura” y de la “tolerancia cero” no sólo ejercen su prédica en Brasil sino en todo el orbe. Lo que parece claro, no obstante, es que una sociedad –aun la más asustada por la violencia- no debe perder la racionalidad en el combate al crimen. El Estado, incluso en las situaciones más difíciles, debe luchar contra la delincuencia con el rigor de la ley. Imponiéndola y respetándola al mismo tiempo.

El “gatillo fácil” no es, por cierto, el mejor camino para ello, aunque tenga el engañoso atractivo de ofrecer un presunto atajo. Un atajo que termina por conducir a muchos policías a la cárcel y a muchos inocentes al cementerio.

Labels: , , , ,

Tuesday, July 01, 2008

Brasilia, la ciudad-monumento que surgió de la nada



Brasilia es una ciudad robada a la selva. Donde ahora se ve una catedral, una torre o un museo, antes sólo había un follaje impenetrable. Donde hay cemento y autopistas, hubo vegetación. Y de ese mundo antiguo únicamente queda la huella de una tierra purpúrea en la que las excavadoras siguen hundiendo hasta hoy sus fauces insaciables.

Sus autores le dieron forma de avión. Un fuselaje y dos alas: sur y norte, dejando en medio el eje monumental que la articula. Una avenida de amplias proporciones con una ancha explanada en el centro, que desemboca en el Planalto. Como un pájaro que se apresta a levantar vuelo desde la pista de despegue que delinearon los bulldozers,

Llego a Brasilia a mediados de junio, a poco de iniciada la estación de la “seca”, en el invierno del trópico. El aire cálido huele a césped cortado y a humedad. Un cielo celeste y claro circunda el trazado de una ciudad hija y madre de una modernidad despiadada, en la que todo parece estar hecho a una escala mayor que la de los simples mortales.

Dicen que Juscelino Kubitschek dijo “aquí la quiero”, y puso su dedo en un lugar del mapa donde no había nada. Apenas un vasto trozo de jungla, como arrancado de un cuadro del aduanero Rousseau, en el que moraban criaturas salvajes y exóticas.

Todas ellas expulsadas de ese paraíso primal por cuadrillas de obreros que llegaron, desde los cuatro puntos cardinales, para expresar la voluntad de Brasil de ser grande.

Los nuevos bandeirantes arrasaron el jardín del Edén. Quemaron, desmalezaron, exterminaron a jaguares y a animales de los cuales nunca se tuvo noticia sino a través de bestiarios descabellados, atribuidos a magos y nigromantes.

Velaron sus machetes y sus máquinas destructoras a la luz de inmensas fogatas en noches calenturientas y de fiebre incesante. Atrincherados en barracones de zinc, temblaron de terror y no de paludismo u otros males propios de estas latitudes, espantados a ratos de su obra, ante el asedio desigual de la foresta devastada.

En la noche, cuando ningún motor ni ninguna voz de mando los defendía del oscuro manto del silencio, sólo se oía el estrépito del corazón herido de las mesetas del Goiás.

Se escuchaba el polifónico coro de los insectos, el croar de las ranas, el rugido del ocelote, los chillidos de los monos. Y en las sombras centelleaban las siluetas del tapir, el capivara, el uacarí calvo, el cuchumbí, la zarigüeya, la iguana, la boa o el zopilote, rondando los márgenes de una tierra baldía en la que todo verdor había perecido.

Así se entendía, entonces, el progreso: destruir y borrarlo todo a partir de cero para crear, desde la más completa ausencia de sentido o referencia, la promesa de un mundo nuevo. El futuro ya estaba allí y había que inventar un escenario propicio y acorde para esta ilustre visita tan esperada desde siempre.

Para ello se reclutó a millares de nordestinos, mineiros, paulistanos, gaúchos, paranaenses, bahianos, cariocas u hombres del Pantanal o del lejano norte. A indios desarraigados del Amazonas y a campesinos pobres. A inmigrantes europeos, o japoneses o árabes, con poca fortuna pero de brazos y voluntades fuertes, y a los sufridos habitantes de los desolados y yermos páramos del sertão.

A todos ellos se les ofreció una causa y una misión: remover toneladas de tierra roja y todo cuanto la cubría para hacer realidad el sueño de quienes no temían dejar una cicatriz del tamaño del horizonte en su empeño por echar los cimientos de una nueva ciudad del sol.

Ese era el único objetivo de la cruzada laica: limpiar el hosco “cerrado” y sentar las bases de un proyecto que haría posible que unos arquitectos delirantes, gloriosamente osados y de una imaginación desbocada pudieran concebir catedrales que surgen desde el plano como un haz de espigas que se abre hacia la luz.

Así, estos locos visionarios –Oscar Niemeyer y Lucio Costa, entre ellos–, armados de sus planos, y respaldados por el poder político y, en especial, por Kubitschek, alzaron museos que semejan naves especiales que se posaron sobre la ciudad y decidieron quedarse ancladas a ella; enamoradas, tal vez, de esa modernidad lujuriosa y de ese claro anticipo de lo que está por venir que emana de cada uno de sus ángulos y curvas.

Lo que queda de perdurable, en todo caso, además de la belleza y la conmoción estética, es el gesto. El desafío de cumplir, aun con un par de siglos de retraso, la palabra fundacional empeñada de levantar la capital de Brasil en el interior del país y no en sus bordes, por más espléndidos y acogedores que estos fueran.

Y eso ya es suficiente: probar que la voluntad humana es siempre capaz de enfrentar las pruebas más temerarias. Aquellas que, en principio, parecen invencibles. Y que la audacia de las formas es quizás la mejor manera de afirmar, por la vía del arte, que las utopías no han muerto y que, en rigor, nunca han de morir.

Eso, al menos, es lo que se siente cuando se está frente al imponente Pabellón Nacional. Otro haz que se yergue hacia el cielo como una torre, coronando de algún modo la Máquina Brasilia, e integrado en su base por los 27 estados que forman la República Federativa de Brasil.

La misma que en su bandera –y esto conviene, por cierto, no olvidarlo- proclama “Ordem e Progresso”. La fórmula a través de la cual los positivistas del siglo XIX condensaron los postulados básicos de su numen y maestro, Augusto Comte, quien pregonaba: “El amor por principio, el orden por base y el progreso por fin”.

Labels: , , , , , , , ,