Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Wednesday, March 21, 2007

Transchascarro


El Transantiago es el símbolo perfecto de la transición: un puñado de tecnócratas soberbios que diseñan planes ideales de ingeniería social, los cuales funcionan a las mil maravillas como modelos virtuales, de espaldas a las necesidades y las opiniones de los usuarios, quienes sufren en forma diaria sus efectos.

Ya lo dijo con absoluta claridad Cristián Warnken, en una celebrada columna reproducida en muchos netgroups: existe un abismo de diferencia entre el mundo VIP y el mundo BIP en nuestro país. Vale decir, entre aquellos que jamás en su perra vida se han subido a un micro (a lo sumo, andaban en Metro, cuando éste no había sido invadido aún por el “aluvión zoológico”, con sus molestos olores y feas costumbres), y los que están condenados al transporte público, sin alternativas de ninguna clase.

No quiero plegarme (no me da la gana) al discurso facilongo y machacón de la derecha, que insiste en que ésta es una nueva demostración de la ineptitud del gobierno. Pero está claro que la gente de La Moneda no puede lavarse olímpicamente las manos con respecto a este problema. Y me refiero a los de hoy y también a los de antes, enganchados en una sorda disputa para ver quien sale con menos daños en la pintura a causa de esta verdadera catástrofe.

El jefe de gabinete del ex ministro de Transportes Germán Correa dice que el hombre ya había advertido, en los inicios de los bosquejos del plan, de sus deficiencias. El presidente ejecutivo del Metro, Blas Tomic dice, a su turno, que le van a hacer colapsar su “joyita” europea y primermundista si le siguen metiendo gente a presión.

Y el señor José Yuraszeck -¿se acuerdan de las eléctricas y el fraude cometido con el uso de información privilegiada en la venta de Enersis?- asegura que Tomic renunció a su puesto anterior en Alsacia, una de los principales operadoras del Transantiago, porque sabía que iba a quedar la embarrada cuando el plan pasara de los proyectos a la realidad.

Mientras tanto, uno de los altos ejecutivos de Alsacia, Ricardo Solari, ex ministro del Trabajo de Lagos y compañero de partido de Correa (es uno de los vicepresidentes del PS y se tuvo que “privatizar”, como se sabe, cuando la Presidenta lo bajó de las sillitas musicales de los cargos de confianza), no dice ni siquiera esta boca es mía, practicando la sabia política de mantenerla clausurada a troche y moche. En boca cerrada, está claro, no entran moscas. Tal vez teme que le pase lo de Zamorano, que por tratar de salir a explicar lo inexplicable terminó enredándose más en una madeja mortal que amenaza dejarlo sin aliento.

El bueno de Iván, después de ser abucheado por el respetable público en un concierto de Alejandro Sanz, se sintió obligado a dar la cara y afirmó que fue engañado, tal como el soberano, cuando se le explicaron las supuestas bondades del plan y él aceptó ser su rostro comunicacional.

Alguna reportera desatinada recordó que el ex Real Madrid había cobrado sus nada despreciables dinerillos (se habla de 300 millones) por esta labor de difusión social, pero el otrora goleador merengue ni se mosqueó y sostuvo que si se arreglaban los problemas que están afectando a los usuarios del sistema, él estaba dispuesto a devolver incluso los morlacos que ya había percibido. ¿Quién lo habrá asesorado para dar tan brillante giro a su metida de pata? ¿Enrique Correa o Eugenio Tironi, los spin doctors del Mapu?

Lo cierto es que el maipucino salió con los estoperoles hacia delante, emplazando a los gobernantes a buscar soluciones a corto plazo, como político en campaña o alcalde súbitamente avivado que saca sus propias máquinas a la calle para congraciarse con sus desesperados votantes.

Como sea, detrás de las anécdotas, lo que queda es la sensación indisimulable de que a los ciudadanos de a pie, la inmensa mayoría de este país, los que se levantan a las siete para ir a trabajar y vuelven cabeceando, con suerte, a sus casas, a las seis de la tarde, afirmándose de los pasamanos, en buses que los acarrean como si fueran ganado, les siguen tocando los cojones.

Y hasta aparecen, aprovechándose del pánico, dinosaurios como Manuel Navarrete, que han atravesado indemnes varias glaciaciones, sosteniendo que lo mejor que puede hacerse es reflotar la antigua malla de los recorridos de las micros amarillas, pues todo tiempo pasado –nos pretende hacer creer- fue paradisíaco en lo que a movilización se refiere.

¡Qué cara a prueba de colisiones!, es lo único que se me ocurre decir. Se parece al ministro Sergio Espejo, que es totalmente refractario a las críticas y, haciéndole honor a su apellido, se pregunta: “¡Espejito, espejito... Dime quién es más caradura! ¿Yo o Iván, que se hace el desentendido cuando las papas queman pero igual pasa por caja?

De todos modos, vuelvo a lo del comienzo: ¿qué mejor metáfora que la del Transantiago de la transición pactada? Viejos cracks, como Navarrete, que quiere ponerle freno a cualquier avance, coexistiendo con la nueva elite concertacionista (el caso de Blas Tomic) que salta de VTR a Alsacia Express, y de ahí al “servicio público”, con una ubicuidad digna de mejores causas.

O tipos como “Willy” Díaz, ex subsecretario de Transportes del gobierno de Ricardo I y ex presidente de EFE en la administración Bachelet, procesado por fraude al Fisco en su momento por pagarse un posgrado en gestión pública en España con fondos de oscuro origen, que ahora reaparece como ejecutivo de una empresa que liquida los buses viejos que quedaron como rezago tras el upgrade del Transchascarro.

Con razón, la gallada protesta contra este manoseo promiscuo donde se mezclan los unos y los otros. Yo, por lo pronto, quería decir que si bien no comparto la nostalgia por las carreras desaforadas de los micreros compitiendo por cortar boletos y echando humo negro por sus tubos de escape, tampoco me voy a plegar a los “modernizadores” que, despreciando a la gente –al pueblo, como se lo llamaba en otra época- hacen cálculos de costos y beneficios sin salir jamás de sus despachos.

Y cometen burrada tras burrada, poniendo los paraderos de las líneas alimentadoras a tres cuadras de las bocas del Metro. O dejando las frecuencias del tren subterráneo durante el fin de semana como si aquí nada hubiera pasado. O dándole el control del flujo de los vehículos a los mismos empresarios que atornillan al revés. Para ir juntando cada vez más presión en la caldera y hacerle creer, en definitiva, a la gilada que con Marinakis estábamos mejor...

Friday, March 02, 2007

Casa de citas


La pasión por atesorar cosas es, qué duda cabe, uno de los rasgos distintivos del género humano.

Hay quienes coleccionan estampillas, billetes, cajas de fósforos, latas de cerveza, posavasos, automóviles, tarjetas postales, relojes o lo que fuere. Las posibilidades son infinitas, pero en todos los casos la afición a acumular objetos de la más variada índole está dominada, como una suerte de patrón común, por la avidez de tener una colección deslumbrante, que anule toda probable competencia.

Puedo entender por ello al numismático o al filatelista que exhibe, orgulloso, el producto de sus desvelos, esperando descubrir en la mirada ajena un fulgurante destello de envidia, cuando no de rendida admiración. La pulsión que hace de un hombre un coleccionista es, sin embargo, difícil de descifrar. Supongo que detrás de cada uno de ellos existe un afán particular, que se resiste a los encasillamientos.

En mi caso, también estoy gobernado por esa manía que consiste en recorrer los mercados de las pulgas, con ojo presto y avizor, y mi presa preferida son los libros. Busco, por lo general, biografías, poesía y textos de historia, que acrediten cierta antigüedad, amén del obvio interés por ellos. Me apasiona hurgar entre hojas amarillentas, separar los pliegos con un cortapapeles o el ejercicio sensual de transitar las páginas que antaño transitaron otros dedos, y en las cuales sólo queda acaso la huella de un "ex libris", una dedicatoria o unas líneas subrayadas como patente testimonio de admiración.

De hecho, una de las pérdidas que más he lamentado en mi vida ha sido la de algo que jamás llegué a tener: las obras completas de Rimbaud, en la cuidada edición de La Pléiade, en papel biblia, que se escaparon por poco de mis codiciosas garras en los galpones del Persa Bío Bío. Así, de frustraciones y de logros, está hecha la existencia del que colecta. Dejar pasar una antigua edición de "Las flores del mal" de Baudelaire, pero a su vez tener el buen olfato de quedarse con un tomo de la Historia de Chile de Barros Arana, de 1885, medio descuajeringado por el paso del tiempo pero igualmente una joya.

Una metáfora de la vida misma, con sus aciertos y sus yerros: las oportunidades que se escurrieron entre los dedos y las que fueron coronadas por el éxito. Pero junto a esta excéntrica actividad, a la que se podría llamar de caza mayor, cultivo otra rareza, de carácter más ínfima, que no por eso me resulta menos grata. A saber: la obsesiva tarea de acopiar citas que vaya a saber uno por qué razón provocaron en algún momento a nuestra mente y decidimos, por ende, rescatar del olvido.

Primero, no sin cierta pereza, las apuntaba como al desgaire en algún cuaderno cualquiera. Pero luego, al acceder a un computador y a Internet, descubrí que este fastidioso trámite podía ser abreviado. De pronto supe que, tras la habitual navegación por la inmensa telaraña virtual, no resultaba demasiado complejo copiar las frases que despertaban mi atención o provocaban a mis aletargadas neuronas y volcarlas en un archivo único.

Así, pues, creé uno al que bauticé "Casa de citas", y en él conviven, en abigarrada mezcla, las reflexiones que autores, del más diverso origen, echaron alguna vez a rodar por el mundo. Y que estimé eran dignas de ser extraídas de un río de palabras para ser expuestas como lo que son: pequeños trofeos que reverberan en la memoria, piezas que se niegan al destino perecedero de la mayor parte de los signos escritos.

Y ahí están, como en una pecera. Chocan entre sí y, de vez en cuando, hasta cruzan algún saludo. Colisionan y hacen brotar nuevas reflexiones. Excitan el viejo hábito de pensar. Son, por decir lo menos, absolutamente heterodoxas y no admiten ninguna uniformidad. Hay exponentes de todas las escuelas y doctrinas ideológicas, y me gusta verlas así, en su multicolor diversidad.

Tengo, eso sí, algunas favoritas, y entre ellas una de mis predilectas es una de Tom Waits, cantante y compositor estadounidense, que dice así: "Me siento mejor cuando escribo, es una terapia. Cuando escribes, dejas toda lógica en suspenso. El mundo es como un acuario, las cosas flotan y van dando tumbos de un lado a otro, y las ordenas para que tengan un nuevo significado. Si es que puedes..."

No sé qué opinión les merece, pero a mí me parece notable. Por otra parte, con la misma curiosidad entomológica que Nabokov reservaba para las mariposas, di con un texto del mexicano José Emilio Pacheco, que retrata con justeza los tiempos que vivimos: "Al terror puritano hacia el cuerpo y a su correspondiente fascinación, les debemos los asesinos de mujeres, la pornografía dura, el informe Starr, la comida saludable, las dietas, la exaltación primero y después la prohibición de fumar..."

En mi insectario de oraciones para el mármol no faltan, por cierto, los clásicos. Y se codea una sentencia de Borges -"La noción de texto definitivo pertenece a la religión o el cansancio"- con una de Balzac - "El novelista es el historiador privado de las naciones", sin pasar por alto un aserto de Albert Camus, que es a su modo extremadamente actual: "Un pacifista debe estar al servicio de los que sufren la historia, no de los que la hacen..."

En fin, me deleito con su sabiduría condensada en pocas líneas y siento que estoy abocado a una misión ilimitada en el tiempo y el espacio. De alguna forma, la comparo con la labor de esos pescadores de perlas de Sumatra o algún lugar parecido que, sin otro auxilio que el de sus pulmones, rastrean objetos preciosos en el fondo del océano. Buscarlas, a veces, causa fatiga, y a ratos se experimenta la sensación de estar empeñado en un esfuerzo inútil. Pero cuando tiendes a bajar los brazos o a sacar la cabeza fuera del agua, un nuevo hallazgo te impulsa a zambullirte de nuevo.

Palabras como las de Zbigniew Herbert, que explican, si es que hace falta, el sentido último de la recolección: "No mucho permanecerá de verdad/ no mucho/ de la poesía de este siglo enfermo/ ciertamente Rilke Eliot algunos/ otros grandes chamanes/ que supieron el secreto de conjurar/ una forma con palabras que resisten/ la acción del tiempo/ porque sin esa forma no hay frase/ digna de recuerdo/ y el lenguaje se vuelve como arena"