Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Wednesday, December 31, 2008

¿Es posible hacer literatura después de Auschwitz?



La pregunta desveló a muchas generaciones de escritores de los tiempos de la posguerra. Y me refiero a la Segunda Guerra Mundial y no a la Primera ni a la Guerra de Troya o a la del Peloponeso. Aunque todas, con las variantes lógicas que presupone el avance tecnológico en materia de elementos de destrucción masivos, no sean sino una única y prolongada guerra que acompaña a los hombres, con breves paréntesis, desde que eso que llamamos Humanidad existe como tal. Y las trincheras del Somme, con el gas mostaza, no fueran muy diferentes, en definitiva, a Hiroshima o Nagasaki.

Pero no teman: no me propongo ponerme terriblemente denso o reflexivo en la última noche del año 2009, mientras afuera de mi departamento resuenan ya los fuegos de artificio como anticipo de la celebración que viene. Lo que ocurre es que un conjunto de circunstancias me obliga a pensar de nuevo en la guerra y la paz, esa dialéctica extraña en la que nos movemos desde el fondo de la historia.

Para empezar, debería confesar, no sin cierta vergüenza (la culpa, como se sabe, es la herencia más notable del legado judeo-cristiano en Occidente…), que me reintegro de algún modo a la normalidad de la existencia cotidiana después de pasar unas cortas e inesperadas vacaciones en un sitio que se parece bastante a la noción de lo que cualquier ser humano llamaría un lugar paradisíaco.

El lugar en cuestión se llama Porto de Galinhas y está ubicado en la costa cercana a Recife, en el estado de Pernambuco, en la región menos agreste del nordeste brasileño. Playas de arena blanca y fina, aguas cuyas tonalidades fluctúan entre el turquesa y el esmeralda, cocoteros interminables interrumpiendo la extensa línea del horizonte, colores restallantes, sabores elementales y sofisticados al mismo tiempo.

En fin, descanso y solaz sin límites, con las únicas restricciones que nos impone el saber que la dulce folga no puede durar para siempre. Y que hay que volver a la civilización para contestar los e mails atochados en el buzón de nuestro correo electrónico, pagar cuentas y ver los noticieros o leer los diarios para saber qué ha pasado en el mundo, mientras nos apeábamos de él.

Entre los muchos correos, no faltan, por cierto, las salutaciones de amigos queridos que nos desean una porción de buenaventuranzas para el año que está por comenzar.

Entonces pienso en lo bueno que es tener amigos cuando las primeras noticias que toman por asalto nuestra conciencia nos indican que Israel ha iniciado bombardeos masivos en Gaza, como represalia por los ataques sufridos con cohetes lanzados desde allí por Hamas. Y los noticieros señalan que ya van más de 350 muertos, la mayoría de ellos civiles, mientras el gobierno israelí notifica a la opinión pública que su particular manera de reflotar la ley bíblica del talión (“ojo por ojo, diente por diente…”) no ha hecho más que comenzar.

Como les prevenía antes, no estoy en el mejor momento para ejercicios intelectuales de largo aliento. Vengo de estar tirado bajo el sol y lo único inesperado en mi existencia era una ola traicionera que pudiera poner en peligro a mi equilibrio. Por eso, no los agobiaré con sermones ni con sesudos análisis.

Si me pusiera en ese plano, tal vez hasta diría que los misiles no están dirigidos contra los palestinos (metafóricamente hablando, desde luego), sino que tienen como destinatario a un Barak Obama que va a ir descubriendo, con el paso de los días, que el legado envenenado que recibió de George Bush incluye mucho más que una crisis financiera de marca mayor.

Estaba así, desconcertado y anonadado, por el peso de los acontecimientos mundiales, cuando un artículo del escritor argentino Juan Forn, publicado en el diario Página/12, y que me tomé la libertad de postear antes de borronear estas líneas, me devolvió de alguna forma la confianza en el género humano.

El texto de marras está inspirado en la figura de Primo Levi, un judío italiano al que admiro sin retaceos. Levi escribió “Si esto es un hombre”, la mejor descripción que haya leído, junto con algún trabajo de Jorge Semprún, de los campos de concentración nazis en Europa. Él resolvió en la práctica la pregunta famosa que se hacían Jean Paul Sartre y otros escritores contemporáneos a la infamia del lager.

Levi escribió. Y escribió como los dioses. Con una prosa enjuta, que hacía innecesarios los adjetivos demasiado resonantes. Limitándose simplemente a describir hasta dónde el hombre –en este caso, sus verdugos de uniformes pardos- puede degradarse a sí mismo, infligiéndole metódicamente y en escala industrial las penas del infierno a sus semejantes.

No deja de ser curioso, en verdad, que la situación actual en la Franja de Gaza me haga recordar ahora a un escritor semita. Es llamativo, sin duda, cómo los roles de verdugo y de víctima tienden a intercambiarse con el curso de los años. Lo que no cambia es la maldad sin límites que se escuda siempre en buenas razones y en argumentos presuntamente racionales para justificar los nuevos Gernikas, que surgen de la incapacidad de generar acuerdos y de reconocer al rival como un hombre que, en esencia, es igual a uno.

Lo dice Levi en el artículo que podrán leer más abajo. Lo que lo salvó en su paso por el Infierno con mayúscula fue su capacidad de ponerse en el lugar del otro. Así lo afirma textualmente: “Nunca he sido capaz de verme diferente de los personajes que la ocasión me pone delante”.

¡Qué gran lección nos da con esas simples palabras! Lo escucho a él y me parece estar oyendo también a Vasili Grossman, soldado y periodista judío del Ejército Rojo, que escribió al cabo de su campaña un voluminoso libro que tuve oportunidad de leer en el año que recién termina y que no me canso de recomendar a todo el mundo: “Vida y destino”. Una suerte de monumental autobiografía de más de mil páginas apenas disfrazada como novela.

Por eso es que, por paradojal que parezca, termino el año con un cierto optimismo, pese a que no pareciera haber motivos para ello.

Porque siempre se puede (y no sólo se puede sino que también se debe) escribir después de Auschwitz. Y así lo demuestran, a cada instante, aquellos que cruzaron el Averno y dejaron lo que tiene que dejar un hombre que se precie de tal: su testimonio y su palabra como marcas indelebles de que el horror no puede ser un eterno vencedor. O que su victoria, al menos, no puede gozar de la impunidad de nuestro silencio.

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