Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Tuesday, November 27, 2012

Arsène Lupin: El regreso del glamoroso ladrón de guante blanco

Por Carlos Monge

“¡Arsène Lupin entre nosotros! ¡Entre nosotros el astuto ladrón cuyas proezas eran referidas por todos los diarios desde hacía varios meses! ¡El enigmático personaje con quien el viejo Ganimard, el número uno de la policía de París, había entablado aquella lucha a muerte cuyas peripecias se desarrollaban de tan pintoresca manera! Arsène Lupin, el caprichoso caballero que no opera sino en los castillos y en los salones, y que, después de penetrar una noche en casa del barón de Schorman, había salido de la casa con las manos vacías, dejando una tarjeta, en la que escribió: Arsène Lupin, ladrón de alta categoría, volverá cuando sean auténticos los muebles”. El arresto de Arsène Lupin (fragmento).




Un siglo exacto de vida y todavía hace soñar. Arsène Lupin, el glamoroso ladrón de guante blanco, apareció por primera vez en una publicación mensual llamada “Je sais tout” entre 1905 y 1907. Con este personaje, Maurice Leblanc, su creador, que rotuló la serie bajo el título “Arsène Lupín, gentleman et cambrioleur”, honraba la tradición francesa del folletín y perdía al mismo tiempo la oportunidad de convertirse en miembro de la Academia como un autor “serio” y reconocido.

“Me sigue por todas partes. No es mi sombra, soy su sombra. Es él quien se sienta a esta mesa cuando escribo. Le obedezco”, dijo alguna vez Leblanc, refiriéndose a ese caballeresco ladrón, fino y rocambolesco, que le robó también a él la ocasión de ser como Gustave Flaubert o Guy de Maupassant, los autores a los que quería semejarse cuando se inició en la literatura.

Leblanc nació en Rouen, Normandía, el 11 de noviembre de 1864. Hijo de una familia burguesa (su padre es un armador naviero), se educa en el liceo Corneille, donde demuestra estar dotado de una viva imaginación. Ferviente admirador de otro normando famoso, Flaubert, y de Maupassant, se siente animado por la vocación de escribir. Pero su progenitor tiene otros planes para él y le encuentra una plaza en una fábrica textil de un amigo suyo. El joven Maurice instala entonces un pequeño gabinete en un desván donde escribe a escondidas.

Cuando Maupassant, Zola y Goncourt vienen a Rouen para inaugurar un busto en homenaje al genial autor de “Madame Bovary” y “Bouvard y Pecuchet”, Leblanc audazmente se instala en el compartimiento del tren nocturno que los devuelve a París. Pero, por desgracia para él, los grandes hombres están cansados y tienen poco tiempo para atender a un provinciano entusiasta: Maupassant tiene dolor de cabeza, Zola se queja del estómago y Goncourt quiere dormir. Maurice hace, pues, el viaje para nada. Finalmente, tras su insistencia, obtiene la aprobación del patriarca familiar para intentar la aventura literaria en París y empezar estudios de derecho.

En 1885, he aquí entonces a Maurice Leblanc en París. Bohemio y soñador, asiste al Gato Negro en Montmartre y colabora en varios periódicos. Un grupo de escritores – entre los que está Maupassant– lo protege. Así el joven se lanza a pergeñar una serie de novelas de costumbres y de retratos sicológicos, inspirándose en la agudeza de Flaubert y de Maupassant, el Chejov galo.

Parejas”, “Una Mujer”, “Los labios juntos”, sus primeras obras, le valen cumplidos dentro del gremio de los escritores y atraen hacia él la simpatía de sus colegas, tales como León Bloy, Julio Renard, Alphonse Daudet, pero escasa –por no decir ninguna– atención de los lectores.

Su gran placer es recorrer los caminos normandos en velocípedo, el antecesor de la moderna bicicleta, e incluso de jacta de haber ganado la vuelta de Bretaña organizada por “L’Auto”, revista en la que colabora con frecuencia escribiendo crónicas con la misma diligencia con la que aporta notas para “Paris-Vélo” o la “Vie au Grand-Air”. Mas, en 1905, su vida como novelista sufre un gran vuelco con la irrupción de Arsène Lupin.

Un personaje en busca de autor

En febrero aparece el primer número de “Je Sais Tout”. Su editor, el periodista Pierre Lafitte, le pide a Maurice escribir una novela por entrega, imbuida del espíritu de Sherlock Holmes, el sagaz detective creado por Arthur Conan Doyle, que le reporta por aquel tiempo un gran éxito de ventas al “Strand Magazine” inglés. “El arresto de Arsène Lupin” ve así la luz pública en el número del 6 de julio. Y a poco andar el folletín se convierte en un suceso.

Maurice, que pretendía ser “el novelista de la vida delicada de las almas” –como dice una nota biográfica suya que aparece en el sitio web www.arsene-lupin.com– deviene de la noche a la mañana escritor popular, y autor de novelas policíacas, un género habitualmente mal considerado por los medios literarios. Termina entonces imaginando las peripecias de Arsène en la calma de su apartamento parisino, o en Etretat, en su residencia de verano.

El impacto de Arsène Lupin lo acompañará toda su vida, hasta su deceso en 1941, en Perpignan, cerca de la frontera española, donde se había refugiado para huir de la ocupación nazi junto a su mujer, su hijo Claude, su nuera y Florencia, su nieta.

Nos queda del escritor la imagen del combate que libró toda su vida contra este héroe de papel que lo destronaba de un sillón en la Academia, pero que sin embargo hacía de él un éxito fulminante no sólo en Francia (recibió la Legión de Honor como recompensa), sino también a nivel mundial. Leblanc se transformó pues, a su pesar, en un gran escritor popular, en el mejor sentido del término. Vale decir, en alguien que logró conquistar el alma y el corazón de su pueblo con su desaforada imaginería. Lo que no es poco, desde luego.

¿Robin Hood o anarquista de etiqueta?

Pero volvamos a Lupin, el personaje que ha vuelto en gloria y majestad al escenario público, a partir de que en Francia se estrenara en 2004 (y hace poco se editara en DVD) la película rodada que lleva su nombre: “Arsène Lupin”. Un filme dirigido por Jean Paul Salomé que ha relanzado la figura de ese romántico “voleur” que no despoja de sus bienes más que a los ricos, y jamás dos veces, según su estricto código de ética.

Protagonizada por Romain Duris, la británica Kristin Scott-Thomas, Marie Bunel y Eva Green, la película, de más de dos horas de duración, tiene una ambientación de época que corrió por cuenta de Jean Pierre Larroque, y que hace recordar las célebres reconstrucciones de la dupla inglesa Merchant-Ivory. El espectador se deslumbra ante un fastuoso mundo de elegantes fracs, champagne a raudales y damas enjoyadas bailando vals en salones por los que se pasea la sombra rampante de Marcel Proust, a la búsqueda de un tiempo irremediablemente perdido.

Por allí anda Lupin-Duris, con patillas largas y bigotes “comme il faut”, galante y seductor, siguiendo la misma senda que antes que él recorrieron, bajo la piel de este personaje fascinante, actores como Georges Descrières, John Barrymore y Jules Berry, por nombrar sólo a algunos.

El argumento es fácilmente presumible: Lupin es un ladrón despreocupado y motivo de sobresaltos para la aristocracia parisina gracias a su temible destreza. Su encuentro con una aventurera, la condesa de Cagliostro (personificada por la bella Kristin Scott-Thomas, con su rostro anguloso y enigmático) va a transformar el sencillo “pickpocket” de sus inicios en un ladrón de alto vuelo.

Lanzado sobre la pista del tesoro perdido de los reyes de Francia, oculto por los templarios y ansiado a su vez por una oscura hermandad monárquica, el joven amigo de lo ajeno multiplica los golpes de efecto: luchas en un tren, persecuciones en las catacumbas parisinas, un vuelo vertiginoso a la catedral de Rouen... Pero su objetivo va a ser perturbado por su pasión por la irresistible condesa.

Un superhombre justiciero avant la lettre

Sí, ha vuelto el “gentilhombre atracador”, con sombrero de copa o bombín (según lo dicte la ocasión), que fue todo un boom en el período de entreguerras. Y al cual se creía muerto y olvidado, tal como Rocambole, Cheri-Bibi, Tigris o Fantômas, héroes un poco añejados y amarillentos de la Belle Epoque.

En el caso de Lupin, su última aparición fue en las pantallas de televisión, a través de una serie en la que su rol lo hacía Descrières, pero que se esfumó hace ya varias décadas, allá por los ’60. ¿Quién se iba a imaginar que el hombre del monóculo y la sonrisa irónica resucitaría de entre los muertos y haría que ese célebre telefilme fuera redifundido ahora por el cable? ¿O que sus novelas, que causaron furor y vendieron millones de copias, iban a ser reeditadas en colecciones de libros de bolsillo en Francia o en España?

Misterios que ni el más avezado experto en marketing podría develar. Lo cierto es que el elegante Pimpinela Escarlata, aficionado a los habanos y a los cuadros del siglo XVIII, con su espíritu de don Juan desenvuelto y cínico, marcará con su impronta el retorno de un “desfacedor de entuertos” que nació para competir con Sherlock Holmes pero luego lo superó y creó inclusive un alter ego, Herlock Sholmes, para burlarse del sabueso de las islas británicas.

“Lupin se construye como un mito –dice un experto que analizó la obra de Leblanc–, gracias a su inteligencia prodigiosa y a su actividad devoradora que lo llevaban a resolver los casos de una manera fenomenal. Cuando Leblanc escribió ‘Los tres crímenes de Arsène Lupin’ ya no quedaban dudas: Lupin, prisionero en la Santé, jefe de policía, vengador del honor nacional y amante desesperado, era verdaderamente un superhombre”.

Y agrega que “bajo la influencia de Leblanc cambia toda una forma colectiva de soñar. Existía antes de Lupin el folletín, donde reinaba el melodrama, una imaginería del tiempo de las diligencias, que respondía a una larga tradición. Se produjo entonces una gran transformación, la acción se convirtió en investigación y fue dirigida por el razonamiento”.

Claves para entender a un personaje al que los estadounidenses, en 1919, llevan al cine mudo, dándole la cara de David Powell (“Los dientes del tigre”). Es más: hasta un Lupin japonés emerge en 1923, y después otra versión americana: la del célebre Barrymore. El primer Lupin del cine francés es Jules Berry, con “Arsène Lupin detective”, de Henri Diamant Berger (1936). Lo seguirán en la postguerra Robert Lamoureux e Yves Robert, dirigidos por Jacques Becker, y Cassel y Brialy, con la régie de Edouard Molinaro.

¿De dónde extrae Lupin ese discreto encanto y esa extraña capacidad de franquear el paso del tiempo y reaparecer constantemente en las pantallas y en las librerías? Una explicación, entre tantas, diría que se trata de una suerte de resurgimiento del espíritu romántico en una época que necesita de ensueños para escapar de una atmósfera opaca y agobiante.

Lupin, ladrón de puño de hierro en guante de terciopelo y sin sangre en las manos, es el doble opuesto exacto de los Sopranos. Por otra parte, no roba más que a los explotadores o a los beneficiados por su cuna de oro, y no teme a nada ni a nadie. Es un ácrata mundano y de etiqueta que vuelve a asomarse en un tiempo en que la rebeldía brilla por su ausencia o es un gesto vacuo y sin destino.

El look y el espíritu del genio del disfraz

Su nacimiento, hay que decirlo, es un poco oscuro o fue velado a propósito por Leblanc para crear una aureola de misterio. Pero sus orígenes aristocráticos no ofrecen lugar a dudas: nuestro héroe se llama Lupin de Sarzeau-Vendòme, príncipe Arsène de Bourbon-Condé, y chevalier de’Andrezy de Limezy. Tal como su Pigmalión, tiene una infancia ligada a la práctica de los deportes. Su padre es profesor de savate (un estilo de boxeo francés) y antes de morir asesinado le revela un secreto provechoso: saber desviar la atención del adversario.

Lupin es también cultor de un arte marcial japonés, el jiu-jitsu, y le da gran importancia a su indumentaria. Sabe que su aspecto es su mejor tarjeta de preseentación. De hecho, cuando aparece por primera vez, en 1905, luce tenida de “vélocipediste” (pantalones de golf de lana a media pierna, jersey de cuello alto vuelto hacia fuera, espadrilles como calzado y una gorra), en honor a la afición ciclística de Leblanc, que pedaleaba junto a Jules Renard y Tristan, mientras otros caballeros de la época volaban en globos aerostáticos o las primeras máquinas voladoras.

Por otro lado, desde su primera novela (entre las más de 60 obras creadas en torno a la figura de Lupin, y que adquirieron la forma de romans, piezas de teatro, sketchs e incluso operetas), publicada en 1907, el joven Lupin decide relanzar la moda de mediados del siglo XIX, en un gesto de estudiado y voluntario arcaísmo. Así es como se lo ve con redingote ajustado al cuerpo, una pechera boullionné y de cuello alto, la cravate haciendo juego, el sombrero de fieltro de amplios bordes y las polainas que distinguen a un hombre que cultiva el refinamiento en materia de atuendo y de modales.

Dandy total, sus camisas son hechas en Londres, sus zapatos brillan como espejos y en la noche lleva un clavel blanco en el ojal del smoking. Y salvo en caso de fuerza mayor (una gresca o una temporal estadía en prisión), no abandona jamás su monóculo, signo de distinción que le otorga ese imprescindible toque de esnobismo.

Es un hijo de su tiempo, pero con predilección ―como ya se dijo― por el pasado. Aunque no es una preferencia basada en el deseo de conservación del antiguo orden, sino guiada por la añoranza de una estética. Así, tal como Leblanc toma partido por el capitán Dreyfus, injustamente condenado y relegado a la isla del Diablo, Lupin vive al margen de la sociedad y se mofa de las leyes, pero en forma paralela es un patriota que lucha por la grandeur de Francia.

Las hazañas sin límites de un dandy republicano

Desde su celda en la Santé (de donde se fugará luego), negocia con el Kaiser Guillermo el retorno de la Alsacia-Lorena a su país, lo que puede evitar la Gran Guerra. Y en el reciente filme, que se toma al ―estilo de Hollywood― grandes licencias historiográficas, desbarata un atentado contra el archiduque Francisco José. Y en otra de sus proezas recupera el oro robado por los turcos a Francia.

Como Leblanc, Lupin es un mélange de republicano liberal a lo Zolá, con su célebre “J’Accuse”, combinado con unas gotas de ese anarquismo jacobino y terrorista encarnado, por ejemplo, en un Ravachol (François Claudius Kœnigstein, condenado a la guillotina en 1892 y admirado en su primera juventud por el hijo del constructor naval que se negaba a seguir los pasos de su padre). Contradictorio y genial, Arsène es un vivo ejemplo del esprit de temps que antecede a los “años locos”, cuando París era una fiesta y todo el mundo deseaba olvidar con fox-trots y diversión el horror del gas mostaza y la guerra de trincheras.

La otra particularidad curiosa de Lupin es que, en gran medida, sus andanzas se nutren de la actualidad periodística del momento, del mismo modo que las hazañas del Príncipe Malko, otro superhéroe, nacido de la pluma de Gérard de Villiers.

Maestro del disfraz y la transformación, Lupin no cree, sin embargo, en aquello de que el hábito hace el monje, pues no teme sacarse la levita y el chaqué para asumir la imagen de un clochard, de un duque, de un procurador o del mismísimo ministro de Justicia.

Pero su charme y su aire de gran señor no lo traicionan en ningún momento. Y sus conquistas son innumerables: desde Joséphine Bálsamo, condesa de Cagliostro (para quien Cartier recreó un collar de la reina, en su versión Scott-Thomas) hasta Olga Vauban, Clarisse Mergy y varias actrices que se rinden ante sus encantos.

Nada alérgico al matrimonio, nuestro Arsène se casa no una sino tres o cuatro veces con diferentes damas, incluida una americana y otra que muere en sus brazos, asesinada por el vil Herlock Sholmes. Detalle no menor: no se divorcia de ninguna de ellas, lo que lo convierte en bígamo ante los ojos de la ley. Algo muy propio de su estilo, que consiste en hacer verdadero lo increíble y conducir al lector al vago límite entre sueño y realidad.

La estrategia lupinesca se basa precisamente en eso: en la conversión de lo extraordinario en cotidiano. Una forma de hacer poesía, según pregonaban los surrealistas que hablaban del encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección, de acuerdo a la clásica cita del conde de Lautrémont.

Una fantasía, a fin de cuentas, que no acude a epopeyas en formato de science fiction ni a mitos fundacionales, en un tiempo que parece muy necesitado de ensoñaciones y ficciones que nos arranquen de la chata existencia signada por el mero consumo de bienes materiales. Y que se apoya, también a fin de cuentas, en el viejo truco de Robin de los bosques o de los legendarios próceres románticos de Sir Walter Scott.

Aunque esta vez el ladrón justiciero, a veces en contra y otras veces en inusual alianza con la policía, no recorre los confines del condado de Nottingham sino los salones del París de principios de siglo, escamoteando los diamantes y las joyas que desprevenidamente se ponen a su alcance. Y siempre luchando a favor de la justicia y los débiles y desamparados, cual caballero andante vestido de gala.

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