Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Sunday, August 24, 2008

Lesa humanidad


(Nota: En este blog no suelo colgar artículos aparecidos en otros sitios. Pero toda regla tiene sus excepciones. Y ésta es una de ellas...)



Por José Pablo Feinmann

Durante el gobierno de Raúl Alfonsín se produjo un hecho histórico notable: el Juicio a las Juntas de gobierno que implementaron en el país un proyecto de corte genocida. Hoy, eso o se está negando o se pretende –en lo esencial– equiparar los crímenes cometidos desde el Estado con los crímenes cometidos por ciertos grupos civiles que se alzaron en armas alegando fundamentalmente el motivo de la liberación del país de “las garras del imperialismo”, por recurrir al lenguaje que se utilizó. Incluso se esgrime un eslogan que exige una “memoria completa” ante los hechos del pasado. La memoria está bien completa, nada deja ni dejará de lado. Lo que se está juzgando (con enorme cautela y con la resistencia de los medios de comunicación más militaristas de la Argentina, más militaristas que los propios militares) es la responsabilidad del Estado argentino en crímenes de lesa humanidad, que son los crímenes cometidos desde el Estado contra la población, contra la civilidad. Aquí, el que está siendo sometido a juicio es el Estado.

Esta tarea empezó en Nuremberg, en 1945, cuando los jueces de los tribunales se encontraron con que, por la dimensión de su horror, no se hallaban tipificados por jurisprudencia alguna. Se fijaron leyes fundamentales. Se anuló la obediencia debida. “El Estado criminal no debe excusar a los que en su nombre cometieron crímenes” (Paula Croci, Mauricio Kogan, Lesa humanidad, La Crujía, Buenos Aires, 2003, p. 184). Los tribunales de Nuremberg fueron minuciosos y claros en dejar establecido que nadie podía librarse de su responsabilidad en los crímenes, “ya que los crímenes habían sido cometidos por hombres y no por entidades abstractas o por instituciones” (Croci y Kogan, Ibid., p. 184). Queda claro lo siguiente: siempre es alguien, siempre es una persona, un individuo, el que dispara el revólver. También en casos de fusilamientos colectivos. Si son 13 individuos los que hacen fuego sobre 50 a los que han alineado contra un paredón, cada uno de esos trece es culpable. Uno por uno, individualmente, ha hecho fuego. Uno por uno, individualmente, es culpable. Nadie puede alegar inocencia por haber recibido una orden. La “orden” no reemplaza la conciencia moral ni la responsabilidad judicial del que hace fuego. La “orden” no transforma en “inocente” a nadie. El que mata, bajo un sistema de criminalidad estatal, por orden de otro es también culpable. “En diciembre de 1951, la Convención Internacional sobre Genocidio calificó el genocidio –el exterminio de grupos nacionales, étnicos, raciales y religiosos– como un ‘Crimen de Lesa Humanidad’. La decisión fue votada por unanimidad por las Naciones Unidas” (Ibid., p. 186).

De aquí la aberración de las leyes de punto final y obediencia debida impulsadas bajo el gobierno de Alfonsín. Es mi opinión que ese gobierno dio un paso fundamental en América latina al juzgar por primera vez a militares responsables de matanzas multitudinarias. Si el juicio no se trasmitió por televisión corresponderá analizar, sobre todo, la relación de fuerzas existente en ese momento. Nadie ignora que el “posibilismo” fue la bandera que marcó la debilidad del gobierno alfonsinista, pero no habría que olvidar la otra cara de la cuestión: de haber ganado el candidato peronista Italo Luder, firmante del célebre decreto de “aniquilación” de la guerrilla, no habría habido directamente juicio. La relación de fuerzas me atrevería a decir debiera ser aplicada al estudio de la promoción de las leyes de obediencia debida y punto final. El gobierno peronista de Carlos Menem en nada importunó a quienes cometieron crímenes desde el Estado. Ni hablemos de De la Rúa. Y conviene reflexionar acerca de las dificultades que tiene el gobierno de Cristina Fernández para continuar con los juicios por delitos de lesa humanidad ante una derecha colmada de soberbia y de furia que tiene como fundamento de su lucha –disfrazada por otros motivos o utilizándolos para nuclear poder– conjurar, dificultar y, desde luego, impedir la realización de esos juicios. También, en lo propagandístico, esos juicios le sirven para calificar al Gobierno de “terrorista”, de “montonero” o de “un grupo de gente que está llena de odio y sólo desea venganza”. La “gente”, en proporciones más que considerables, ha venido cediendo ante esta versión de los hechos.

Conviene aclarar algo fundamental. Admito que escribo desde un diario que quiero mucho, del que me siento parte, pero que no tiene, ni puede tener, la potencia de canales de televisión, radios y otros periódicos de mayor tirada. Un movilero sagaz, que sabe qué tiene que decir para que le aumenten el sueldo, puede influir más sobre la desprotegida conciencia de los ciudadanos que una nota escrita por un intelectual voluntarioso pero relativamente eficaz ante adversarios tan desbordantes de poderío. De todos modos tenemos algo que ellos no tienen: tenemos razón. Paso entonces a aclarar cuestiones centrales. Los crímenes de lesa humanidad son los que se cometen desde el Estado. Sólo tres sinónimos de la palabra “lesa”: “herida”, “dañada”, “agraviada”. De modo que cuando decimos “lesa humanidad” refiriéndonos a los crímenes del Estado estamos diciendo que ese Estado, con sus crímenes, ha herido a la humanidad, la ha agraviado, la ha dañado. Los crímenes cometidos desde el aparato del Estado tienen que ser juzgados desde el Estado mismo. El Estado tiene una Justicia y esa Justicia debe juzgar los crímenes que comete. Por eso no tiene fundamento jurídico hablar de los “derechos humanos” de un policía abatido por un delincuente. El policía es parte del Estado y es el Estado el que lo protege, el que lo cuida. Las organizaciones de derechos humanos no se hicieron para eso. Se hicieron para proteger a los ciudadanos de los crímenes, de los excesos, de las violaciones del Estado. Han sido un gran avance en la seguridad de los individuos que comparte la vida comunitaria. Cuando se crea la idea del Estado (Hobbes) la figura a la que se apela para metaforizar su poder y la eficacia de su acción es la del Leviatán, una bestia bíblica. Si el Estado es el Leviatán, ¿quién nos protege de las furias del Leviatán? Para eso se han hecho los derechos humanos. Aquí, en nuestro país, y la entera humanidad que estudia estos casos lo sabe, se ha cometido un genocidio, no contra un grupo miliciano, como se pretende, sino contra la sociedad argentina, contra hombres desarmados, científicos, profesores, obreros, chicos de 16 años del Nacional de Buenos Aires, en fin, lo sabemos.

Los crímenes de lesa humanidad son los que comete el Estado sobre los ciudadanos. El Estado no puede actuar como una fuerza miliciana, como un mecanismo terrorista. El Estado está para aplicar la Justicia. Esto se hizo en Italia con las Brigadas Rojas, se sabe. El Estado del Proceso no juzgó a nadie. Desapareció a los que consideraba culpables o presumía que lo eran (o aun a “los tímidos” según célebre y macabra frase). Cuando los procesistas de hoy piden que se juzgue a los guerrilleros igual que a los militares olvidan, ante todo, una realidad abominable: los guerrilleros ya fueron juzgados. Los tiraron vivos al Río de la Plata. ¿Qué otro juicio piden? Si señalan a algún responsable de algo lo utilizarán para la teoría de los dos demonios. Hay un solo demonio: el Estado criminal, el que mata desde su poder, el que ignora las leyes que debiera aplicar. Es a ese Estado y a sus servidores a quienes el Estado democrático debe juzgar. Porque ciudadanos rebeldes o grupos de milicianos habrá siempre, o no. Pero no son ni serán el Estado. Los crímenes de lesa humanidad son los cometidos por esa entidad que tiene la misión de gobernar civilizadamente una sociedad civilizada, democrática y apartar de ella a quienes delinquen. Pero por medio de la ley y del precepto fundamental que dice: “Toda persona es inocente hasta que se demuestra su culpabilidad”. Todavía, en nuestro país, se tortura a un detenido antes de saber qué hizo.

Si se emprende alguna acción judicial contra grupos civiles que hayan ejercido la violencia, habrá que diferenciarlo tenazmente de la teoría del “empate”, que es el fundamento de la de “los dos demonios”. Los crímenes de lesa humanidad –que no prescriben, que nunca prescriben– son los cometidos por el Estado de terror. Los juicios a grupos civiles, que no instrumentaron para sus fines al Estado, prescriben. Eso diferencia una situación de la otra. Y eso es acaso definitivo. Por lo tanto, la tarea esencial del Estado democrático es juzgar y establecer jurisprudencia en los juicios de lesa humanidad. Para eso, sin embargo, tiene que nuclear el poder necesario. Y en este mundo volcado a la derecha esa tarea será dura y riesgosa.


*Columna aparecida en el diario argentino Página 12.

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Wednesday, August 20, 2008

Las irreductibles sombras del pasado


Brasil tiene muchos motivos para ser optimista: la prensa indica en estos días, citando un estudio de Ernest & Young y el área de proyectos de la Fundación Getúlio Vargas, que este país latinoamericano será en el 2030 el quinto mayor mercado consumidor del mundo, dejando atrás a potencias como Alemania, Gran Bretaña y Francia.

Es más: junto con China, la India y México, según las mismas proyecciones, el CIMB -vale decir, el acrónimo formado por la letra inicial de cada uno de estos países emergentes (siguiendo el modelo BRIC, creado por Jim O´Neill en el 2001, pero excluyendo a Rusia y poniendo en su lugar a los mexicanos)- sería la mayor fuerza de la economía mundial en el 2050, desplazando incluso del primer lugar del podio al G-6 (Estados Unidos, Japón, Alemania, Reino Unido, Francia e Italia).

Son motivos suficientes para descorchar champán y brindar a cuenta de los futuros éxitos. Tal como seguramente se hará el próximo 2 de septiembre, día en que el Presidente Luiz Inácio Lula da Silva, con sus ministros y el directorio de Petrobras, estará en la plataforma P-34, en el campo de Jubarte, bahía de Espíritu Santo. Allí será extraído el primer chorro de petróleo de la camada pre-sal brasileña. El nuevo cuerno de la abundancia que se supone llevará a Brasil al desarrollo en pocos años más.

Por cierto, nadie quiere jugar el rol de aguafiestas, pero hay temas del pasado que reaparecen de vez en cuando con inusual fuerza y que demuestran que, debido a su naturaleza, no pueden ser barridos debajo de la alfombra. Uno de ellos es el de los crímenes cometidos bajo las dictaduras militares que asolaron al hemisferio entre los 70 y los 80.

Una polémica que se reavivó en Brasil cuando, no hace mucho tiempo, el ministro de Justicia Tarso Genro afirmó que la tortura no puede ser clasificada como crimen político, sino como delito común, y que por lo tanto, quienes lo practicaron podrían ser castigados por la justicia, pues no estaría cubierto por las leyes de amnistía.

Estas declaraciones incomodaron a los militares, quienes a través de los uniformados en retiro e incluso algún general activo, que sólo tomó la precaución de ir de civil y no con todos sus galones a un acto realizado en el Club Militar de Río de Janeiro, se manifestaron indignados ante esta tentativa de sacar a luz los esqueletos guardados en el armario de la reciente historia brasileña.

Algunos de ellos fueron más lejos: acusaron a ex partidarios de la lucha armada en los años 60, como el ministro Genro, la ministra Dilma Rousseff (candidata de Lula para su sucesión), el vocero presidencial Franklin Martins y otros dirigentes del PT, de estar animados por un espíritu de venganza que atentaría contra la reconciliación en Brasil. Y no faltó el extremista que aseguró que el error fue torturar y no matar a los disidentes en la época de Geisel y otros próceres castrenses.

Así las cosas, el Presidente Lula salió a calmar las aguas y dijo que los desaparecidos (que en Brasil no superan los 500, mientras en otros países del Cono Sur se cuentan por millares) debían ser recordados como héroes y no como víctimas. Pero no se pronunció en relación al destino que deberían correr los desaparecedores. Esto es, si merecían castigo o si sólo habría que condenarlos al olvido.

La discusión no es ociosa, pues de por medio está la impunidad. Como dijo el columnista Clovis Rossi, “los agentes del Estado no pueden recurrir a la delincuencia para reprimir la delincuencia de los enemigos”. “Matar en combate es una cosa, pero matar o torturar a quien ya está preso es borrar la frontera entre civilización y barbarie”. Y los propios militares deberían ser los primeros interesados en borrar las manchas que afectan su imagen ante la sociedad, si es que pretenden ser su brazo armado.

El juez español Baltasar Garzón pasó hace algunos días por Brasilia y recordó que “la situación de investigación criminal que se produjo en Chile, en Argentina y en Perú, y que comienza ahora en Guatemala, no está ocurriendo aquí”. El único avance en esta materia son las iniciativas de algunos procuradores del Ministerio Público, al amparo de la ley que creó una Comisión de Derecho a la Verdad y a la Memoria.

Políticos del Partido Demócrata brasileño, que agrupa a herederos de la antigua derecha que militó en el Arena, la agrupación que dio apoyo civil a la última dictadura militar (1964-1985), aseguran que Garzón necesita entender que “tanto en Chile como en Argentina no hubo acuerdo entre gobierno y oposición para una amnistía, como hubo en Brasil”.

Garzón, diplomático al fin a partir de su proyección mediática, alcanzada en gran medida por el juzgamiento de Augusto Pinochet en 1998, evitó aparecer dando consejos. Pero no se privó de señalar que “ningún país está solo en el mundo. Hay una estructura jurídica internacional en derecho penal humanitario. Y si una norma interna colisiona con una norma internacional, aún así se puede exigir su cumplimiento”.

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Pablo Correa S.
Periodista (Columna publicada en el Diario Hispano Chileno)

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Saturday, August 16, 2008

Las Malvinas, al estilo georgiano

Una guerra corta y sangrienta, con un 90% de bajas civiles. Tal es el terrible resultado del conflicto que enfrentó hasta hace pocas horas a Rusia y Georgia en el Cáucaso, donde la piedra de tope fue el enclave de Osetia del Sur. Una “nación” de las tantas que aparecieron tras la implosión de la Unión Soviética, y que, al igual que Abjazia, pretende escindirse de Georgia, país al que acusa de crueldad y discriminación contra los grupos étnicos minoritarios.

La regla de oro en esta pugna es el cinismo de casi todos los actores envueltos en él, que actúan en base a atender sus intereses propios en un planeta donde, a pesar de la globalización rampante, el nacionalismo cobra nuevos bríos.

La principal lección, sin embargo, la ha aprendido, con sangre de inocentes y dolor a raudales de por medio, el gobierno de Mikhail Saakashvili, presidente de Georgia, quien sobrevaloró la importancia de su vínculo como país protegido de Estados Unidos y subestimó al herido orgullo ruso.

Saakashvili jugó el peligroso juego de afianzar su alicaída “Revolución de las Rosas”, que en 2003 sustituyó en Tbilisi al gobierno del ex canciller soviético Eduard Shevardnadze, apostando a la carta del endurecimiento de la opción bélica en su política exterior.

Conviene recordar que el pacto que puso fin a la guerra separatista de Osetia del Sur, en 1992, permitía que una fuerza de paz formada por militares rusos, de la provincia de Osetia del Norte, de Osetia del Sur y de Georgia, se desplegara como escudo de interposición en la zona de los choques armados.

Los georgianos alegaron en su momento y alegan hasta ahora que las tropas de Moscú han respaldado a los separatistas y operan tendenciosamente contra Georgia. Por ello, Saakashvili lanzó un ataque contra la capital de Osetia del Norte, Tskhinvali, pensando que la ofensiva de castigo quedaría impune.

Craso error: Vladimir Putin, desplazado del poder formal en el Kremlin por Dmitri Medvédev, el nuevo Presidente de la Federación Rusa, no es Boris Yeltsin, el tambaleante ex hombre fuerte ruso, que solía ser muy permeable ante las presiones de Occidente.

Putin descargó de inmediato todo el poderío militar de una superpotencia fallida, pero superpotencia al fin, como es Rusia, sobre el líder georgiano, quien sintió el amargo sabor en su boca de revivir una suerte de “Malvinas II”.

Es decir, el síndrome de un país que se arroja a una aventura, tocándole la oreja a un grande, conjeturando quizás que otro animal de gran tamaño vendrá a salvarlo de la inevitable reacción que su conducta generará.

Saakashvili, por lo visto, nunca supo lo mal que le fue al general Leopoldo Fortunato Galtieri con semejante estrategia, sino tal vez habría sido más prudente.

Lo cierto es que Moscú desoyó las advertencias de Bush, quien primero señaló desde Beijing que la respuesta militar rusa a la incursión georgiana había sido “desproporcionada”. Y luego dijo que Putin/Medvédev buscaban, en realidad, derrocar a Saakashvili, tras hacerle sentir el sonido de la metralla cayendo a su alrededor.

Por su parte, el secretario general de la OTAN, Jaap de Of. Scheffer, criticó a Rusia, en duros términos, por violar “la integridad territorial” de Georgia. Fuera de esta retórica, la verdad es que Bush y la OTAN poco más pueden hacer para ir en ayuda de su hombre en Tbilisi.

Hay varias razones para ello. La primera es que resulta poco creíble que la integridad territorial de Georgia sea más valiosa que la de Serbia (como se sabe, EEUU reconoció casi de inmediato a Kosovo tras su secesión de Belgrado), sólo porque así le conviene a Washington. La segunda es que Bush ha patrocinado abiertamente el ingreso de Georgia a la OTAN, una alianza a la que Rusia considera hostil y que tendría así una cuña clavada en la esfera de influencia de Moscú desde la época de los zares.

Al margen de ello, por más que el vicepresidente estadounidense Dick Cheney diga que “la agresión rusa no puede quedar sin respuesta”, lo más probable es que así sea.

La Casa Blanca necesita del apoyo de Rusia para amarrar las manos de un Irán que pretende tener un escaño en el selecto club de las potencias nucleares. Y tuvo que permitir, mal que le pese, que buena parte de los cuatro mil georgianos que están en Irak se dislocaran de vuelta a casa para intentar frenar al malhumorado oso ruso, que despertó de un largo sueño para descubrir que sus zarpazos aún duelen.

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