Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Tuesday, May 12, 2009

Bienvenida, Edad Media


“Éramos pocos y parió la chancha…” Un dicho escuchado al pasar, hace mucho tiempo atrás, me sirve de introducción para hablar de la Nueva Edad Media que llegó a aguarnos la fiesta de la posmodernidad. Todos los elementos ya están reunidos.

Hay peste (el famoso virus H1N1, el cual partió como gripe porcina y terminó con ese burocrático nombre que no quiere decir nada).

Hay piratas, que de un día para otro tomaron por asalto el Golfo de Adén y se convirtieron en el terror de los mares, por allá por el cuerno de África, entre Yemen y Somalia. Dos países que califican, con grandes méritos, para la condición de “Estados fallidos”, que es como ahora los poderosos de la tierra llaman a las naciones que se chingaron, vaya uno a saber porque extraña razón (aunque yo tenga, claro, mis sospechas…)

Hay cruzadas o algo parecido a eso, con potencias occidentales y cristianas que partieron hacia el corazón del Asia, no con ánimo de reconquistar a Jerusalén (que ya está reconquistada, faltaba más), sino de reimplantar la democracia –ojalá al estilo anglosajón- en tierras donde los sucesores de Saladino persisten en la recalcitrante empresa de pretender gobernarse de acuerdo a sus propias reglas.

Hay un Papa que alerta desde Ratisbona (septiembre de 2006) contra los peligros del Islam, citando a un emperador bizantino del siglo XIV que habla en forma peyorativa de la religión musulmana y reprocha a Mahoma su “directiva de difundir la fe por medio de la espada”. Después el Papa se retracta y dice que no se entendió bien lo que en realidad él quiso decir, haciendo que la infabilidad papal quede por los suelos y que uno concluya que ni los pontífices están exentos de meter la pata hasta el cuadril.

Hay torneos o justas entre caballeros, con la única diferencia de que las espadas o las adargas han sido reemplazadas por raquetas, pelotas de fútbol o palos de golf, y los participantes ya no dedican sus triunfos a las damas sino a las marcas deportivas y de todo otro tipo de productos que los auspician para salir al ruedo a enfrentar los lances.

Hay un desorden mundial que “te la voglio dire” con una crisis económica mundial que hace revivir el espantajo de la Gran Depresión de los años 30, con los especuladores saltando por las ventanas de las bolsas, al ver cómo sus acciones se derrumban e inmensas fortunas o los ahorros previsionales de toda una vida se evaporan en manos de los Madoff de turno.

Hay calentamiento global, los hielos de los círculos polares se derriten, el agujero de ozono crece a una velocidad alarmante y las emisiones contaminantes siguen destruyendo el planeta, ante la pasividad y la complacencia de muchos de nuestros gobernantes que sólo viven pendientes de cuántos puntos marcan hoy en las encuestas.

Pero lo que más hay, principalmente, es miedo. Las incertidumbres nos dominan. Aquello de que “Dios está muerto, Marx está enfermo y yo mismo no me siento nada bien” –un chiste atribuido a Woody Allen- se ha hecho carne en una humanidad que ha perdido las esperanzas y la fe, y se siente como la orquesta del Titanic, escuchando las últimas piezas sobre cubierta mientras la nave se va irremisiblemente a pique.

El miedo es la única pasión que, a esta altura, domina a buena parte del género humano.

No beses, no abraces, ponte mascarilla, usa condón, protégete hasta del más mínimo contacto con tus semejantes porque no sabes por donde se puede introducir en tu cuerpo el maldito virus (que, para colmo, siempre está mutando) que te puede llevar a la tumba de un sopetón.

Aíslate en tu casa, prende la tele, mastúrbate –si algo te excita todavía-, pero no te olvides de lavarte las manos con abundante agua y jabón. Cúbrete los oídos con un Ipod y los ojos con gafas oscuras, aunque sea de noche y haya muchas más tinieblas y penumbras que luz. Pon un teclado entre tú y tus sentimientos, y si te resulta obligatorio comunicarte, hazlo por medio de Messenger antes que mirando de frente a tus semejantes.

El fucking virus te puede atacar por cualquier lado, cuando menos lo esperas. Se te puede colar en el disco duro y te puede borrar todos los archivos, dejándote desnudo y a la intemperie como cuando llegaste al mundo. O bien te puede robar todos tus secretos, para hacer pública tu misérrima condición de replicante al estilo Blad Runner, como Harrison Ford en el papel de Rick Deckard, abandonado por su mujer que lo acusaba de tener menos vida que un pescado frío.

Y si no son los piratas, despreocúpate, que igual te puede asaltar a mano armada en cualquier esquina un grupo de adolescentes para robarte lo que lleves encima. Ya sabes que los viciados en la pasta base o el crack no se suelen andar con muchos miramientos a la hora de recolectar las monedas que les permitan saciar su adicción.

Las siete plagas de Egipto ya están aquí.

No comas, no forniques, no viajes, no te olvides el barbijo para salir a la calle, no compartas con nadie más de lo necesario, porque las bacterias se multiplican a la velocidad de la luz. Ni se te ocurra sentarte en una playa a ver la puesta o la salida del sol. De pronto, el cadáver hinchado de un “espalda mojada” tercermundista llegando hasta la orilla, empujado por las olas, te puede arruinar ese romántico momento tipo tarjeta postal.

No leas los diarios (ni se te ocurra, aunque algunos profetas sostienen que estos están próximos a extinguirse, tal como los dinosaurios en la era glacial), porque corres el peligro de enterarte de que hay guerras tribales o hambrunas en Darfur. Y un niño con un rostro famélico te puede arruinar la digestión.

Blíndate, pon cortafuegos y barreras sanitarias a tus costados. No hay otra forma de enfrentar a la nueva Edad Media. Sólo armaduras y oración, esperando que no te toque a ti la próxima barrida de la guadaña. Cierra todas tus fronteras, toma seguros, contrata guardaespaldas. Blackwater ya viene en tu auxilio, como el Séptimo de Caballería, a cambio de una modesta contribución para tu seguridad y la de los tuyos.

Las amenazas están por todas partes. Y lo más seguro es encerrarse en la caverna, a esperar que el diluvio pase y nos pille confesados y en paz con el Señor.

El extranjero, el otro, es el principal sospechoso de que todo ande mal. Por eso es que hay que levantar muros electrónicos y de alta tecnología, con reflectores que impidan que las ratas se nos cuelen en el comedor.

De un día para otro, los mexicanos, por ejemplo, se han transformado en una especie de seres alienígenos a los que hay que expulsar de nuestro entorno. O por lo menos vedarles el ingreso hasta que no quede claro que están limpios y libres de cualquier agente patógeno.

En Chile, y hasta ahora, no se ha incurrido en el exceso “fitosanitario” de querer establecer un bloqueo contra el país que recibió el primer embate de la fiebre porcina. Menos mal que así ocurrió y no hubo apresuramientos ni sobrerreacciones, como las de los gobernantes de otros países “hermanos” de Latinoamérica que llegaron a prohibir los vuelos desde y hacia México. Y a los que sólo les faltó fumigar al primer mexicano que tuvieran a mano.

Si así hubiera sido, a mí, por lo menos, me hubiera dado muchísima vergüenza. Pues me habría bastado recordar que, hace cosa de unas tres décadas, los mexicanos les abrieron las puertas, sin ninguna reserva y generosamente, a los conosureños que llegaron hasta allí corridos por un virus mucho más peligroso y letal que el H1N1: el de las dictaduras militares que asolaron esta parte del continente sin compasión ninguna.

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