Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Tuesday, January 05, 2010

Pequeño y tonto homenaje a Sandro de América...



Una muchacha y una guitarra


Una muchacha y una guitarra
para poder cantar
esas son cosas que en esta vida
nunca me han de faltar.

Siempre cantando
siempre bailando yo quisiera morir,
dejar el cielo sobre este suelo
en el que yo nací.

No quiero que me lloren
cuando me vaya a la eternidad,
quiero que me recuerden
como a la misma felicidad;
pues yo estaré en el aire,
entre las piedras y el palmar;
estaré entre la arena
y sobre el viento que agita el mar.

Una muchacha y una guitarra
para poder cantar,
esas son cosas que en esta vida
nunca me han de faltar.

Una muchacha y una guitarra
para poder cantar,
esas son cosas que en esta vida
nunca me han de faltar.

No quiero que me lloren
cuando me vaya a la eternidad,
quiero que me recuerden
como a la misma felicidad;
pues yo estaré en el aire,
entre las piedras y el palmar;
estaré entre la arena
y sobre el viento que agita el mar.



Eran los años 70, y yo era menos tonto de lo que soy ahora, recordando al querido poeta Rafael Alberti, que pregonaba aquello de que "yo era un tonto, y la vida me ha hecho dos tontos".

Entre otros ejercicios masturbatorios con los que pretendía afirmar mi incierta identidad, tocaba la guitarra de un modo bastante percusivo, para decirlo de una manera piadosa, siguiendo las tablaturas de acordes que publicaban las revistas "El Musiquero" o "Ritmo".

Tenía el pelo largo, obviamente. Era flaquísimo. Y fumaba como un chino, dentro de las posibilidades económicos que un asiático de entonces y de ahora podía llegar a tener.

Mi imaginario musical estaba formado por Joan Manuel Serrat, Salvatore Adamo, Los Iracundos, Rita Pavone y, por supuesto, el gitano falsificado impuesto por el compositor Oscar Anderle y algún sello discográfico de infausta y poco perdurable memoria.

Después vendrían Patxi Andion, La Nueva Trova, Mocedades, Paco Ibáñez, los italianos del festival de San Remo (en especial, los más contestatarios que iban un poco más allá de las pretensiones de Rafaella Carrá: Lucio Dalla, Iva Zanichi, I Richi e I Poveri, gente cómo ésa...)

Y el clamor del rock auténtico que comenzaba a sacudir los escenarios de los fracs alquilados y los trajes de lentejuela.

En medio de esa constelación de provocaciones (The Doors, Procol Harum, Santana, y toda la parafernalia y panoplia de Woodstock), Sandro era un cantante pasatista, pero con un mayor nivel de recordación que Palito Ortega o cualquiera otro de los integrantes del Club del Clan.

Había algo auténtico y poderoso en el Elvis Presley criollo de labios gruesos que hacía desencadenar tormentas de feromonas a su paso por los escenarios, al igual que Tom Jones, otro fenómeno de la naturaleza.

Dicen que hasta cuando llego a estar viejo y enfermo, casi sin poder respirar, Sandro siguió concitando el amor incondicional de sus "nenas", ya un tanto avejentadas.

Me saco el sombrero frente a su consecuencia en los amores y pasiones juveniles, tan poco persistentes en los tiempos de la posmodernidad, cuando todo lo sólido se desvanece en el aire como por arte de magia.

Por eso nuevamente mi homenaje a este muchacho de barrio que debió tender altos muros en torno a su casa en Banfield, para protegerse del huracán de hormonas que desencadenaba con su baile frenético e inmortal.

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