Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Thursday, July 26, 2007

Brutalidad policíaca y chovinismo tonto



Ya se calmaron las aguas del “escándalo de Toronto”, cuando los jugadores de la Sub 20 chilena fueron “retenidos” por miembros de la policía local al cabo de la semifinal con Argentina, en un partido plagado de incidentes en la cancha y fuera de ella.

Los muchachos ya están en casa, fueron recibidos en La Moneda por la Presidenta y, por lo visto hasta ahora (salvo que Harold Mayne-Nicholls nos desmienta en el futuro inmediato, aunque permítanme decirles que lo dudo), no hay indicios de que se vaya a cumplir en la realidad la posibilidad de demandar a la policía de Toronto, como planteó hacerlo en su momento la dirigencia de la ANFP.

Reconozco de entrada que, tal como le ocurrió a muchos chilenos, no me gustaron para nada las imágenes en que fornidos policías y miembros del equipo de vigilancia del estadio de la capital de la provincia de Ontario aparecían manteniendo esposados a chicos que claramente no representan un problema mayor de seguridad para nadie.

Después, la indignación fue en aumento cuando se habló de golpes a mansalva, aplicación de gas pimienta e incluso shocks eléctricos, propinados con bastones especiales.

De hecho, estoy de acuerdo con cierta línea de análisis que habla de racismo oculto detrás de la actitud de los guardianes del orden que habrían sobrerreaccionado ante la amenaza de disturbios que parecían escapárseles de las manos.

Pero al mismo tiempo me llama poderosamente la atención que ello ocurra en Canadá, una sociedad que en líneas generales se caracteriza por su tolerancia y su condición de multirracial, lo que podría ser considerado un antídoto clave para la discriminación a partir de consideraciones étnicas o de cualquier otro tipo.

Alguien podría argüir, sin embargo, que los policías son iguales en todas partes. Y que no hacen falta demasiadas excusas para sacar a relucir al prepotente que todos llevamos dentro. Tendencia que, me imagino, con una placa y un uniforme como escudo se debe estimular aún más, si es que no se procede con el autocontrol y el tino necesario.

Más allá de la anécdota de los incidentes, creo, sin embargo, que el tema se exageró bastante más de lo ultrajante que en sí mismo era por dos razones al menos.

Una: la irresistible tentación mediática de ventilar hasta el hartazgo las múltiples aristas del nacionalismo herido por estos mastodontes que no sólo daban cachiporrazos a nuestros muchachos sino al país entero, representado por ellos.

Y dos: la nada despreciable circunstancia de que el incidente policial permitía redireccionar hacia otro lado la bronca que nos causaba ver a una promisoria selección de fútbol, en la que se habían cifrado tantas esperanzas, mordiendo el polvo de la derrota, merced en muchos casos más a errores propios que a acciones ajenas.

Centrémonos, por lo tanto, en lo deportivo, dejando a un lado lo extrafutbolístico. La “Rojita” perdió de manera absolutamente legítima y justa ante la albiceleste. Y el árbitro alemán del encuentro, si incidió en algo, no fue de ninguna manera un factor determinante del resultado del partido.

A nuestra selección se la “comieron”, por decirlo de algún modo, la ansiedad y los nervios. El tempranero gol argentino, en el primer cuarto de hora del match, la puso frente a un guión impensable, cuando se había insistido en que esta vez sí se iba a “cambiar la historia”. Y la expulsión de Gary Medel, también en ese tramo inicial, terminó por ponerle una lápida a las pretensiones del equipo de Sulantay.

Expulsión, por otro lado, totalmente ceñida a reglamento. Y no excusable, a mi juicio, por el hecho de que su rival trasandino le tiró antes un puntapié desde el suelo. El alemán no vio eso, sólo vio su ingenua reacción de intentar propinarle un patadón (que, más encima, le erró), después de lo cual no tenía otra opción que ponerle la tarjeta roja.

Así, un equipo pasado de revoluciones y sin capacidad de reaccionar ante la adversidad (como sí suelen hacerlo los futbolistas rioplatenses de cualquier edad) vio cómo sus anheladas ilusiones se desbarrancaban, sin que pudieran hacer nada por evitarlo. Y terminó 3 a 0 abajo, con jugadores que sólo siguieron en la cancha porque el germano Wolfgang Stark les perdonó la vida (el caso de un descontrolado Arturo Vidal).

El fútbol, dicen en el río de la Plata, es “para los vivos y no para los giles”. Y ese aserto inconmovible demostró ser verdad una vez más, aunque nos duela. Argentinos y uruguayos saben manejar los partidos. Han disputado muchos encuentros que deciden cuestiones relevantes. Y saben tomarse las cosas con calma o desesperarse, cuando cabe hacerlo, pero no confundir los tiempos apropiados para lo uno o lo otro.

Saben, además, por libro, enardecer al rival en el momento oportuno. Y eso está en la enciclopedia histórica del fútbol, nos guste o no nos guste. Por eso es que nunca hay que considerarlos “pan comido” y cantar victoria antes de tiempo.

Un comentarista argentino, Fernando Niembro, que se alojó en los mismos hoteles donde estuvo la “Rojita” en Canadá, dijo que nuestros chicos estaban hiperventilados y ansiosos antes del partido con Argentina, y que coreaban para darse ánimos aquel cantito que tanto molesta a nuestros vecinos: “Argentinos m…, les quitaron las Malvinas por huevones”.

Espero que esto no sea cierto. Pero si fue así, entonces la actitud de la policía de Toronto fue doblemente una amarga lección para los muchachos de la Sub 20. Pues descubrieron, de golpe y porrazo, que no basta llamarse Gary, Michael o Hans, o creerse los “ingleses de América Latina” o ganadores al estilo Bonvallet, para ser considerados como tales por aquellos que ven el mundo desde el hemisferio norte.

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