Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Wednesday, June 27, 2007

Memorias del Darno



“¿Sabes que acaso te está hablando un muerto?, eco callado soy que resucito (...) Voz que ya nadie dice, luz de un sol extinguido que aún galopa en el tiempo (...) Yo soy la realidad, sombras vosotros, que con ser sólo un aire estremecido, yo he de vivir aún más que quien me dijo”. (“Poema para ser grabado en un disco de fonógrafo”, E. González Lanuza).

A Eduardo Darnauchans.



Me cuentan, Darno amigo, que te has ido. Que has saludado al público y has hecho mutis por el foro. Y que a esta hora andarás, seguramente, revoloteando por los campos del Arnau, con tu figura de trovador antiguo. De muchacho tímido y salvaje que cantaba empinándose sobre la punta de los pies, como si acaso estuvieras rezando y fueras sacudido por ese misterioso temblor de quien convoca algo sagrado con su canto.

Dicen que ya no eras el mismo al que conocí en La Plata, en Argentina, a mediados de 1974. Y, claro, cómo serlo o haber quedado indemne y sin cicatrices o heridas a la vista cuando la historia nos pasó por encima como un inmenso camión con acoplado. Y quedamos a la vera del camino como precoces víctimas de un naufragio que, por cierto, no perdonó a nadie.

Me cuentan, además, que tenías el rostro abotagado cuando diste las hurras y te retiraste a los aposentos mortuorios con los que tantas veces habías fantaseado en canciones en las que anticipabas el día en que ya “sin pituitarias, sin ojos” pusieran sobre ti una fría lápida (“y vendrán las flores y vendrán las flores y vendrán las flores...”).

El rostro tumefacto, propio de un veterano boxeador que lleva escrito en su cara un historial de algunos triunfos por nocaut y muchas caídas sobre la lona, mientras en tu rincón no hay nadie que arroje la toalla o cubra los moretones con vaselina para que los golpes resbalen. O, al menos, no sean tan impiadosos y a mansalva.

Me dicen que te escondías tras unas gafas negras, como un viejo roquero que oculta sus excesos. Que ya no aclarabas tu voz con agua sino con whisky. Que suspendiste un concierto que significaba tu regreso a los escenarios después de un largo paréntesis. Y que vivías en un sanatorio en el cual te jactabas de ser el único paciente menor de 80 años.

Dicen también que dos semanas antes de tu partida, tu última mujer, Patricia, tomó pasaje de ida hacia el Leteo. Y que la noche en que tu corazón dijo basta, hasta-aquí-no-más-llegamos, le advertiste a la enfermera que velaba tu sueño que no se sorprendiera si te veía soltar algunos lagrimones pues ibas a leer a Shakespeare.

Dicen, en fin, amigo mío, que te fuiste a las aguas de la laguna Estigia, en el viaje del que no se regresa, con la dignidad de quien se definía, no sin cierto sarcasmo, como una “mezcla de católico-jesuita con bolchevique del año 17, socialista del 4 y zen de acá nomás...”.

Que fuiste enterrado entre aplausos y los sones de tu venerado Dylan. Y que te despidió Yamandú Palacios, aquel de “Los boliches” (“la soledad, con el alcohol, deja un gorrión que por el aire del alma se va...”), a la vez que alguien envolvía tu féretro con “la bandera de tus convicciones”. Y una muchacha, de nombre Cecilia, dejaba un clavel rojo en honor a la canción que, en otro tiempo y en otra vida, le dedicaste a otra Cecilia a la que amaste.

Fue en ese otro tiempo y en esa otra vida donde nuestros caminos se toparon. Veníamos de una derrota brutal que nos dejó sin brújula ni timón, desarbolados, en medio de la tormenta más feroz. Y el pronóstico del tiempo, sin duda, no era nada favorable.

Yo había llegado a La Plata, junto a mi prima América, buscando refugio ante la inclemencia, y en esa tarea de recomponer los pedacitos de los sueños que logramos poner a salvo de la catástrofe, nos fuimos juntando con otros sobrevivientes como nosotros.

A la primera que América conoció fue a Maribel. María Isabel Navarrete Morales era del sur de Chile, de Chillán, estudió en Concepción, hasta el golpe del 11 de septiembre y desapareció en La Plata el 17 de mayo de 1977, según consta en un auto presentado por el juez Baltazar Garzón para conseguir la extradición de Pinochet.

Tenía 24 años cuando fue secuestrada en la vía pública y no se registra su paso por ningún centro de detención. Maribel era morena, usaba el cabello largo y el rasgo suyo que más tengo presente son unos enormes ojos color café llenos de vivacidad.

No merecía (nadie la merecía, en verdad) la horrorosa muerte que presumo tuvo. Y el único “delito” que, en rigor, le conozco es haber militado en el centro de estudiantes de Medicina, proscrito tras el golpe de estado de Videla, en marzo de 1976.

Pero estábamos aún en 1974, y pese a que los perros de la muerte ya andaban sueltos, anticipando lo que vendría, existía una precaria institucionalidad de la cual nos asíamos con dientes y muelas para escapar al vendaval que azotaba a los países vecinos.

Lo cierto es que América conoció a Maribel y luego a Beatriz, compañeras de facultad y de militancia, y alquilaron un departamento en Diagonal 80, cerca de la estación de trenes del Ferrocarril Roca. Y una de ellas conoció a este grupo de uruguayos que, como almas perdidas en la tormenta, había ido a dar a la ciudad de los diagonales.

Y así las tres estudiantes de Medicina se hicieron yuntas de la bandita formada por dos estudiantes de Agronomía, el Vasco Jorajuría y el “Capi” (nunca supe su nombre), además de Dardo Banchero, quien terminó siendo el esposo de mi prima.

El Vasco y Dardo eran de Carmelo, en el departamento de Colonia. Y ahí es donde entras de nuevo, vos, querido Darno, que con tu estirpe bolche —la cual no sé si provenía de Minas de Corrales o Tacuarembó, los lugares de tu infancia—, caíste de rebote en esa cofradía que estrechó sus lazos en Montevideo en tiempos de rigor y persecución.

Todos para uno y uno para todos, fue la consigna de esta hermandad a la que te uniste como un joven D’Artagnan, precedido por tu fama de músico precoz y talentoso, que grabó su primer disco, “Canción de muchacho”, cuando sólo tenías 18 años. Eras un pobre gurí venido del interior “sin parientes importantes y sin dinero en el banco”, que dio su primer recital en el teatro Stella D'Italia, concitando la atención del personal.

A partir de ahí (o un poco antes, para ser más exactos), fuiste adoptado por “el Bocha” Benavides, un poeta de rara y exquisita sensibilidad que hace que tú, un Rimbaud provinciano y desnutrido — “soy de una generación hambrienta, desprovista”, cantarías después, repitiendo los versos de Eduardo Milán— casara a los Beatles y a los Stones con el Siglo de Oro español y hasta los modernistas de Darío.

Y así, todo mezclado (la música medieval con Caetano, los Moody Blues con Donovan o Antoine), va aflorando tu voz de juglar inspirado en los trovadores provenzales. Hasta que cae la noche. Y el cantor debe partir con su música a otra parte, en medio del desbande general ocasionado por el derrumbe de la democracia.

A Dardo lo detienen en Carmelo, y después de bancarse dentro de la cárcel una hepatitis y el tratamiento clásico, rompe su libertad bajo palabra, con firma semanal en el cuartel, para cruzar el “charco”. Un tupa lo deja en su bote en una isla del Tigre, tras el furtivo cruce nocturno del río color de león, y de ahí se dirige a Buenos Aires.

Vos te debes acordar, amigo del alma, te encuentres donde te encuentres, en Sirio o en Ganímedes, cómo quedó luego de su paso por las mazmorras de Bordaberry y el Estado Mayor Conjunto. Si bien siempre fue flaco, parecía un fantasma de sí mismo y la bilirrubina le asomaba por todos los poros.

El “Capi” y el Vasco, por su parte, saltan el cerco, y todos se reúnen en La Plata, donde alquilan una casa en la zona de Berisso, que fue donde te vi por vez primera en un asado en el que hubo muy poca carne para mi hambre rabelesiano de aquel entonces, pero no escaseó el vino y menos la música.

Incluso hay fotos que recuerdan el evento. Una mesa tendida en la galería de una casona de muros amarillos, en mitad de un descampado. Y alrededor de ella, una pandilla de muchachos, ninguno de los cuales superaba por mucho los veinte años, que confiaba sortear las adversidades de la hora y construir un mundo más justo y solidario.



Recuerdo, Darno, que aquel día llegaste de la mano de Cecilia Breyer, la noviecita más reciente que te habías agenciado en la periferia de la Hebraica y la Fede de Buenos Aires. Porque, eso sí, nunca te faltaron, orbitando en torno tuyo, las mujeres con vocación de Florence Nightingale o musa inspiradora (o ambas a la vez).

Cecilia era una belleza judía, de ubérrimas formas y pelo castaño claro, cuya sonrisa esplendente, combinada con unos ojos celestes, envueltos en largas y sedosas pestañas, subyugaba a los que se pusieran a su alcance. Pero aunque mi hambre no era sólo de comida sino universal e inagotable, no estaba enfocado en ella en ese instante sino en Ana, una estudiante de primer año de Medicina, que jamás me dio bolilla.

El caso es que cantamos, comimos y bebimos como cosacos, con la desesperación de quien se aferra a un espacio de relajo en una larga marcha cargada de acechanzas. Hay otra instantánea de ese asado que guardo en algún lado: un flaco desgreñado e imberbe (o sea, yo, este humilde servidor) maltratando con entusiasmo una guitarra.

La foto está movida y el contraluz la hace más titubeante, pero cantaba —lo recuerdo con absoluta claridad—, “Muchacha ojos de papel”, de Luis Alberto Spinetta, para un audiencia que aguardaba con ansias el plato de fondo: el Darno y su voz cálida y dulce, llena de modulaciones inesperadas, mientras se ovillaba sobre la viola y todo su cuerpo acompañaba con unción los sonidos que brotaban de las cuerdas.

Era la magia, la magia interminable de un momento sacramental y único. Y tú que desgranabas un río de canciones.

Desde la “Milonga de Manuel Flores”, de Borges, hasta la “Canción de muchacho”, que dio título al álbum, donde luces una barba cuáquera de adolescente al que no le acaba de crecer el bigote (“El mundo de los mayores es una foto amarilla... Prosperamos con la guerra, muertos de Corea o Europa. Qué nos dicen los ministros, los señores de la prosa, dirán que los altos fines exigen fosas bien hondas...”).

Pero hay que salir, coraje, porque afuera está la vida”, rematabas. Y seguías con “Alicia maravilla” o “Baladetta”, de Víctor Cunha. Para continuar con la “Canción por la España obrera”, de Liber Falco (“en la noche, negra noche, los fusiles proletarios; cada fusil un candil que empuja la noche afuera...”).

Y terminar con “Los ojos”, de don Antonio Machado (“Te quiero más que a mis ojos, más que a mis ojos te quiero, y si me sacan los ojos, te miro por los agujeros... Y si me sacan el sol, que enseñorea mi pecho, arrancándolo de cuajo, metiendo la mano adentro, yo me haré el desentendido... No nací para el silencio”.

De seguro que no naciste para el silencio, compañero del sol y la palabra, aunque la vida te llevó a sitios extraños. Años más tarde, le contaste a Martín Pérez, periodista de Radar, en la que acaso fue tu última entrevista, por qué a comienzos de los ’90 dejaste de grabar discos y te encerraste en prematuros cuarteles de invierno.

“Me agarró una especie de terror al estudio de grabación, al que me gusta llamar la caverna lunar. Porque no es como el escenario: no estás rodeado de gente y no hay luces... Después de la prohibición se me hizo cada vez más difícil entrar al estudio, me agarró una especie de rechazo”.

Fin del flashback al revés, aunque no hemos hablado todavía de “la prohibición” y de cómo eso te fue pegando abajo. Volvamos a 1974, a una tarde de risas y canciones, en la mítica casa de Berisso.

El gordo Víctor, que despuntaba como poeta, se quedó en Uruguay. Y Milán intuyó que el clima local no propiciaba el reposado estudio de las letras en Humanidades de La Plata, donde tú y él se habían inscrito, y regresó, silbando bajito, a Montevideo, y de allí partió a México, donde llegaría a ser un aventajado discípulo de Octavio Paz.

La única huella palpable de su presencia en Berisso (además de un par de libros olvidados en el fragor de su precipitado viaje), era la triste anécdota del ahorcamiento de un gato al que había prohijado. Tal vez como una extensión del fervor que suscitaba en él en aquellos días la poesía anglosajona, con marcada predilección por T.S. Eliot, además de Ezra Pound, su indiscutido autor de cabecera.

El felino en cuestión tenía la costumbre de asaltar la despensa, y un día le arruinó al Vasco, que ejercía como cocinero, un plato que le demandó grandes esfuerzos, por lo cual, movido por su furia, procedió a estrangularlo y colgarlo en el patio del fondo de la casa. Milán se volvió loco con esta pérdida y el Vasco jamás confesó su crimen, aunque todas las sospechas apuntaran en su dirección.

Culmino la digresión y vuelvo a ti, Darno, y a esta suerte de estela funeraria. Cecilia, qué duda cabe, no fue una más en tu vida. No por nada incluiste en “Sansueña” (1979) —algunos dicen tu mejor trabajo (aunque yo creo que “El ángel azul”, que fue tu canto del cisne, tiene poco que envidiarle)—, las “Memorias de Cecilia”.

Te he visto llorando en la sombra, llorabas por mí... Yo fui quien ofendió tu imagen, Cecilia, fundada en la mañana mejor. Tuyo es el canto y el árbol, la flor y el amor. Mía es la ciénaga, el páramo, el risco, el dolor, así el amor...”, decías, en ese tango disfrazado de blues, que quedó registrado en una placa editada por Sondor.

Cecilia, al final, te dejó por Bismarck, otro uruguayo trashumante que llegó a la Argentina corrido por los militares. Pero siguió ligada a ti por lazos que van más allá de una cohabitación más o menos frustrada.

De hecho, cuando se ganó el Prode o algo así en Buenos Aires, lo primero que hizo fue viajar a Montevideo, hospedarse en el Victoria Plaza, y compartir contigo y otros amigos parte de la módica fortuna que le deparó el juego. Y puede que sea sólo parte de tu leyenda, pero hay quien jura que Cecilia asistió, al igual que Chichila, otra de tus mujeres-enfermeras, a tu boda con Patricia, y que juntas festejaron tus nupcias.



Hablemos ahora, Darno, de “la prohibición”. Cito fragmentos de la entrevista de Radar, que es, a mi juicio, la mejor necrológica que se te haya escrito. Y que da cuenta de cómo tu muerte no se debió en exclusiva a “causas naturales”:

“A mediados de los años setenta, después de haber grabado su segundo disco, Las quemas (1974), Darnauchans empezó una etapa oscura, en la que pasó por varios tratamientos psiquiátricos. ‘Me hicieron unos cuantos electroshocks, eso no es nada dramático’... ‘Te hace perder los recuerdos que no querés perder y no te hace olvidar esas cosas que sí querés olvidar. Sobre todo, te jode mucho, te duele hasta el apellido’.

“Cuando salió de ese período de depresión, llegó Sansueña. Y después la prohibición —y la confiscación de su pasaporte— por comunista (‘por un acto tan democrático como haber sido fiscal en las elecciones’, se indignaba), que duró hasta el fin de la dictadura. ‘Nunca me pude recuperar de eso’, aseguraba”.

La prohibición de tocar en conciertos en vivo fue un golpe demoledor que te dio en la “masmédula”, como diría Girondo. Y si bien tus canciones sonaban en las radios, eras un muerto civil, privado de los medios de ganarte la vida con tu oficio. “Me prohibieron en mi plenitud, el 29 de mayo de 1979”, precisaba. “Me acuerdo del día exacto que sucedió, porque fue un día antes de la muerte de mi padre”.

“El día que pasé los 40 años en lo único que pensé era en que le había ganado a Lennon. ‘No puede ser’, me dije. ‘Qué derecho tengo yo a tener más tiempo en este mundo que él.’ Después, a los 42, le había ganado a Presley. Yo siempre conté los años así. Por eso ahora que cumplí 53, pienso en llegar a los 55, que fue la edad que tenía mi padre cuando falleció”.

Pretendías llegar a los 55, desde “un oscuro departamento” en el que una videocasetera descompuesta juntaba polvo en un rincón. Ya se sabe: los “estetas decadentes” son ineptos para arreglar cualquier cosa, y tú eras un dandy a tiempo completo al que le daba lo mismo su inutilidad. Aun si ello te privaba de ver una vez más “Don’t look back”, el documental de Dylan, al que teloneaste en El Cilindro.

A esta altura, poco más me resta por decirte. Tengo cerca del computador donde escribo esta carta, una copia del vinilo de Sansueña dedicado a unos amigos porteños, a los que el disco nunca les llegó.

Contemplo la carátula, del aduanero Rousseau, y al reverso, la dedicatoria: “A Fyma, Jaco, Itke, Laura y Daniel, estas canciones de locura, amor, muerte, de vida al fin. Siempre recordándolos y queriéndolos y siempre en deuda”, con tu firma al lado de una foto en la que apareces con la mirada perdida (fue el año de la maldita prohibición) y un mostacho, más bien ralo, que reemplazó a tu barba de peregrino del Mayflower.

Ahora, cuando escucho por enésima vez “El ángel azul” (“Amo a la heroína de un filme que no vi, por oscuros cines la busco sin fin... por la cartelera la busco febril, eres puro sueño o el ángel azul, eres, como todos, de tierra común...”), pienso que una buena forma de cerrar estas líneas es recordarte, como querías, tu “mejor vez”.

Y viene a mi memoria una cena en la casa de la plaza Paso, sentados en torno a un catre que usamos a modo de mesa: América, Dardo, Alba, y por supuesto, tú y Maribel, que se nos adelantaron por distintos atajos. Todos mirando a la cámara de Milton (otro que ya partió): jóvenes, bellos e inmortales. Y hasta sonrientes, si cabe, en medio del tiempo de los asesinos, haciéndole un corte de manga a los verdugos.

Pero, ¿para qué, hermano mío, me pregunto, decir yo lo que tú ya dijiste mejor y con más arte? Repaso la cueca que le escribiste a Víctor Jara (“juglar del pueblo chileno y de la patria araucana. Era tu voz una plaza con resonancias obreras, oigo ‘Te recuerdo Amanda’... Un canto de fe y de pueblo, de sangre caupolicana, sangre que se abrió en tu boca como una amapola blanca...”).

Y salto al track 13, el de la “Sonatina”, un manifiesto generacional que me hace estremecer hasta los tuétanos: “He cantado tanta muerte y muertos de mi costado, y a manera de inventario, trescientas cruces de palo. Expulsé los desamores, el olvido y otras dudas. Y con lámparas heladas he desmembrado la luna. Pero también fui testigo del horror de mis hermanos. De mi juventud herida en tiempo de los tiranos...

Tiranos y dictadores, doctores de la picana, maestros de las dolores, no tendrán nunca un mañana... Humillados y ofendidos, ya vamos por nuestro día. Je me souviens. Yo me acuerdo. Cómo olvidar los rituales, los puntapiés, los insultos, mis queridos oficiales. Porque ningún general de cívicos militares será recordado nunca, sólo desprecio y vinagre...

Je me souviens. Yo me acuerdo... Me acuerdo cuando trabajabas en la fábrica de cartuchos Orbea, en Florencio Varela, y leías el “Adán Buenosayres” de Marechal, camino a la planta en la que tu alma de poeta se chamuscaba. Me acuerdo que tenías una hermana, Sinasina, que se mató unos meses antes de que a ti te derribara el infarto.

Y me acuerdo de haberte acompañado a comer una pizza de muzzarella con morrones y vino moscato en Las Espigas, abajo del apartamento en que vivían América y Dardo, y haber charlado de la vida y la poesía, que para ti eran una sola e indivisible cosa, a la par que dabas cuenta de una sopa inglesa remojada en cognac.

Je me souviens. Yo me acuerdo... Me acuerdo, claro, del amargo día en que leí la noticia de tu muerte, redactada en el frío lenguaje de los cables: “...el músico y compositor Eduardo Darnauchans, una de las grandes figuras de la música popular uruguaya, falleció en Montevideo a los 53 años por una insuficiencia cardíaca, en medio de una deteriorada salud y fuertes angustias económicas”.

Desconsolados. Así quedamos. Recordando las letras que hasta hoy giran y giran en nuestra cabeza, como el disco rayado que un borracho se empeña en repetir en un wurlitzer, aun cuando le bajen con estruendo la cortina del bar, invitándole a irse (“Yo voy con el leproso, el leporino, el castrado, el azul...”).

Y me digo a mí mismo: ¿qué te vas a haber muerto? Andarás en Sansueña, llevando en la garganta cien años de voces (“cuando me vean pasar, no me dejen ir, pídanme que cante...”). O en el Ford T de tu padre (“yo le debía una canción, doctor, guárdela dentro de su maletín...”), recorriendo caminos vecinales (“no vas por un negocio, va un viejo estetoscopio, a auscultar, a auscultar, a auscultar...”).

Qué te vas a haber muerto... Andarás por los campos del Arnau, espantando al espanto. O tocando una polca de Rivera. Porque si de algo estoy seguro, hermano y compañero, es que de alguna forma te las vas a rebuscar para triunfar sobre el silencio al que te quisieron condenar los censores.

“¿Qué te vas a haber muerto? Es de mentira, es un juego, una broma, es un cuento más. Aparecerás saltando el muro con la gorra ladeada y un bigotín, y sacarás la gorra y ladearás la cabeza. Y dirás: Lo que queda demostrado, lo que queda demostrado, totalmente demostrado, finalmente demostrado...

Acaso serás payaso en un circo de tercera o acomodador, lector de radioteatro muriéndote de risa al fin del parlamento. O simplemente estés mamándote, dulce y eternamente, como debe ser... Donde quiera que estés, porque sé que estás, llegate una noche un para siempre y terminando el cuento bailarás un tango y un minué.

Y ahora digo yo: Lo que queda demostrado...” (repite el estribillo. Luces y aplausos).


*Carlos Monge Arístegui, el autor de este texto, es escritor y periodista (cma2004@vtr.net).

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5 Comments:

Anonymous Anonymous said...

Me entero por este blog de la vida de un artista y algo más de la de su cronista. No haré comentarios, porque siento como un intruso mirando por la ventana momentos que no le pertenecen.
Un abrazo

7:31 PM  
Blogger Begoña Zabala Aguirre said...

Monsieur Lupin, su elegía es estremecedora, de una rara categoría humana ambos, el que se ha ido y el que tragando lagrimas escribe.

Y dejarse arrastrar a la profundidad del sentimiento en carne viva, al silencio elocuente y subersivo de la memoria sin censura al que invitan sus palabras.


Eleonora de Lambarri

2:51 PM  
Anonymous Anonymous said...

me ha conmovido leer estas cosas sobre un compositor y cantante al que siempre admiré, y que vivió en mi ciudad -LP- cuando yo no tenía más de quince años. pero advierto además que el autor de este retrato no me es desconocido, nos hemos cruzado en la redacción del diario El Dia a fines de los 70. yo era un pichi de 19 años. bueno, de pasada, pueden pasar a visitar mi bolichito. Hay poesía y canciones y esas cosas. Un abrazo.

10:06 AM  
Blogger Juampa said...

Qué impresionante el Darno... cuánto lo queremos en Uruguay y cuánto lo desconocemos..

12:05 PM  
Blogger Juampa said...

Qué grande el Darno! Cuánto lo queremos en Uruguay y cuánto lo desconocemos.

12:06 PM  

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