Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Tuesday, January 15, 2008

Patricia Verdugo, In memoriam




Año 1983. La revista argentina en que yo trabajaba en ese entonces, “Siete Días”, me envió a cubrir las protestas contra la dictadura militar que sorpresivamente se multiplicaban en Chile. El mundo miraba asombrado un “reventón” social que primero se expresó a través de cacerolazos y luego por medio de manifestaciones de mayor calado y envergadura.

En esa ocasión, entrevisté, entre otros, a Gustavo Leigh, el “general disidente”, como le gustaba a esa altura del partido ser llamado, tras haber sido uno de los más entusiastas cabecillas del golpe de Estado de 1973, y a Rodolfo Seguel, un joven dirigente de los mineros del cobre que se constituyó, casi por obra del azar, en uno de los líderes de la nueva camada de un mundo sindical que despertaba tras años de severa represión.

La persona que me dio sus teléfonos –y el de otros líderes opositores, desde Gabriel Valdés hasta personalidades de la perseguida izquierda chilena- fue Emilio Filippi, director de la revista Hoy, quien me recibió en las oficinas de la calle Monseñor Miller, en Providencia, donde funcionaba la redacción del único medio de oposición permitido en aquellos años.

En la calle se vivía un clima de inquietud e incertidumbre y se respiraba aire mezclado con gases lacrimógenos.

Pinochet había designado como ministro del Interior, en una desesperada maniobra, a Sergio Onofre Jarpa, líder de la derecha política, quien ahogó, vía “manu militari”, desde su cargo, las expresiones de descontento, con un saldo de más de 16 muertos. En los velatorios de las víctimas se veían carteles que decían: “¿Cuántos más han de morir?”.

Recuerdo que fue ahí, en la revista Hoy, donde Filippi me presentó a Patricia Verdugo, una aguerrida y joven periodista, pequeña de estatura pero gigante de alma, con el pelo negro tomado en una sencilla cola de caballo, que se afanaba golpeteando las teclas de una Underwood en una redacción absolutamente solitaria.

Parecía atrincherada detrás de la máquina de escribir. Y su imagen simbolizaba muchas cosas: era ella sola, en ese instante, contra un régimen dotado de armas al por mayor y al que los poderosos del mundo le habían dado licencia para matar (después vendría la preocupación por los derechos humanos, cuando ya les empezara a resultar incómodo e impresentable).

Patricia Verdugo, sola y su alma, disparando con las yemas de los dedos que se sacudían con nerviosismo contra las letras, intentando dar cuenta en un espacio máximo de cinco o seis carillas de la brutalidad que reinaba en el exterior de esa precaria redacción, sostenida apenas por la solidaridad internacional con un pueblo oprimido.

Era día de cierre, y la Patty apenas se distrajo dos segundos de la tarea de escribir la crónica política central de la revista para tornar la mirada hacia atrás y saludar a este colega (uno más entre muchos) que venía desde afuera para cubrir la protesta de un pueblo que, al decir de Vicuña Mackenna, tiene "sueño de marmota y despertar de león”.

Años más tarde, con “Los zarpazos del puma” de por medio y la celebridad que este libro le atrajo, nos reencontraríamos en la revista Apsi, donde ambos colaboramos en su etapa final. Tengo presente incluso que alguna vez me dio un aventón en su auto, al salir de la redacción de la calle de una cuadra, Alberto Reyes, por la avenida Santa María hacia el oriente, en otro día de cierre.

Y así nos fuimos encontrando en diversos lugares, el último de los cuales fue “El Mostrador”, en el cual Patricia colaboraba cuando tenía algo que decir –en general, algo vinculado con los derechos humanos y ciudadanos de los mapuches o de las mujeres, de los jóvenes o los trabajadores- y otros medios le cerraban la puerta.

No fui su amigo (debo aclararlo de entrada o de salida), pero me hubiese gustado serlo. Y supe de lejos de su fatal enfermedad –la que se la llevó hace pocos días de esta vida-, a través de amigos comunes a los que solía ver en aquel restaurante del barrio Bellavista, que por distintas razones frecuentábamos ambos.

¿Qué más decir sobre ella? No se me ocurre mucho. Salvo tal vez agregar que en aquella época reciente en que este país vivió la larga y oscura noche del autoritarismo, fueron las mujeres principalmente las que sacaron la cara por la vergüenza de vivir con nuestros derechos básicos conculcados.

Y pienso necesariamente en mujeres como Mónica González, María Olivia Mönckeberg o Patricia Verdugo.

Mujeres que se irguieron sobre sus propios dolores y desde allí dispararon con un arma infalible a la que los mandones de turno no pudieron silenciar: la palabra, con la que mantuvieron viva la dignidad de la patria y la del periodismo.

*Carlos Monge Arístegui. Escritor y periodista.

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