Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Wednesday, April 30, 2008

¿Por qué cayó la URSS?: Una visión desde la historia


Es curioso que habiendo sido la extinta Unión Soviética un actor de primer orden de la escena internacional durante buena parte del siglo XX, hoy casi no se hable de ella y sólo se la mencione de soslayo, casi en forma vergonzante.

Sus enemigos cambiaron rápidamente el punto de mira de sus cañones y sus amigos se desentendieron de la experiencia fracasada, arrojando en muchos casos a la criatura junto con el agua sucia de la bañera.

Como sea, mientras la historia no emita un juicio definitivo, lo cual sin duda va a demandar un buen tiempo (cabe aquí recordar a Chou En Lai, diciendo que aún era muy temprano para evaluar a la Revolución Francesa), habrá que estar dispuesto a seguir escuchando sandeces al por mayor.

Un libro que escapa con creces a la regla del menor esfuerzo que consiste en repetir bobadas, con total impunidad, es “El siglo soviético: ¿Qué sucedió realmente en la Unión Soviética?”, de Moshe Lewin, académico de la Universidad de Pennsylvania, según la escueta información de solapa.

Lewin, nacido en Wilno, Polonia, en 1920, trabajó siendo joven en una granja colectiva soviética y luego fue oficial del Ejército Rojo. Emigró en 1945 a Israel, donde se enroló en el laborismo, y obtuvo después un doctorado en historia en la Sorbona.

El libro en comento marca el punto más alto de su obra como historiador. Publicado el 2005 en el mundo anglosajón, al año siguiente Crítica ofreció la versión en castellano de un texto que ha sido elogiado sin retaceos por figuras de la talla de Eric Hobsbawm.

Para el autor británico, este trabajo representa “una contribución decisiva para emancipar la historia de la Unión Soviética de la herencia ideológica del siglo pasado y debería ser lectura obligada para cuantos aspiren a entenderla”.

El grueso volumen, de 500 páginas, pasa revista al largo proceso que se extiende entre la Revolución de Octubre, en 1917, y la desaparición de la URSS, en 1991.

La feroz semilla de los años 30

Los años 30 ocupan, por cierto, un lugar muy especial en la historia “relativamente corta del sistema soviético”. Son los años del drama de un país que no se había recuperado del todo de los estragos de la I Guerra Mundial y de la guerra civil (1918-1921), con el breve paréntesis de la Nueva Política Económica (NPE), en los 20, para caer en la dinámica de la colectivización forzada del agro y los planes quinquenales.

Este proyecto nacional sin precedentes, cuya meta era la industrialización y que estaba guiado por el principio de la factibilidad de la construcción del socialismo en un solo país, bajo la severa conducción de Stalin, fue un punto de inflexión rotundo y decisivo, mientras Occidente vivía los efectos de la recesión y el hundimiento de las bolsas.

“Que tanta gente, simultánea o posteriormente –dice Lewin -, se negara a creer que Stalin era la imagen de la mente criminal de un régimen basado en el terror puede guardar mucha relación con aquellos aspectos de su política que estuvieron, indudablemente, al servicio de los intereses del país”.

Y agrega: “Muchos observadores rusos y no rusos coinciden en que la victoria de la URSS en la Segunda Guerra Mundial fue una gesta que salvó al país y que tuvo un impacto internacional considerable, y que ni el zarismo, ni cualquier otro régimen similar habrían podido lograrlo”.

¿Significa esto exculpar la existencia del gulag? En modo alguno. Pero ayuda a ubicar cada cosa en su lugar, sin dejarse llevar por simplificaciones ni reduccionismos. El libro de Lewin revela cómo el Partido Comunista de la URSS se fue convirtiendo, poco a poco, en una cáscara vacía de contenido, en la medida en que Stalin lo transforma en mera correa de transmisión de sus órdenes y sofoca la agitada vida interna que siempre había animado a la fracción bolchevique del Partido Obrero Social Demócrata ruso.

Desde episodios ya de sobra conocidos, como el desplazamiento de Bujarin –“el favorito del partido”- de la línea de sucesión de Lenin, hasta la lucha contra el trotskismo-zinonievismo, que le permitió a Iosif Vissarionovich Dzhugashvili, consolidar su encumbramiento al poder. Eliminando, de paso, a más de la mitad del Comité Central elegido en el “Congreso de los vencedores”, a comienzos de los ’30.

O capítulos que tuvieron menos prensa, como el rápido auge y la no menos veloz declinación dentro del PCUS de Alexis Kuznetsov, a quien Stalin ubicó como miembro del Politburó, al cabo de la “Gran Guerra Patria”, para dejarlo caer en cuanto éste comenzó a meter el dedo en la llaga de las falencias organizativas de esta estructura, sacándolo de la escena mediante lo que se dio en llamar “el incidente de Leningrado”.

Un incidente enmarcado en el contexto del “zhdanovismo”, corriente encabezada por el entonces secretario del partido, Andrei Zhdanov, que eligió como blanco principal a la intelectualidad acusada de “cosmopolita”, al tiempo que se exaltaba a los “tribunales de honor”. Que hacían recordar, no sin razón, al clima previo a los procesos de Moscú (1936-1938).

Kuznetsov denunció los atisbos de corrupción que empezaban a afectar a los miembros del aparato. En un documento de fines de 1947, consideró inaceptables los “incentivos” que los responsables de las diversas áreas económicas ofrecían a los dirigentes partidarios. Esto era, a su juicio, “esencialmente una forma de corrupción que hacía que los representantes del Partido dependieran de las agencias económicas”. Así le fue: destituido de su cargo en 1950, fue ejecutado al poco tiempo.

El prolijo rastreo de los archivos soviéticos, a los que sólo se obtuvo acceso tras la implosión del sistema político que rigió por más de ocho décadas en Moscú, ofrece, sin duda, al historiador avispado, no pocas sorpresas.

Es difícil, por ejemplo, intentar establecer líneas de continuidad ininterrumpida entre el partido de Lenin y el de Stalin, cuando en el primero se permitía la disidencia aún en medio de la guerra civil (así lo ejemplifica el caso de Osinski-Obolenski, líder de la corriente opositora “centralista-democrática” que, estando movilizado en el frente, publicó en Pravda, en diciembre de 1920, un artículo en el que plantea que es necesario resucitar el partido como organización política una vez concluida la fase militar).

Mitos y prejuicios

Políticamente incorrecto, Lewin no deja títere con cabeza a la hora de barrer con los prejuicios simplistas con los que muchos construyen su visión de la caída de la URSS. Para empezar, asegura que “si el país hubiera sido fiel a algún tipo de totalitarismo, y de haber sido capaz de someterse a él, el régimen habría durado para siempre”, despachando de un plumazo a los que igualan a Stalin con Kruschev y a Brezhnev con Gorbachov.

Luego se niega a asumir al anticomunismo como punto de partida para el estudio de la Unión Soviética: “El anticomunismo –y sus doctrinas derivadas- no es una disciplina histórica, sino una ideología enmascarada de disciplina que no sólo no se correspondía con las realidades del ‘animal político’ en cuestión, sino que, enarbolando la bandera de la democracia, explotó el régimen autoritario (dictatorial) de la URSS en beneficio de causas conservadoras o aún peores”.

Y, por último, enarbola la suprema “herejía” al postular que la Unión Soviética fue cualquier cosa, menos socialista. “El socialismo supone que la propiedad de los medios de producción es de la sociedad, no de una burocracia. Siempre se ha pensado en el socialismo como una etapa más de la democracia política, no como un rechazo. Por ello, seguir hablando de ‘socialismo soviético’ es presentar una auténtica comedia de errores”.

En su opinión, la URSS, en su primera etapa, pertenecía a la categoría de los llamados “Estados desarrollistas”, un modelo que sigue vigente en países como China, India o Irán, donde el poder estuvo antes en manos de antiguas monarquías rurales. Pero esta marca de origen no necesariamente implica que la transición deba derivar a un modelo despótico, “como lo ha demostrado la eliminación del estalinismo en Rusia y el maoísmo en China”.

En este punto, Lewin incluso va más lejos que cualquier otro analista ex post de los hechos, al apuntar que de haber prosperado el fallido intento del ex jefe del KGB Yuri Andropov de reformar el sistema desde adentro, quizás otro gallo pudo haber cantado.

“Alrededor de los años 80, la URSS había alcanzado un nivel de desarrollo económico y social superior al de China, pero el sistema se vio atrapado poco después por su propia lógica destructiva. Las reformas previstas por Andropov podían haberle dado al país lo que necesitaba: un Estado activo y reformado, capaz de seguir adelante con el papel del motor del desarrollo, y capaz al mismo tiempo de renunciar a un autoritarismo ya obsoleto, por cuanto el tejido social había sufrido una profunda transformación”.

¿Ucronía? ¿Simple ejercicio analítico que no es capaz de enmendar por la vía de la hipótesis lo que efectivamente ocurrió? Como sea, lo que nadie puede negar es que Lewin recapitula, con una acuciosidad impresionante y documentos en mano, la sucesión de hechos que condujo al derrumbe de un osado experimento social que gravitó y sigue gravitando aún en la vida de millones de personas.

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Thursday, April 24, 2008

¿Quién le tiene miedo al lobby?


"El lobby se comió al lobby..." La frase no es mía. La usó el director del diario La Tercera, Cristián Bofill, en un seminario sobre la representación y gestión de intereses, realizado por la Universidad del Desarrollo, hace unos pocos días. Y aludía a la ley aprobada por el Congreso el 3 de abril pasado, y que está en espera de promulgación, aunque todo indica que el Ejecutivo hará uso de su derecho a veto para modificarla.

¿La razón? Durante su trámite parlamentario, se determinó que sólo podían ser considerados como lobbistas quienes fueran remunerados para ejercer ese rol, excluyendo de la condición de tales a los estudios de abogados, agencias de comunicación estratégica y organizaciones gremiales de toda índole.

O sea, la definición de lobbista dejaría fuera de sus límites a empresas como Hill Knowton Captiva o Burston Marsteller que se dedican activamente al ejercicio del cabildeo en favor de intereses privados. O a estudios de abogados, como el de Jorge Schaulsohn (otro de los exponentes en el seminario), que en muchos casos van mucho más allá del ofrecimiento de patrocinio jurídico para sus clientes y actúan como facilitadores o grupos de presión.

Bofill sabe de lo que habla cuando habla de lobby. De hecho, en su presentación recordó que su experiencia de 16 años como director de medios le ha permitido conocer muy de cerca la labor de los lobbistas. En muchos casos, ex colegas perdidos para la profesión periodística pero ganados para una actividad que mueve “mucho dinero”. O ex funcionarios de gobierno o ex parlamentarios, con fluido acceso a los más altos despachos gubernamentales.

“La mejor muestra de su poder (el de la industria del lobby) es la ley que acaba de salir”, dijo Bofill, quien además apuntó que en Washington hay 30.000 empresas de lobby registradas; en Bruselas, capital de la Comunidad Europea, 11.000; y en Chile sólo una de las que se dedican a este lucrativo negocio se reconoce a sí misma como lobbista: Imaginacción, fundada y dirigida por el ex ministro de Aylwin, Enrique Correa.

Para Bofill, el lobby se desarrolla principalmente en tres ámbitos: el poder político, el poder judicial y los medios de comunicación. Y comentó cómo su poderoso influjo le costó la carrera política a Tom DeLay, líder de la bancada republicana en la Cámara de Representantes, al descubrirse que un afamado lobbista le había pagado un espléndido viaje a Escocia, con todos los gastos cubiertos, para jugar golf.

En Chile, y no hace mucho tiempo atrás, el director del Registro Civil debió dejar su cargo al trascender a la opinión pública el hecho de que uno de sus asesores más cercanos asesoraba también a la multinacional india Tata, la cual participaba en una millonaria licitación como oferente de servicios ante ese organismo público.

El lobby es feroz, qué duda cabe. Y si bien nuestra economía es pequeña en la escala de la globalización, una tajada es siempre una tajada.

¿Dónde se hace lobby en Chile? Bofill repasó una lista de negocios en la que éste es muy activo: Hidroaysén, el plan para generar energía eléctrica en el extremo sur, utilizando los ríos de esa zona (plan que enfrenta, a su vez, un lobby ecologista de anchas espaldas en su contra); grandes proyectos mineros, para los cuales resulta fundamental asegurarse un buen estudio de impacto ambiental, en los que a veces –Bofill dixit- “la firma de un seremi de una región puede valer más que la del ministro del Interior”; las concesiones de obras públicas o la energía nuclear, como alternativa para hacer frente a la crisis energética.

La nómina dejó para el final un campo que suele ser una de las joyas de la corona cuando de lobby se trata: la adquisición de armas y equipamientos bélicos. El panelista apuntó que “en lobby las mejores comisiones están en la venta de armas. Que es a su vez un negocio tan rentable que en muchas ocasiones se dice que da incluso mayores ganancias que el narcotráfico”.

Al hablar de este punto fue inevitable recordar un caso que ha llegado a los tribunales de justicia y que compromete seriamente a un ex comandante en jefe de la Fuerza Aérea de Chile: el de la compra de aviones Mirage para la FACh, por un monto de 600 millones de dólares, donde se habrían percibido comisiones ilícitas con el fin de equilibrar la balanza de la elección hacia un proveedor determinado.

Bofill culminó su charla con una pregunta inquietante: ¿Por qué los parlamentarios se demoraron cinco años para sacar una ley tan tibia como ésta? Y recordó que en el Congreso duermen el sueño de los justos dos proyectos relacionados íntimamente con el lobby: el de la llamada “puerta giratoria” (entendiendo como tal la que lleva de los directorios de las empresas privadas a los más altos cargos públicos y viceversa, en un incesante camino de ida y vuelta); y la que pretende regular los conflictos de intereses.

Claro que no todo fue arrojar dardos hacia los costados. Bofill debió admitir que existe una relación lobby-prensa, puesto que “a veces” los intereses de ambos “pueden coincidir”. En el caso de los periodistas, obteniendo acceso privilegiado a fuentes bien informadas sobre tejes y manejes que se dan en zonas oscuras de la vida pública; y, en el de los lobbistas, llevando, con ayuda de los medios, agua a su propio molino.

“No somos la virgen del burdel”, concluyó. “Nadie lo es. Y debemos dar examen todos los días para validarnos ante la sociedad y nuestros lectores”.

En el seminario expusieron, además, el ministro secretario general de la Presidencia, José Antonio Viera Gallo, quien defendió la ley aprobada, más allá de considerarla susceptible de ser perfeccionada; el abogado Davor Harasic, de Chile Transparente, crítico de la normativa en su forma actual; Cristina Bitar, de la agencia Hill Knoltown, y el ex parlamentario Jorge Schaulsohn.

Yo asistí a este evento por estrictas razones profesionales, y no pude dejar de pensar, una vez que terminé de registrar los dichos de los participantes en mi libreta de apuntes, si es que acaso, en una sociedad como la nuestra, donde la propiedad de los medios de comunicación está tan concentrada, no ejercen éstos la forma suprema del lobby: el poder influenciar sin contrapesos y sin ninguna mirada vigilante y reguladora de por medio.

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Monday, April 21, 2008

¿Hillary Obama o Barack Clinton?


La corresponsal del diario español El Mundo en Bruselas despachó a su periódico una breve nota sobre la audaz y golpeadora publicidad de la Hogeschool-Universiteit Brussel (HUBrussel), con sede en la capital belga. "¿Por qué elegir cuando puedes combinar?", dice el anuncio de este centro de estudios, donde se funden las imágenes de los dos postulantes a la candidatura demócrata en Estados Unidos, Hillary Clinton y Barack Obama, a quien, por cierto, todo el mundo llama por su apellido. La HUB propone cursar en un mismo lugar cursos de pre y posgrado, y su línea es claramente americanófila, como lo deja en claro su planteamiento académico y la elección del idioma de su pintoresco y llamativo aviso. En Chile, con el mismo criterio, y empleando el photoshop, se podría intentar similar aventura gráfica con Lagos e Insulza, por ejemplo, y hasta con Soledad Alvear. O con Piñera y Lavín. Las nuevas tecnologías dan para todo.

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Wednesday, April 02, 2008

La doctrina del shock


Termino de leer un libro que debería ser objeto de intenso debate público en nuestro país, aunque sea en función del ombliguismo que nos aqueja y que nos hace ver apenas poco más allá de nuestras narices.

Me refiero a La doctrina del shock: El auge del capitalismo del desastre, de Naomi Klein, académica canadiense que es uno de los referentes teóricos obligados del movimiento antiglobalización.

Chile es protagonista estelar del mismo, pues la autora de No Logo indica que el golpe de estado de Pinochet y la posterior aplicación de una política económica hegemonizada por los Chicago Boys –los discípulos favoritos de Milton Friedman- fue el punto de arranque de una verdadera contrarrevolución que modeló el mundo que hoy vivimos.

El rediseño radical de nuestra economía, llevado a cabo gracias a la supresión, vía manu militari, de cualquier forma de oposición a esa reconversión, le sirve como “caso testigo” que le permite dar sustento a la hipótesis central que cruza su trabajo.

La tesis de Klein es que el capitalismo ultraconcentrado emplea constantemente la violencia e incluso el terrorismo para reconfigurar a las sociedades a su antojo y maximizar la tasa de ganancias.

Con ella apunta con una estaca de madera hacia el corazón de quienes, como Friedrich Von Hayek, gurú de Friedman, y la Sociedad Mont Pelerin, creen que los mercados desregulados son el único camino que conduce a la libertad y a la prosperidad.

Klein, que alcanzó el puesto undécimo, el más alto logrado por una mujer, en el Sondeo Global de Intelectuales, lista que confecciona la revista Prospect, junto con Foreign Policy, se remite a las pruebas que le entrega la historia reciente.

Para ella, el hilo conductor de la ofensiva neoconservadora, a escala planetaria, es una sucesión de golpes de mano, asestados con decisión y en forma implacable, que contribuyeron a instalar un modelo de dominación imperial cuyas paradigmas políticos fueron en su momento Margaret Thatcher y Ronald Reagan.

Por esto, en las 606 páginas de su libro, parte por contar la alucinante historia de cómo un siquiatra de la Universidad McGill, Ewen Cameron, llevó adelante en los ’50, con el auspicio de la CIA, un experimento destinado a demostrar que era posible lavar el cerebro de las personas.

Las herramientas necesarias para conseguirlo fueron los electroshocks, el aislamiento de las víctimas y el suministro de distintos tipos de drogas con el fin de vencer su voluntad. En el fondo, nada demasiado diferente a lo que hoy se practica en Guantánamo o en las cárceles secretas diseminadas por el mundo, en virtud de la lucha antiterrorista sin tiempo ni espacios determinados.

Estremece leer la entrevista que Klein le hace en su departamento de Montreal a Gail Kastner, quien sufría un leve trastorno sicológico en su juventud, cuando tuvo la desgracia de caer en manos de Cameron, quien la torturó y le provocó daños irreparables que la tienen confinada a una situación de invalidez y dolor permanente.

A causa de esta desalmada manipulación, la CIA fue condenada a pagar una millonaria indemnización. Pero, claro, nadie le devolverá los tramos de vida perdida a Kastner ni a las otras víctimas. Ni la reparará por las pesadillas que hasta el día de hoy sufre cuando recuerda sus padecimientos a manos de este siniestro médico que creía que, a punta de electrodos, podía reconvertir, como él quisiera, la mente humana.

Trascartón, Klein habla del otro “doctor Shock”: de Friedman y sus muchachos, y cómo, con el apoyo de Arnold Harberger, más el aporte de dineros federales, los economistas de la escuela de Chicago comenzaron a hacer de Chile -incluso antes del golpe de 1973- el laboratorio que a la larga hizo que los chilenos cumpliéramos el papel de “conejillos de Indias”, en un experimento de carácter global.

El enfoque del libro, por tanto, también es global. Klein salta de Chile a Polonia, y de Polonia a Sudáfrica, y de ésta a la Rusia de los “oligarcas”, fundada por Boris Yeltsin, o a la pobreza estructural que desnudó el huracán Katrina y a la oportunidad que allí algunos vieron para reconstruir Nueva Orléans al más puro estilo libremercadista.

Repasa, asimismo, lo que llama el “saqueo de Asia” donde los “tigres” fueron castigados por mantener barreras que conspiraban contra un mercado mundial sin limitaciones. Y cuenta la experiencia de Indonesia, Tailandia, Filipinas y Corea del Sur, donde pujantes empresas como Daewoo fueron compradas a vil precio por las multinacionales, una vez que se atacó a su moneda y a su economía en su conjunto.

En el caso de Irak, revela de qué manera “halcones” como Dick Cheney o Donald Rumsfeld eran ya los “pichones” promisorios del Partido Republicano cuando Nixon y Kissinger hacían de las suyas. Y la trama de intereses materiales oculta detrás del ataque a Irak, que a la larga favoreció, sin duda, a empresas como Blackwater o Halliburton.

La conclusión, después de leer este trabajo, es amarga: el mundo está gobernado por tiburones despiadados que no temen conducir a la humanidad al desastre, si es que en el camino se pueden echar unos millones de dólares más el bolsillo.

Nada nuevo, dirán ustedes. Nada que no se sepa de antemano. Pero lo que justifica y da sentido al gasto de tiempo que presupone la lectura de este grueso volumen, es que aquí están sistematizados y reunidos datos que -más allá de cualquier ideologismo o prejuicio previo-, hacen que uno deba tomarse muy en serio lo planteado por Klein.

Se podría decir incluso, para cerrar estas líneas, que su feroz reclamo contra la abusiva concentración de poderes y la “puerta giratoria” que lleva hoy en Washington de la empresa privada a los cargos públicos y viceversa, es antes que nada una postura ética que denuncia a un sistema que traicionó a sus propias bases.

No por nada, Klein cita, por ejemplo, a Franklin D. Roosevelt, quien no dudó alguna vez en alertar contra los que se aprovechan de los conflictos bélicos para su propio beneficio. “No quiero ver ni un solo millonario en Estados Unidos surgido como resultado de este desastre mundial”, dijo Roosevelt en su momento, refiriéndose a la II Guerra Mundial.

Y lo que se pregunta Naomi Klein, con toda razón, es qué habría dicho entonces al ver al vicepresidente Cheney ligado a la corporación Halliburton, con jugosos contratos para la “reconstrucción de Irak”. O al ex secretario de Estado Donald Rumsfeld, con acciones en la empresa que produce un antídoto contra la gripe aviar, en medio de la histeria de un posible ataque biológico que sobrevino luego del 11/9.


*Carlos Monge Arístegui. Escritor y periodista.

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