Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Thursday, March 26, 2009

Las putas de Maupassant


Hace un tiempo cayó en mis manos, a precio vil, una selección de cuentos de Guy de Maupassant, "Bola de Sebo y otros relatos", de la Colección Austral. Confieso que no le presté mucha atención hasta hace cosa de una semana, cuando me volqué a su lectura y descubrí que había sido un tonto al ignorarla.

El libro está acompañado de una típica introducción, hecha por el traductor, Juan Bravo Castilla. Sabía yo obviamente que este caballero normando fue, de alguna manera, uno de los inventores del cuento moderno, junto con Edgar Allan Poe y Anton Chejov. Pero mi conocimiento no pasaba de eso. Craso error. Similar al de algunos críticos que sólo vieron en él a un continuador o simple epígono de la escuela naturalista, que habría recorrido la trilla trazada antes por Flaubert y Zola.

Bastó que leyera "Bola de Sebo" para darme cuenta que estaba ante un peso pesado de la literatura. Y el primer comentario que me surgió fue: con razón, que yo sepa, los franceses no le han dedicado a Maupassant, no digo ya una plaza, sino una simple estatua, en el panteón de sus grandes héroes.

Pocas veces he leído una narración en la que se destruyan, con tal fuerza, los pilares de la autocomplacencia patria y el "honor nacional" como en este cuento, en el cual una prostituta se comporta de la manera más digna posible ante el representante de una fuerza de ocupación, hasta que es prácticamente forzada por sus compatriotas —buenos y dignos burgueses provincianos— a mudar de actitud para hacerles más fácil la existencia.

Su corrosiva crítica, que alcanza desde monárquicos hasta republicanos como Cornudet, "terror de las gentes respetables", quien, sin embargo, se suma con su silencio a la conspiración de los que deciden bajar la cabeza frente al enemigo triunfante, no deja títere indemne. Y deja, además, muy mal parado a los franceses como un todo, a la luz de un episodio aparentemente menor de la guerra franco-prusiana de 1870.

De hecho, para mí fue inevitable recordar cómo al cabo de la Segunda Guerra, las mujeres que habían confraternizado más allá de lo necesario con el ocupante nazi fueron avergonzadas en público por las masas que celebraban en las calles la liberación. Entonces, pensé, tal como en el cuento del viejo Guy, las putas sirvieron de chivos expiatorios para exorcizar la culpa de muchos que se quedaron callados y de cabeza gacha ante la ocupación, mientras otros, unos pocos, resistían.

Pero vuelvo a estos fragmentos de vida que sacuden al lector con la fuerza de un cross en la mandíbula. Nadie podría acusar, por cierto, a Maupassant de "antifrancés" por ventilar las bajezas de un pueblo al que, desde luego, ama y conoce como pocos.

De hecho, el siguiente cuento, "Mademoiselle Fifi" es una violenta diatriba antialemana, donde otra prostituta, Raquel, "lo más que merecen los prusianos", hunde un cuchillo en el cuello del oficial borracho que aguijonea hasta el límite su patriotismo, y de este modo se convierte en la inesperada mano vengadora del orgullo galo.

Así, los cuentos suman y siguen. En "La cama 29" es otra maritornes, como diría el Quijote, la que al ser contagiada de una enfermedad venérea, decide usar su cuerpo doliente como instrumento bélico, con el fin de ocasionarle al aborrecido ocupante las máximas bajas posibles.

Y en "La casa Tellier", uno de los pocos relatos en los que no aparece la guerra como trasfondo, son de nuevo las chicas de "vida alegre", según un lugar común que tiene poco y nada que ver con la realidad, quienes protagonizan un regado matrimonio campestre al que acuden como invitadas de la "madame" del prostíbulo de Fécamp.

En fin. Que no les voy a contar ni a sintetizar todas las narraciones, porque no tiene gracia hacerlo, cuando allí están ellas, prontas para ser disfrutadas, sin ningún tipo de intermediarios molestos. Sólo añadiré que en la mayoría de ellas —"El amigo Patience", "Los tumbales", por citar apenas otros dos casos— aparece reflejado nuevamente el oscuro y radiante mundo de la prostitución.

Un mundo que Maupassant conoció muy bien, como lo atestigua la sífilis que se lo llevó a la tumba, después de hacerlo transitar por la locura y un penoso intento de suicidio.

Con fama de seductor inveterado, supo en vida de los halagos de la celebridad y sus derechos de autor le concedieron un buen pasar que le hizo posible adquirir un yate, el Bel Ami, ya que como hombre libre, siguiendo el aserto de Baudelaire, siempre amó el mar casi tanto como a las mujeres.

Gracias a la popularidad de su trabajo, adquirió, asimismo, una casa de campo en Etretat y un par de residencias en la Costa Azul, además de un piso en París que le sirvió como discreta garçonniere.

Escéptico hasta el extremo, con un pesimismo que tal vez surgía de su estrecho conocimiento de la naturaleza humana, Maupassant se permitía declarar que sentía más orgullo de sus conquistas amorosas que de sus obras literarias.

"¿Quién puede prever —se preguntaba— si mis historias sobrevivirán? ¿Quién puede saberlo? Hoy te consideran un gran hombre y la próxima generación te tira al mar. La gloria es cuestión de suerte, una jugada a los dados, mientras el amor es una sensación nueva arrancada a la nada".

Lo cierto es que mucho antes que Carver, que Ford o que Hemingway, este señor decimonónico, que tuvo oportunidad de tratar a Gustave Flaubert —quien era amigo de su madre, y que fue el que guió sus primeros pasos en la escritura—, se erigió como uno de los padres tutelares del género cuento.

Y manejó como pocos la elocuencia de lo no escrito, de lo apenas sugerido, como lo hace en esa pequeña obra maestra que es “Un día de campo”. Una historia en la que narra la aventura de un joven remero (la boga, por cierto, era su deporte favorito), que se interna en la espesura del bosque con una bella ninfa parisina, mientras un amigo suyo seduce a su madre. Y el padre de la niña, a su vez, duerme la siesta, ajeno a estos arrebatos amorosos, en una escena digna de un cuadro de Renoir.

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