Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Wednesday, March 19, 2008

Meridiano de sangre


Toda violencia es política. Hay quien puede imponer a otros el control desde el miedo, después de dominar sus propias emociones, y hay quien no. Reflexiones que nacen luego de ver dos películas que por diversas razones me impactaron de un modo profundo.

La primera de ellas fue Not country for old men (No es país para viejos), traducida para el mercado latinoamericano como “Sin lugar para débiles”. Cinta que barrió con varios Oscar en la última entrega de la estatuilla de la academia y que consagró como “mejor actor de reparto” al español Javier Bardem.

Los hermanos Joel y Ethan Coen llevan al formato cine una novela de Cormac McCarthy, cuya acción está ambientada en la frontera de Estados Unidos y México, donde un cazador descubre los cuerpos de varios hombres acribillados a balazos, un cargamento de droga y una valija con dos millones de dólares.

Uno podría pensar que éste es el peor lugar del mundo, con su paisaje casi lunar, apenas ensombrecido por algunos matorrales, y sus habitantes que, en general, conforman un vasto universo de perdedores: espaldas mojadas, coyotes que los transportan, narcotraficantes, vendedores de tiendas perdidas en el desierto. En suma, desolación pura.

Allí aparece, de pronto, Llewelyn Moss, un veterano de Vietnam que se topa con el inesperado golpe de suerte de una fortuna botada y sin dueño aparente en los alrededores, y que desde ese mismo instante debe ponerse a correr perseguido por quienes quieren recuperar su dinero.

La principal arma que ocupan para ello es Anton Chigurh, un sujeto corpulento y despiadado, que luce un corte de pelo tipo paje y una mirada hierática, desprovista de cualquier tipo de emociones. Chigurh es contratado para reembolsar la maleta repleta de fajos de billetes a sus legítimos propietarios, y emprende su cometido dejando un reguero de sangre a lo largo de su camino.

Como buen asesino profesional, mata de distintas maneras, pero su herramienta favorita es una escopeta neumática, propulsada con aire comprimido y diseñada para matarifes, que arroja un proyectil que es luego recuperado para no dejar huella alguna de su paso.

La principal característica de Chigurh es que mata sin pasión, sin odio alguno. Como un burócrata que desempeña su oficio casi con un bostezo a flor de labios. Letal, hasta el máximo extremo que cabe en dicha palabra, se permite, a veces, el lujo de jugar con sus posibles víctimas y les pide que apuesten a cara a cruz, con una moneda arrojada al aire, para que el azar (y no él) decida su suerte.

Inexpresivo y distante, se desplaza por las inmediaciones del Río Grande guiado por una sola ética: la de cumplir con la palabra empeñada con quienes lo contratan.

Convertido en una máquina homicida, en cierto momento incluso parece escapársele de las manos a sus mandantes y éstos recurren a otro veterano de Vietnam, un ex coronel de las fuerzas especiales que ha colgado el uniforme y ha recuperado su talante de vaquero tejano, para que trate de reencauzarlo por la senda adecuada.

Pero Chigurh, impasible, no acepta supervisiones y termina por ajustar cuentas a los mismísimos y poderosos amos de este tenebroso juego de marionetas. Aquellos que, desde las alturas de un edificio corporativo, manejan los hilos del juego del narcotráfico sin mancharse las manos con trabajos sucios.

Entre medio de todo esto, fluyen la sangre y los disparos, mientras otro calmado cowboy, un sheriff interpretado por Tommy Lee Jones, con la mirada gastada de quien ya ha visto demasiadas atrocidades, recorre la cadena de desastres que va dejando a su paso el ángel exterminador envuelto en la figura diabólica e inquietante de Bardem.

La película, en el mejor estilo Coen, no tiene moraleja aparente ni lecciones escondidas como subtexto. Tal vez la única deducción posible es que tanto víctimas como victimarios, cazadores y cazados, son hijos de una misma experiencia histórica: la del Sudeste asiático, donde aprendieron a matar con destreza y eficiencia, dejando de lado cualquier sentimiento.

Como quien dice, "mano de obra desocupada" que no ha hecho más que honrar su deber patrio.

Es el mismo rostro, al fin de cuentas, del demente y alucinado coronel Kurtz, de Apocalipsis Now. Sólo que aquí no se mata al compás de la Cabalgata de las Walkirias, sino con un frío y desangelado silencio como telón de fondo.

Salto, entonces, en una arbitraria sinapsis, a otro filme que vi hace pocos días: Pelota vasca: la piel contra la piedra, de Julio Médem. Este controvertido documental, que data del 2003, fue cuestionado en su momento como “parcial” por buena parte de la gran prensa española. Y silenciado por otros por incómodo.

El director de Lucía y el sexo lo que hizo, básicamente, fue ofrecerle tribuna a 70 personas, en su mayoría vascos, de mucha o escasa relevancia pública, para que hablaran de la pugna soterrada que desangra desde varias décadas a Euskal Herría. Las únicas agrupaciones que rechazaron de plano su invitación a participar en esta cinta fueron el Partido Popular, el colectivo ¡Basta ya!, que se define como una organización ciudadana antiterrorista, y Euskadi ta Askatuna, más conocida como ETA.

Ver a los familiares de dos víctimas de ETA (la esposa de un guardia civil, el hijo de un concejal de UPN), compartiendo la misma pantalla junto a una mujer que se ve obligada a recorrer media España para visitar a su compañero en prisión, con su crío colgado al cuello, es un ejercicio doloroso, pero, a mi juicio, necesario para empezar a desentrañar las claves de este conflicto.

Estremece, además, ver a Eduardo Madina, un joven socialista que perdió una pierna en un atentado con bomba-lapa contra su auto, decir que no sólo está contra la violencia de quienes lo atacaron en forma personal, sino contra toda violencia, incluida la de la tortura. O ver a una muchacha detallar, en euskera y con voz trémula, los abusos a los que fuera sometida por efectivos policiales durante un interrogatorio.

La conclusión obvia, pero no por eso aceptada por todos, es que para empezar a resolverlo hay que reconocer que existe un problema. Actitud rechazada hasta ahora por los gobiernos de Madrid, sean éstos de izquierda o de derecha. Así lo señala, en una parte clave del filme, un religioso británico que participó en el proceso de paz en Irlanda, que culminó con el desarme del IRA.

Lo primero es admitir que hay un diferendo a resolver. No hacerlo, seguir cerrando los ojos con tozuda indiferencia ante la realidad, es seguir alimentando el círculo vicioso de la violencia sin fin. Una violencia que a la larga sólo puede hallar sustento entre aquellos que piensen que el miedo y el crimen son un negocio a partir del cual es posible obtener jugosos y rendidores dividendos políticos.

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