Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Tuesday, July 07, 2009

Negociaciones entre amigos




He leído con atención el extenso reportaje de Alejandra Matus sobre la re-privatización parcial y secreta de La Nación, periódico al que muchos se refieren en Chile como “el diario del gobierno”. Y hablo de re-privatización, y no de privatización, porque lo que hay aquí son básicamente –nos gusten o no nos gusten- acuerdos entre privados. Salvo la enajenación de Radio Nacional, que era de propiedad estatal y en cuya venta participó el ex funcionario gubernamental y actual lobbysta Eugenio Tironi.

La saga sobre las peripecias que culminaron con el hecho de que algunos de los miembros del directorio de esta empresa, nominados por el Poder Ejecutivo tras el retorno de la democracia, en los comienzos de la década del 90, terminaran asumiendo parte de la propiedad de la misma, se puede leer casi como un episodio adicional de la Comedia Humana de Balzac.

Un enredado culebrón en el que se mezclan sigilosos traspasos de acciones, cláusulas con derechos preferenciales, y alianzas contranatura (¿o cómo sino llamar acaso a una sociedad formada por un UDI, un DC y un socialista?). Y al final el interés privado predominando sobre el interés público, en negocios amparados por las sombras y la supuesta “razón de Estado”.

Todo lo que queda al final de la lectura de esta prolija investigación periodística es un amargo sabor en la boca. La sensación de que hemos sido defraudados, una vez más, por quienes, desde lugares de poder, debieran ser los guardianes de la fe pública.

Detalles más, detalles menos, es la repetición de la vieja historia del administrador al que se le entrega una industria para que la gestione y termina transformándose en su dueño. O del abogado al que se designa como albacea de una herencia y, por angas o por mangas, se convierte en amo y señor de la propiedad en cuestión. Y en Chile tenemos muchos ejemplos, por desgracia, en cualquiera de los dos casos.

Seguramente, todo el proceso de traspaso de ese paquete de acciones, que no es el mayoritario pero que sí tiene un carácter estratégico al poder bloquear las decisiones fundamentales con respecto al futuro de la sociedad, se hizo, como dicen los abogados, “con arreglo a derecho”. Por lo tanto, es difícil pensar que se puedan perseguir responsabilidades o llevar este asunto a los tribunales con alguna probabilidad de éxito.

Las cosas acá se hicieron de un modo estrictamente legal. Tan legal como aquello a lo que la periodista María Olivia Monckeberg llamó el “Saqueo”, con mayúsculas. Que fue el modo, sistemático y generalizado, que encontraron muchos de los administradores designados por la dictadura de Pinochet para terminar llevándose a la casa la propiedad de Endesa, la Compañía de Aceros del Pacífico o Soquimich.

El tema, pues, entonces, pertenece al ámbito de la ética antes que al de la ley.

Ahora bien, pasada la primera reacción de asco y estupor ante lo que mínimamente se puede calificar como una claudicación moral inaceptable al replicar, con ligeros retoques, el aberrante modelo dictatorial de la privatización “entre amigos”, concretada entre gallos y medianoche, se pueden sacar también algunas lecciones positivas.

La primera es que, a lo largo de este proceso, hubo dirigentes sindicales que, más allá de su deber primordial de la preservación de la fuente de trabajo, ejercieron control y supervisión –“en la medida de lo posible”, parafraseando a Aylwin- sobre las decisiones que en las reuniones de directorio se tomaban en relación a los destinos de la empresa.

Hay ahí un capital social, de carácter simbólico (y no solamente simbólico), que debemos preservar si es que como sociedad pretendemos mantenernos lo más alejados posible del fantasma de la corrupción generalizada.

Muy significativa es, por cierto, la anécdota, relatada en el texto, cuando uno de los capitostes del diario, con la dictadura ya en declinación, llama a los representantes laborales a su oficina y les ofrece 49 millones de pesos a cada uno de ellos, por su complicidad ante los negociados en marcha, y ellos le contestan mandándolo al diablo.

No fueron escasos, tampoco, los periodistas que, una vez restaurada la democracia, intentaron dignificar este medio, que llevaba sobre sus espaldas la pesada herencia de una obsecuencia sin límites, para romper los monocordes voces del duopolio que domina, sin grandes contrapesos, la pauta periodística de nuestro país.

Lo curioso es que estos trapos oscuros de la transición hayan salido a la luz a partir de la instauración del Consejo de la Transparencia, lo cual también es una señal positiva, dentro de lo sórdido del caso.

En efecto, el contexto en el que surge el reportaje es el siguiente: el periódico electrónico El Mostrador publica un artículo que revela que el Consejo de la Transparencia ordenó a La Nación, sin mucho éxito, dar a conocer los sueldos de su directorio. El diario de la calle Agustinas responde, en forma furibunda, que los datos requeridos ya fueron divulgados en su memoria financiera, y manifiesta que hay maniobras de la derecha detrás de la supuesta denuncia.

Y a partir de ahí viene la serie de notas que nos ha permitido saber, por ejemplo, que el gerente general de La Nación gana 12 millones de pesos mensuales (esto es, más que la Presidenta y sus ministros, y equivalente al sueldo de los máximos ejecutivos de Codelco, empresa que mueve capitales un poco superiores a los del diario de marras). O cómo entre septiembre y octubre de 1991, la Sociedad de Inversiones Colliguay S.A. se hizo dueña de un tercio del paquete accionario de La Nación, pagando la ridícula suma de 19 millones de pesos.

El triste corolario de esta historia es que los seguidores de Sebastián Piñera se sienten envalentonados para proclamar que ya no hay superioridad moral de la Concertación frente a la Alianza, cuando se emulan, casi al pie de la letra, los métodos de enriquecimiento aplicados antes por los Yuraszeck y los Ponce Lerou. Por más que las diferencias en la escala de las “pasadas”, hablando en plata, sigan siendo siderales.

Y lo más grave de todo: otra vez vuelven al ataque los jinetes de las privatizaciones a ultranza, enfrentando esta vez sí el súbito inconveniente de que buena parte de lo público, en este caso ya está privatizado y quedó en manos de un club de amigos cuyos intereses claramente no son ideológicos sino más bien pecuniarios.

A ellos habría que decirles, sin embargo, que si estas cosas se han sabido y han emergido al debate público, es porque, mal que les pese a los defensores del duopolio, existe todavía en Chile una prensa plural –cuyo espacio, sin duda, debiera ampliarse- para sacar de debajo de la alfombra las verdades incómodas. Las verdades que duelen y que nos recuerdan que la decencia es como la virginidad: sólo se pierde una vez.

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