Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Tuesday, February 26, 2008

Una crítica historia de la CIA


Más que leer, devoro con insaciable voracidad un libro que debieran conocer todos quienes aspiran a tener una cabal idea del marco histórico real en el que ha transcurrido la transición del siglo XX al siglo XXI, y los hechos, ya de sobra conocidos, que son su telón de fondo: el fin de los imperios coloniales, la debacle del “socialismo realmente existente” y el surgimiento de un nuevo orden (o desorden, mejor dicho) posmoderno.

El libro se llama “Legacy of ashes. The history of the CIA”, y su autor es Tim Weiner, periodista del New York Times y ganador de un Premio Pulitzer por su trabajo de tres décadas sobre programas de seguridad nacional en Estados Unidos. El volumen en cuestión, que yo sepa al menos, no ha sido traducido aún al español. Pero mi curiosidad no soportaría una espera que puede ser, me temo, más bien larga, de modo que lo leo en inglés, pese a que esta tarea me resulte más lenta que leerlo en castellano.

Aún no he culminado su lectura, pero me tiene completamente atrapado. Se trata, en grandes líneas, de una paciente reconstrucción de la trayectoria de “la Compañía”, desde su nacimiento, el 18 de septiembre de 1947, dos años más tarde de que el Presidente Harry Truman -quien ordenó su creación-, decretara la disolución de la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS), liderada por el general William “Wild Bill” Donovan.

La particularidad de este texto, riguroso en extremo, es que está absolutamente basado en citas y documentos auténticos, chequeados con esa acuciosidad enfermiza que tienen los escritores estadounidenses que se ocupan de estas materias. Aquí no hay espacio para la “jaita” o el guitarreo especulativo, que suelen jugarnos malas pasadas a los latinos.

Weiner, hay que decirlo de entrada, no se priva de ser muy crítico de lo que llama los grandes fiascos de la Agencia Central de Inteligencia, los que a su juicio han sido ocultados por la incesante propaganda en su favor. Pero no deja que su opinión ni su sesgo interpretativo interfiera en modo alguno con los datos duros de su prolijo trabajo.

En la solapa del libro se anticipa que su investigación se sustenta en más de 50.000 documentos, tomados de los propios archivos de la CIA, y de cientos de entrevistas con veteranos de la entidad que tiene su sede central en Langley, Virginia, incluidos diez altos cargos de la comunidad de inteligencia. “Toma a la CIA –anuncia- desde su creación después de la II Guerra Mundial, a través de las batallas de la Guerra Fría y la guerra contra el terror, hasta su cercano colapso después del 11/9”.

El tono, como se dijo antes, no tiene sorpresas. Se trata de una “altamente crítica historia de la CIA, que culmina con las más recientes y catastróficas fallas en Irak”, según apunta Mark Bowden, autor de “La caída del halcón negro”. Lo nuevo son las anécdotas que se filtran desde el interior de estos mundos secretos y opacos, donde el juego consiste muchas veces en manipular y acomodar la verdad en función de estrategias de guerra sicológica.

Los primeros 60 años de historia de la CIA demuestran, si uno decide concordar con Weiner, que ésta ha mantenido “una formidable reputación a pesar de su terrible record, enterrando sus equivaciones en archivos ultrasecretos. Su misión fue y es conocer el mundo. Cuando no tuvo éxito en esto, intentó cambiar el mundo. Sus fracasos han dejado, en palabras del Presidente Eisenhower, una ‘herencia de cenizas’”.

En sus páginas se revela que, en principio, cuando Truman creó esta entidad no quería que actuara como una organización de espionaje, sino como un canal de análisis que le abriera las ventanas y el horizonte de la información que necesitaba como líder de una potencia emergente. De entrada, entonces, dice Weiner, la CIA subvierte su visión y misión.

Las semillas de lo que ella será ya estaban, sin embargo, con vida en las postrimerías de la OSS, su organismo madre, pues Donovan, al escribirle a Franlin Delano Roosevelt en noviembre de 1944, proponiéndole la necesidad de una agencia centralizada de inteligencia para tiempos de paz, ya le advierte que “en una guerra global y totalitaria, la inteligencia debe ser global y totalitaria” también.

Entre otras revelaciones, Weiner cuenta cómo la rama de operaciones encubiertas de la CIA fracasó reiterada y persistentemente al enviar grupos paramilitares, que pretendían actuar con la misma lógica de los partisanos antifascistas, a Ucrania, Albania o cualquier otro lugar detrás de lo que Churchill bautizara como el “telón de acero” que dividió a Europa en la época de posguerra.

También explica, de manera a ratos patética, cómo en su momento, en los inicios de la Guerra Fría, la Agencia no tenía ninguna capacidad de saber qué es lo que estaba pasando en Moscú, el centro del “imperio del mal”, al decir de Ronald Reagan, donde sus escasos reclutas eran de un nivel poco menos que insignificante.

No ocurría lo mismo, como ya sabemos en Occidente, donde Stalin consiguió penetrar a sus adversarios y robar los secretos de la bomba atómica que fabricaba EEUU casi desde sus comienzos, mientras la KGB y su predecesora, la NKVD, lograban ubicar a algunos de sus hombres como eficaces “topos” en los principales estratos de decisión del MI 6 (servicio secreto británico), a través de Kim Philby y otros miembros de la elite del Reino Unido.

Otro secreto a voces, pero que Weiner documenta con instrucciones escritas y declaraciones de los protagonistas de los hechos, es confirmado al verificarse cómo la CIA, aliada con El Vaticano y grupos de presión afines, impidió la inminente victoria electoral del Partido Comunista italiano a fines de los años 40, repartiendo dinero a manos llenas, con maletas muy poco discretas, en hoteles de cuatro estrellas.

Del mismo modo, los “cañonazos de un millón de dólares” resultaron útiles y decisivos para equilibrar la situación a su favor en Grecia o en el Japón derrotado. Allí, según el investigador, no se dudó en pactar con antiguos criminales de guerra para echar las bases del Partido Liberal Democrático, que asumió la hegemonía en ese país asiático durante varias décadas.

Pero lo más grave, sin duda, no son tanto sus actuaciones externas, legitimadas de algún modo por la lógica de la confrontación a escala mundial, sino su accionar interno, donde sobrepasó con creces las fronteras de su ámbito natural. De hecho, cuando en 1954 algunos senadores comenzaron a pretender fiscalizar a la Agencia, por diversos motivos, se ganaron un enemigo peligroso.

El propio Joseph McCarthy, campeón del anticomunismo, fue víctima de ello. En el momento en que acusó a la CIA de estar infiltrada por los “rojos”, Allen Dulles, su todopoderoso director, ordenó que las oficinas de varios senadores fueran penetradas con espías o micrófonos (“de preferencia, ambos”). Después de que sus hombres cumplieran la misión, Dulles los felicitó y les dijo “Ustedes han salvado la República”.

Luego vinieron, como se sabe, los “fontaneros” de Nixon, el caso Watergate, etcétera, etc. El precedente, en todo caso, ya existía: un servicio de inteligencia exterior convertido en herramienta para actos de “guerra sucia” en política doméstica.

Weiner cuenta, además, que la CIA sólo accedió a una versión del histórico y famoso discurso de Nikita Kruschev, denunciando los crímenes de Stalin, en el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS, en 1956, una vez que los israelíes decidieron pasarle una copia. Y cómo el Mossad ha cobrado esa factura, con los debidos intereses, a lo largo de muchos años.

La pregunta del millón que aparece, a medida que uno se interna en el libro, es: ¿hubiera vencido EEUU a la Unión Soviética en la contienda por la primacía en el mundo multipolar sin la ayuda de la CIA? Weiner sugiere que sí porque, a su juicio, la prueba máxima de su ineficiencia es que no supo ni siquiera predecir la implosión del sistema soviético. Por no hablar del atentado contra las Torres Gemelas.

Es más: revela, sin ambages, de qué modo aparece Saddam Hussein en la política en Irak, tras un golpe de estado que llevó al poder a una facción del Partido Ba’ath en “un tren de la CIA”. Y, claro, también es un hecho histórico y conocido que Osama Bin Laden y el fundamentalismo más radical de alguna forma fueron gestados como muro de contención contra la presencia soviética en Afganistán.

No he llegado aún a la parte que se refiere a la intervención de la Agencia en Chile, en 1973, ni a su papel en el asesinato del ex canciller de Allende, Orlando Letelier, en Washington. Pero todo hace suponer que este trabajo contiene nuevas e interesantes revelaciones al respecto, dada la gran cantidad de material desclasificado que aparece en sus páginas.

En suma, un libro imprescindible que ilumina zonas oscuras de nuestra historia.


*Carlos Monge Arístegui. Escritor y periodista. Contacto: cma2004@vtr.net

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Wednesday, February 13, 2008

El último diario de papel


Yo quería escribir de periodismo. Se los juro. En medio del caluroso letargo de febrero, una idea, una solitaria y peregrina idea, se cruzó por mi mente casi cercana al encefalograma plano. Y dije: Vamos con ella, que no es cosa de desperdiciarla.

Ocurre que me enteré, a través del blog de Miguel Paz, que Jorge Lanata está por sacar en Buenos Aires lo que anuncia, con su típica ironía, como “el último diario de papel”. Se llama Crítica, igual que el legendario periódico creado por el uruguayo Natalio Botana, que durante la primera mitad del siglo XX fue un referente obligado de la prensa argentina.

Lanata incluso sacó un trailer promocional de su nueva aventura diarística (se lo puede ver en YouTube o en el blog de Paz), donde sale obviamente en primera persona, conduciendo su automóvil por las calles porteñas o en la sala de la futura redacción, aprobando premaquetas de diseño y logotipos.

En el remate del videoclip, el hombre que parió el diario Página/12 en la década de los 80, promete que el 2 de marzo estará en la calle con su nueva criatura, cueste lo que cueste y caiga quien caiga.

Lo primero que pensé es que el gordo Lanata está igual que siempre: excedido de peso, autorreferente, adicto incurable al tabaco y, más que a las hebras de esta dorada hierba, a la adrenalina de estar situado en el “mainstream” del poder.

Él mismo lo dice su entrada, con su estilo de buen titulador que lo pudo llevar a prosperar como redactor senior de alguna agencia de publicidad: “Un diario es un puente entre la sociedad y el poder. Y vos elegís de qué lado del puente ponerte…”

¿Quién pagará la apuesta de este nuevo medio que intentará sumarse a la multicolor paleta de los medios argentinos? Y lo pregunto con la sana y profunda envidia de quien vive en un país donde el 90 por ciento de la prensa está regido por un duopolio que tiene muchos recursos, pero hace rato anda escaso de ideas.

Lanata, esa suerte de Michael Moore de las pampas, que cultiva sin embargo ahora un look mucho más fashion que el que le conocí cuando era colaborador de la revista Siete Días -donde este humilde servidor se ganó alguna vez los garbanzos como plumario-, presentó públicamente a Marcelo Figueiras, uno de los propietarios de Laboratorios Richmond S.A.C.y F., “como uno de los principales accionistas” del nuevo proyecto.

Eso al menos es lo que cuenta el sitio www.diariosobrediarios.com.ar, que investigó a fondo el tema. Lo cierto es que el emprendimiento ha removido el avispero y ya se habla de pases millonarios dentro del cotizado mercado periodístico bonaerense. Lo único claro es que los lugares más afectados por la “pesca” de valiosas firmas serán Página/12 (era que no) y el dominical Perfil, donde Lanata ha ejercido como columnista.

Con respecto a Página, Jorge Lanata no se priva de practicar su habitual mordacidad y deja escapar un comentario de esos que arrancan sangre: “Debería ser privatizado…” El mensaje, para entendidos y no tanto, es claro: el diario ya no es lo que era desde que se ha matriculado con el kirchnerismo, en sus variantes Néstor o Cristina.

¿Cuál será la línea ideológica o política de Crítica? La respuesta de Lanata es un clásico del lugar común: “Nosotros vamos a hacer periodismo”. Aunque luego anticipó que el medio que dirigirá se ubicará editorialmente “entre Perfil y La Nación” (dos variantes del antioficialismo). Y estimó a continuación que “creo que le sacaremos lectores a ambos y un poco al diario líder también”, en obvia referencia a Clarín.

Difícil hacer pronósticos acerca de cómo le irá, a la distancia. Lo que sí se puede afirmar es que Crítica no dejará a nadie indiferente. Su solo nombre es todo un desafío, si se piensa que su antecesor, el diario de Botana, llegó a vender la friolera de 900.000 ejemplares por día en los años 20.

¿La fórmula del éxito? Una independencia extrema que lo llevó a ser primero antiyrigoyenista –es decir, opositor al caudillo radical Hipólito Yrigoyen, una especie de Arturo Alessandri Palma trasandino, que encabezó la irrupción de las capas medias-; luego un entusiasta sostenedor del golpe de Estado que lideró Uriburu en contra del “Peludo” (apodo que le daban sus enemigos a Irigoyen) y finalmente un acerbo cuestionador de los excesos de los militares, lo que le valió su clausura por dos años.

Liberal por sobre todas las cosas, la antigua Crítica prohijó, en especial en su suplemento cultural, a la elite de los escritores argentinos: desde Jorge Luis Borges hasta Roberto Arlt, Alfonsina Storni y Raúl González Tuñón.

Bien escrito, moderno y popular, aunque jamás populachero ni sensacionalista al cuete (o al divino botón, como dirían los argentinos), la Crítica de Botana fue un ejemplo de periodismo de avanzada. E incluso se lo puede calificar como el primer “multimedios”, pues en 1932 lanzó su propio noticiero cinematográfico.

Muerto Botana en 1941, en un accidente automovilístico, su familia, continuando su tradición antiautoritaria, criticó desde las páginas del tabloide al primer gobierno de Juan Domingo Perón.

Pero en 1951, debido a problemas económicos, debió vender el periódico. ¡Y adivinen quién lo compró! Sí, el peronismo… Aunque despojado ya de su nervio y garra, el diario comenzó a languidecer y murió de muerte natural, ante la indeferencia del público, en marzo de 1962.

Para terminar, sólo agregaré que me gustaría saber quiénes están, de verdad, detrás de esta nueva iniciativa de Lanata, porque no “compro” lo de Figueiras.

Sin ánimo de ser infidente, pues esto ya es historia en la medida en que aparece en textos publicados y reconocidos y no en la mera chismografía, convendría señalar que Página/12 fue financiado inicialmente –en lo que fue tal vez uno de sus más grandes aportes para la historia argentina- por el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores.

Esto fue admitido públicamente en sus memorias por Enrique Gorriarán Merlo, lugarteniente de Roberto Santucho, fundador del PRT-ERP. Y puede sonar extremadamente escandaloso para oídos como los chilenos, dado que en nuestro país vivimos sacándonos cuentas viejas del pasado. Pero nunca en forma consecuente y hasta el final.

De hecho, hace pocos días un ex comandante en jefe del Ejército de Chile, el general (r) Juan Emilio Cheyre, ha dicho que estarían inhabilitados para ejercer hoy la política tanto quienes incitaron al golpe de estado de 1973 como quienes llamaron a resistirlo, ¡con lo cual nos quedaríamos con la suma cero de un país sin políticos ni militares!

Con esto, vuelvo a lo del inicio de esta columna. Yo quería escribir sobre la prensa. Hablar sobre Crítica en Argentina y Público en España, dos diarios "progres" que, en soporte papel pero a la vez en adecuada sinergia con las nuevas tecnologías digitales, abren la cancha de la pluralidad en ambos países. Y a los que desde acá sólo queda mirar con hambre y envidia, como el gato en la carnicería.

Pero aparece Cheyre opinando, y dan tantas ganas de terciar en el debate. Mas, como la primera regla de todo buen columnista es no latear a su público, por ahora lo dejo todo hasta aquí. Con un punto final. O más bien seguido.

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Friday, February 01, 2008

Miguel Krassnoff, “preso político” de la democracia



Los hechos son los siguientes: el miércoles 30 de enero, el ex ministro de Pinochet, Alfonso Márquez de la Plata escribió en la sección Cartas al Director de El Mercurio un encendido panegírico en defensa de Miguel Krassnoff Martchenko. Antes, el 17 de diciembre, Hermógenes Pérez de Arce también rompió lanzas en favor de este brigadier (r) del Ejército, que está condenado a purgar condenas judiciales que sobrepasan los cien años de prisión por su infatigable labor como represor de la dictadura.

Pérez de Arce lo hizo al presentar el libro “Miguel Krassnoff”, escrito por Gisela Silva Encina. Y en esa ocasión llamó al inspirador del texto “un Jean Valjean de nuestro tiempo”. Nada menos. Para qué andarnos con chicas; si vamos a comparar, comparémoslo con un personaje salido de la pluma de Víctor Hugo. Y digamos, de paso, que la obra de Silva hace recordar en ciertos pasajes a León Tolstoi (¿?), sobre todo cuando repasa la vida familiar de este bizarro cosaco que llegó a Chile debido a los avatares de la Guerra Fría y antes que ella, de la Revolución Rusa.

Pueden leer el texto de este maestro de los sofismas en la siguiente dirección de internet: http://www.cren.cl/index.php?option=com_content&task=view&id=119&Itemid=50. Allí también podrán saber (si el ciberespacio aún la conserva en su amplio regazo), que en la parte final de su patriótica alocución nuestro buen Hermógenes tiene la delicadeza de recordar que tan magnífico opúsculo ha sido posible dado que fue “acogido y editado por la Editorial Maye, de nuestro incansable y patriota amigo Alfonso Márquez de la Plata”.

Y ahí uno puede entrar a atar cabos: primero, el libro; luego la carta al “decano” y posteriormente sentarse a esperar que algún “humanoide” pique para reivindicar, por la vía de la polémica, a este pobre Cristo que ha sido víctima de una “injusticia tremenda”.

Márquez de la Plata, hombre de espesas cejas, como los villanos de las películas del cine mudo, que al parecer le dificultan una correcta visión del devenir histórico, se pregunta al inicio de su misiva: “¿Qué puede haber realizado este oficial para recibir un castigo tan severo, a pesar de su brillante hoja de servicios que incluye la medalla al valor, distinción que sólo se otorga en casos excepciones?”

Y su respuesta es que la detección y posterior muerte en combate de Miguel Enríquez, el líder del MIR abatido en una casa de San Miguel en octubre de 1975, fue la que lo condujo a su actual sitial, entre los parias de la DINA. Aquellos que de héroes pasaron a ser proscritos y olvidados reos de Punta Peuco o el Penal Cordillera.

E insiste en la peregrina idea (repetida con entusiasmo por Hermógenes) de que Krassnoff fue condenado por jueces malévolos por secuestrar a personas que en realidad están muertas. O incluso, en uno de los tantos casos que se le endilgan, que se asilaron en México.

Como quien dice, un perseguido “preso político” de la democracia. Un abnegado servidor público al que hoy la patria no le reconoce sus innumerables méritos y desvelos en el marco de un accionar que es el que echó las bases de la paz social de la que hoy disfrutamos.

Una muy querida amiga, Erika Hennings, que estuvo en calidad de detenida-desaparecida en Londres 38 pero consiguió sobrevivir, aunque perdió a su marido Alfonso Chanfreau, en ese trance, lee esta carta y, por supuesto, se indigna.

Le cuenta a sus cercanos que ha sentido “rabia e impotencia en el lado izquierdo de mi espalda y pecho”, al entregarse a la lectura de la epístola de Márquez. Y se pregunta cómo es posible que haya algunos que todavía le presten tribuna a los defensores de criminales.

Nada de que extrañarse, Erika. Estamos en un país donde reina un estricto estado de derecho. Y ningún miembro del alto mando de ningún arma puede ser obligado a dejarlo mientras no haya un fallo judicial que acredite su culpabilidad en algún crimen de lesa humanidad ligado, por ejemplo, con el siniestro paso de la Caravana de la Muerte por el norte de Chile.

Así lo estipula la sana doctrina imperante. Pues ya se sabe que jurídicamente no es lo mismo haber participado en la ejecución de prisioneros desarmados, con lujo y derroche de saña -la que incluyó heridas con corvos, además de balazos-, que haber contribuido sólo a su traslado.

Por más que haya profetas del odio y la venganza que sostengan que da lo mismo qué parte del engranaje uno ocupaba dentro de la abominable maquinaria del crimen que operaba bajo el amparo del Estado.

En fin.

En todo caso, para retomar el análisis de este nuevo aporte a la literatura testimonial chilena que nos ha entregado la señora o señorita Gisela Silva, quisiera recordarle al ínclito Hermógenes que olvidó a otro autor (aunque, en rigor, también lo menciona, pues el hombre no ahorró municiones en su defensa de este Dreyfus moderno...) con el cual Krassnoff y los hechos que rodean su vida sin duda harían buenas migas.

Me refiero a Fedor Dostoievski, que estuvo a punto de ser colgado por participar en una conjura contra el zar, y escribió “Crimen y castigo”.

Qué mejor título para resumir en pocas líneas la existencia de Krassnoff Martchenko. “Su abuelo combatió contra la revolución bolchevique como comandante en jefe de los cosacos, y en la Segunda Guerra Mundial luchó (con el padre del oficial chileno y un tío) contra los comunistas con el apoyo del Ejército alemán en la operación Barbarroja”. La descripción es del diario El Mercurio, junio de 2003, que entrevistó al “Jean Valjean ruso-chileno” para conocer “su verdad” respecto a los delitos de los que se le acusaba.

Posteriormente, tras el triunfo aliado y la caída de Hitler, su abuelo, su padre y su tío, que estaban establecidos en Austria, fueron entregados por los británicos a los soviéticos. Los que presumiblemente los ejecutaron por colaboración con el enemigo en 1947, luego de haber pasado por la Lubianka, el cuartel general de la KGB (Mayores datos pueden encontrarse en “La venganza es mía: Una familia cosaca y las catástrofes políticas del siglo XX”, de Friedrich Heller y Claudio Velasco, libro disponible en la red).

Los cosacos, por si alguien lo ignora, son una cultura de un profundo sesgo rural y tradicionalista asentada en las orillas del río Don. Un cosaco, pero de izquierda (que también los hubo) Mijail Shólojov, escribió “El Don Apacible”, una magnífica novela que le valió, entre otros textos de su creación, el Premio Nobel de Literatura.

En este libro, que acabo de leer hace poco tiempo, aparece el general Krasnov (así escribe su apellido el traductor Laín Entralgo), atamán de los cosacos del Don y líder del movimiento contrarrevolucionario blanco que, con el gentil auspicio del Occidente civilizado, quiso ahogar a la Revolución de Octubre en su propia cuna.

Cito un párrafo elegido al azar de esta gruesa novela (más de mil 700 páginas en delgado papel biblia) donde unos cosacos que se han rebelado contra el poder de los Soviets hablan de Piotr Nikolaievich Krasnov, hijo y nieto de generales (Y no hace falta agregar ningún otro comentario):

-¿Quién es ese Krasnov?

-¡Acaso no lo saben? ¡No les da vergüenza preguntarlo, señores? Es un general famoso, mandó el Tercer Cuerpo de Caballería, muy inteligente, caballero de San Jorge. ¡Un militar de mucho talento! (...)

-¡Pues yo les digo que nosotros conocemos muy bien su talento! ¡Es un general que no sirve para nada! ¡En la guerra contra los alemanes demostró su incapacidad! (...)

-¡Cómo puede hablar así del general Krasnov si no lo conoce! (...)

-Yo hablo así, señoría, porque serví a su mando... En el frente austríaco llevó a nuestro regimiento al ataque contra las alambradas enemigas. Por eso creemos que no sirve para nada...

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