Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Sunday, March 01, 2009

Stalin revisitado en polémica biografía


El arquitecto brasileño Oscar Niemeyer fue quien arrojó la primera piedra. Con la impunidad que le dan sus 101 años bien vividos ─ una edad en la que, vamos, uno está más allá del bien y el mal─, escribió hace poco tiempo una provocativa columna en Folha de Sao Paulo en la que se permitió recomendar un libro que, en su opinión, reivindica la figura de José Stalin. Algo de por sí al menos discutible.

El libro de marras es “Llamadme Stalin: La historia secreta de un revolucionario” (Crítica, 2007) ─ “O jovem Stalin”, en su versión en portugués─ y fue escrito por el historiador británico Simon Sebag Montefiore, quien ya dedicó otro texto a la figura de Ióssif Vissarionóvitch Djugachvíli: “La corte del zar rojo”, en el que se codean Beria, Molotov, Malenkov y otros dirigentes que formaron parte de su círculo áulico.

La columna de Niemeyer no tuvo, sin embargo, la repercusión que uno podría suponer a partir de su osada defensa de un personaje bastante estigmatizado, como es el georgiano que llegó a ser el líder máximo de la extinta Unión Soviética tras la muerte de Lenin (1924) y hasta su propio deceso (1953).

¿Las razones? Probablemente nadie en Brasil quiere engancharse en disputas con una gloria nacional como es Niemeyer, de antigua militancia comunista (aunque hoy no está en las filas de ningún partido), y que además fue exiliado por la dictadura militar brasileña, debiendo buscar refugio en Francia.

Como sea, no pasé por alto su recomendación por dos razones al menos. Una: Rusia como país me resulta cautivante por un sinnúmero de causas (Chejov, Maiacovski, Eisenstein, Pushkin, Tchaikovski, Rimsky-Korsakoff, entre ellas...), y el experimento soviético, que marcó gran parte de la historia del siglo XX, es para mí todavía un misterio irresoluble, con zonas oscuras que aún no terminan de ser iluminadas. Como decía Chou En Lai, refiriéndose a la Revolución Francesa ─ y la analogía vale también para la URSS─, está muy cerca en el tiempo como para ser juzgada.

La otra razón es que tengo una debilidad congénita por los historiadores ingleses. Pocos han descrito, por ejemplo, la Guerra Civil Española con el distanciamiento y la máxima objetividad posible de un Hugh Thomas. O la batalla de Stalingrado con el mismo espíritu, relativamente aséptico, de un Antony Beevor. Reconocido rusófilo que, dicho sea de paso, descubrió a Vasily Grossman, escritor olvidado con el cual Occidente se reencontró no hace mucho, a través de obras monumentales como “Vida y destino”.

Ese cóctel de motivos me llevó a buscar el libro y a leerlo. Lo que sigue son apuntes veloces que podrán darles una somera idea de su contenido. Y de sus yerros y logros.

1. Stalin no se llamaba Stalin. Durante toda su vida previa al ascenso al poder, Djugachvíli tuvo un sinfín de nombres, como es lógico que acontezca cuando se vive en la más estricta clandestinidad, pero Stalin fue el último de sus nomes de guerre. Para sus amigos en Georgia, su familia y quienes lo trataban con más intimidad, era conocido como “Sossó”. También se hacía llamar Sosseló, Bessó, Koba, Ivánovitch, Kató, Óssip, El Caucasiano, El Lechero, Sáfin. Y en la última etapa de su vida como ilegal adoptó el nombre de Stalin, que vendría a significar algo así como “hombre de acero”.

2. Stalin era poeta y un voraz lector. Pese a que en el seminario donde estudiaba para ser sacerdote ortodoxo ─ debido principalmente al deseo de su madre, Keké, y contra la voluntad de su padre, el zapatero Bessó─, los profesores no hacían un gran esfuerzo por fomentar el interés por la cultura caucasiana, siempre sacó nota máxima en su idioma natal, el georgiano. Según un testigo que lo conoció en sus años mozos, no leía libros sino que los devoraba, y pronto comenzó a adquirir una irrefrenable pasión por los frutos prohibidos dentro de ese cuartel que era el seminario. “El origen de las especies”, de Darwin, trazó un antes y un después en sus lecturas, llevándolo al ateísmo, en el que perseveró después de conocer la “Vida de Cristo”, de Renan, otro clásico de la escuela librepensadora. Siendo adolescente publicó poemas en el periódico Ivéria, de Georgia, y figuró en antologías publicadas en la era soviética. Leía a Goethe y a Shakespeare, y recitaba a Walt Whitman. Y ya en el poder, protegió en ocasiones a autores como Pasternak, Ehrenburg o Bulgákov, con llamadas telefónicas a los propios interesados que a veces podían marcar la diferencia entre la vida y la muerte, o el aislamiento y el reconocimiento público.

3. Stalin, asaltante de bancos. Según Sebag, el cimiento sobre el cual Stalin construyó su carrera dentro de la fracción bolchevique del Partido Obrero Social Demócrata ruso, fueron los espectaculares asaltos de bancos y navíos con cargamentos de dinero, realizados por la “Drujina”, un grupo de hombres y mujeres de acción a los que él comandaba. Esos golpes de mano le permitieron convertirse en un eficaz recaudador de fondos para la actividad clandestina de los bolcheviques, cuyo estado mayor estaba bajo la égida de Vladimir Ilich Ulianov, Lenin. Como se sabe, hacer política en cualquier escenario o época resulta caro, y la implacable persecución del régimen zarista autocrático tampoco le hacía las cosas fáciles a la oposición, por lo cual los recursos que aportaba Stalin, quien se reveló como un hombre decidido y funcional en ese ámbito, eran vitales para el funcionamiento del ala más radical del POSDR. Impiadoso con el “enemigo de clase”, puso en práctica desde los inicios de su compromiso político el lema creado por los jesuitas: “el fin justifica los medios”.

4. Stalin, ¿agente de la Okhrana? Este es un mito, de los muchos creados por sus enemigos, que no fueron pocos, que Sebag destruye. Al mismo tiempo que crea otros, sin ningún fundamento ni prueba testimonial en su favor, como cuando gasta páginas y páginas para contarnos que en Tiflis y Góri corría el rumor de que Stalin no era hijo del zapatero remendón, al cual se parecía como una gota de agua, sino de algún notable del lugar (¿visión “clasista” tal vez la de Sebag que no admite que un hombre muy discutible pero notable al fin pueda ser hijo de un pobre diablo?). Stalin tuvo suerte al escapar por poco, en muchas ocasiones, de la persecución de la eficiente policía secreta del zar Nicolás II, que le pisaba de cerca los talones. Pero eso no lo puso a salvo de varias deportaciones, incluyendo una en la gélida Siberia. Conspirador nato, olía a los “fantasmas”, nombre que le daban los bolcheviques a los agentes de la Okhrana, y no le tembló la mano a la hora de ordenar ejecutar a quienes le parecían sospechosos. Al único que no detectó a tiempo fue a Roman Malinowski, infiltrado en la dirigencia máxima del sector leninista de la socialdemocracia, quien lo entregó a la Okhrana, en su última y más dura detención, en 1913.

El grueso volumen, se los aclaro de entrada, tiene 500 y tantas páginas. Y no cerraré esta columna, pese a que la tentación es grande, con ningún juicio de valor, pues los llamados a hacerlos son quienes se atrevan a leerlo y a sacar sus propias conclusiones.

Sólo diré que Stalin y el estalinismo fueron, en mi modesta opinión, una de las expresiones más exacerbadas de un mundo polarizado en una forma absolutamente extrema. Hubo varias generaciones, las de entreguerras y las de buena parte de la Guerra Fría, que se vieron obligadas a elegir entre una dicotomía de hierro: primero, Hitler o Stalin, sin muchas opciones intermedias, en no pocos casos (en Europa Central y del Este, por ejemplo, pero también de algún modo en Francia, España e Italia); y luego quedaron atrapadas por la dura lógica del conflicto Este-Oeste.

De ese modo uno se explica o puede entender que personajes tan escasamente sospechosos de autoritarismo o antidemócratas, y más bien perseguidos por sus ideas, como Pablo Neruda, Paul Eluard, Pablo Picasso, Rafael Alberti, Miguel Hernández, Cesare Pavese, César Vallejo, Jorge Amado, Jorge Semprún o el propio Niemeyer hayan visto alguna vez en Stalin al “gran conductor de los pueblos” y a la única opción frente al fascismo, obviando o desconociendo la pesadilla del Gulag.

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