Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Wednesday, May 14, 2008

Sodoma y Gomorra en la Estación Salvador


Menos mal que monseñor Jorge Medina y sus acólitos más fieles no se movilizan en Metro y no tienen que transitar por las inmediaciones de la estación Salvador. Si así lo hicieran, serían espectadores privilegiados de un espectáculo que da cuenta de la profunda crisis de valores que vive nuestra sociedad.

Apenas caen las sombras de la noche en ese lugar, e incluso antes, uno puede ver todos los días parejas de colegialas atracando, arrebatadas de pasión y lujuria, y sin ningún tipo de inhibiciones, ante los usuarios de la línea 1 que se sumergen en las catacumbas de la estación.

Junto a ellas, que lucen sus jumpers de liceanas, cuando no el clásico aspecto de los pokemones –melenas lacias inspiradas en los comics japoneses, ojos resaltados con sombra o delineador-, se observa a efebos en los que no cuesta demasiado adivinar su afición por los ritos saturnales.

En general, lo que la lleva es la ambigüedad en la apariencia física, lo que hace que las habituales diferencias entre los sexos se diluyan en un look andrógino, donde no se sabe muy bien quién es quién. Y “todo pasando”, desde luego, en un desenfrenado “ponceo”, donde la mayoría compite para ver cuál es capaz de ir más lejos en la exhibición de su desenfrenada calentura.

La idea es “epatar” a los burgueses, aunque en realidad no se les dé mucho el francés, y Mayo del 68, como fecha, no les diga más que el mes de María. No tienen idea de la existencia de la canción protesta, y su imaginario musical se compone, cuanto mucho, de los redobles monocordes del reaggetón.

Asisten, los más militantes de entre ellos, a “El diario de Eva” en Chilevisión, cuyo target o mercado predilecto son las tribus urbanas. Y cuando salen del canal cruzan el puente del Arzobispo, sobre el Mapocho, no por donde lo atraviesan los simples mortales, sino por sus arcos superiores, demostrando su desprecio al peligro y su afán contestatario.

Pero, ojo, contestatario “light”, pues nunca se los verá levantando adoquines contra la policía ni protagonizando incidentes mayores. A no ser por las recurrentes peleas con alguna pandilla de neonazis que intenta ponerlos en vereda a fuerza de bototazos e intimidaciones.

Lo suyo es la provocación por medio de la líbido. Su consigna podría ser: “Somos calientes, ¿y qué...?”. Desafìan a las convenciones preestablecidas, y a la hipocresía de un país donde el Tribunal Constitucional prohíbe la píldora del día después y hasta amenaza erradicar la T, mientras se pone a la marihuana en la lista de las drogas duras.

Sin tener en cuenta, por ejemplo, que un reciente estudio del INE revela que durante el año 2005, el 58,4% de las mujeres que tuvo hijos era soltera.

Yo los veo, masacrándose a besos, lamiéndose los piercings y metiéndose mano con un descaro absolutamente ajeno a cualquier tipo de diques de contención. Y no puedo menos que alegrarme.

“Quien reprime su deseo, engendra peste”, decía William Blake. Aunque tampoco paso por alto el hecho de que hay mucho de estúpida moda en esta exacerbación del bisexualismo, de la indefinición en el terreno sexual como algo loable y meritorio.

Me reservo el derecho de la duda, que al final es una de las pocas cosas confiables que van quedando en un mundo donde “todo lo sólido se desvanece en el aire”, como apuntaba un pensador, que fue tan lúcido que hasta fue capaz de ponerle un epitafio a sus propias construcciones teóricas.

Yo los veo, con un poco de envidia (reconozcámoslo), derramando progesterona y testorena a raudales sobre los pastos de ese antiguo Parque Japonés, que fue siempre un pródigo escenario para salidas de madre en el campo de lo erótico.

Y no puedo dejar de pensar, con cierta melancolía anticipada, que esas lolitas contraculturales terminarán siendo, en el mejor de los casos, amas de casa frustradas a las que se les caerá la estantería al primer embarazo. Y que un día usarán pantuflas y tendrán várices. Y sus locuras de juventud serán sólo un recuerdo.

Pero, por lo pronto, juegan a ser como Gitón, el bello adolescente que es el amante de Encolpio, protagonista principal del Satiricón de Petronio.

El Satiricón, por si alguno de ustedes no lo sabe, fue una de las primeras novelas que en el mundo han sido, junto con El asno de oro, de Apuleyo, y combinaba verso y prosa, cual alucinante road movie, en la que se puede ver reflejada la vida cotidiana en el siglo I, cuando la humanidad era pagana y el cristianismo aún no asomaba sus narices en la historia.

La novela –delirante, cómica y de un realismo sobrecogedor–, narra las aventuras de Encolpio, quien tras violar a la sacerdotisa del templo de una diosa, recibe el castigo de esta vengadora divinidad que lo condena a la impotencia, cuando de mujeres se trata, pero mantiene en alto su espíritu lúbrico si de jovenzuelos se trata.

Así, termina por enamorarse de Gitón, una especie de amoral buscavidas que se gana la vida como esclavo sexual de una matrona romana. Se lo roba a esta provecta dama y huye lejos de ella y de su esposo, que no soporta con mucha paciencia el saber que su mujer le pone los cuernos con un sirviente de 15 años.

En el camino –como si se tratara de Jack Kerouac y Dean Moriarty–, la pareja se involucra con bufarrones, prostitutas, hermafroditas, brujas que intentan curar con sus mejores artes el mal de la verga fláccida, y toda suerte de malvivientes.
Pero temo haberme ido por las ramas.

Lo que yo quería subrayar, en lo esencial, es la distancia sideral que existe entre el Tribunal Constitucional y los guardianes de nuestra moral occidental y cristiana, con la vida real que late en las calles.

Inevitable, se me ocurre, es pensar en Josef Fritzl, el padre de familia austríaco al que la prensa ha bautizado como “el monstruo de Amstetten”, quien mantuvo cautiva en un sótano a su hija por espacio de 24 años, y le hizo seis hijos-nietos.

Fritzl, que parece ser un hombre de orden y que no hubiera deslucido como guardián en un campo de concentración nazi o en las tropas de elite de la SS, afirma que no es tan malo como la gente cree, pues pudo haber matado a su hija y a los frutos de su incestuosa relación, en lugar de conformarse con sólo abusar de ellos y privarlos de la libertad casi de por vida.

Además –excusa suprema de los dictadores y abusadores de toda laya–, alega que confinó a su hija Elisabeth en esta prisión doméstica para mantenerla a salvo de sus peligrosas “malas costumbres”, ya que solía andar bebiendo en los bares y ser una libertina.

En eso, nuestro cardenal protodiácono se parece mucho a Fritzl. Si por él fuera, nos pondría a todos un cinturón de castidad. Para mantenernos a salvo, por cierto, de nuestra concupiscencia que puede conducirnos al infierno a corto plazo. Y no porque él disfrute, viendo a la gente en cadenas. ¡Cómo se le ocurre semejante barbaridad!

¿O acaso usted no sabe que fue él, el mismísimo Jorge Medina, quien tuvo el privilegio de anunciar la llegada del nuevo Papa, Joseph Ratzinger, por encargo expreso de su antecesor, Karol Wojtyla? ¿Que es cercano al Opus Dei, y que persiguió con saña al sacerdote jesuita Felipe Berríos por decir que su voz (la de Medina) era “una más dentro de las voces de la Iglesia”? ¿Y que sostuvo que Augusto Pinochet era un “hombre de bien”?

O sea, más respeto. Aunque a los pokemones y a muchos otros nos tengan sin cuidado los purpurados y los doctores de la ley que intentan dictaminar, por nuestro bien, qué debemos hacer con nuestros cuerpos y nuestra sexualidad.


* Carlos Monge. Escritor y periodista. Columna publicada originalmente en el diario electrónico La República.

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3 Comments:

Anonymous Anonymous said...

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5:02 AM  
Blogger Toronaga said...

Me gusta el artículo, muy bueno

2:22 AM  
Anonymous Anonymous said...

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11:17 PM  

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