Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Thursday, January 04, 2007

La raíz de la corrupción


Tesis 1: La política en Chile, como actividad, ha sido expropiada a los ciudadanos comunes –a lo que se podría llamar la “gente de a pie”- y está reservada para los grandes propietarios o dueños de un capital acumulado lo suficientemente grande como para poder dedicarse casi en exclusividad a la “cosa pública” (res publica, en latín).

Demostración: La crisis en el Partido por la Democracia, que se ha extendido como un reguero de pólvora y ha alcanzado a otros partidos de la Concertación (en principio, en el caso Chiledeportes, a la Democracia Cristiana, mientras que el Partido Socialista también está con las barbas en remojo por los efectos del llamado caso PGE, Programas de Generación de Empleos, focalizado principalmente en la Quinta Región), revela en forma palmaria la verdad de este aserto.

¿Quiénes son los grandes líderes envueltos en la guerrilla interna sin tregua del PPD, donde todos se acusan de haber vulnerado los principios de la probidad y la transparencia? Fernando Flores, ex ministro de Salvador Allende, que hizo fortuna en Estados Unidos antes de regresar a Chile para ser elegido senador por la I Región; Jorge Schaulsohn, uno de los pocos abogados chilenos que puede litigar en el foro de Nueva York y que ha sido acusado -por la periodista María Olivia Monckeberg, por ejemplo- de ejercer tareas de lobbysta a favor de grandes empresas e intereses privados; y Sergio Bitar, otro ex prisionero de Isla Dawson por haber sido alto funcionario del gobierno de Allende, quien ha confesado de motu proprio que por razones familiares (su esposa es miembro de una familia vinculada a la actividad textil) también está absolutamente consolidado en el plano económico.

El cuarto actor de esta cofradía de barones es Guido Girardi, actual senador, que sería el único de los integrantes de la misma que no cuenta con una fortuna propia (que se conozca). Aunque bien sabemos que el poder y la influencia bien administrados también resultan rentables y tienen los mismos efectos al fin y al cabo que el dinero: aseguran lealtad y obediencia.

Conclusión: Si esto pasa en un partido autodenominado “progresista”, entonces, ¿de qué calidad de democracia estamos hablando? ¿Si el señor Schaulsohn revela, además, que algunos dirigentes políticos recibían sobres con dinerillos provenientes de partidas de fondos reservados para redondear sus magros ingresos y compensar de esta forma los sacrificios pecuniarios que hacían con el fin de estar disponibles para el servicio público, qué clase de república es la que tenemos? Y de la derecha, mejor ni hablemos. Basta recordar las recientes acusaciones de Longueira a Piñera, afirmando que si las internas para elegir un abanderado presidencial común siempre las va a ganar “un señor con plata”, entonces, mejor, no hagamos ninguna interna...

No sé qué opinan ustedes, pero a mí me parece que el actual modelo político chileno se acerca mucho más a lo que se denomina una “democracia censitaria” que a la democracia que, con todos sus defectos, teníamos antes de 1973 en este país.

Democracia censitaria, aclaro, para que no me traten de críptico o difícil, es el modelo político en el cual sólo son considerados como ciudadanos con todos los derechos los que entran dentro del censo de los propietarios. Es decir, una democracia al estilo ateniense, en el siglo V antes de Cristo, donde los que gozaban de los beneficios del sistema eran los 40.000 propietarios registrados, quedando fuera los restantes 210.000 habitantes. Entre los cuales se contaban las mujeres, los extranjeros y los ilotas o esclavos para todo servicio (incluso aquello).

La diferencia, claro está, es que acá no hay ningún Pericles, que se sepa, ni tampoco hay un florecimiento de las artes que permita que coexistan al mismo tiempo un Esquilo, un Sofócles o un Eurípides. Y por las calles tampoco se pasea Sócrates con una corte de discípulos, sino que tenemos a sofistas peripatéticos de muy escaso nivel que de griego lo único que tienen es el nombre (Hermógenes, no sé si me captan...)

La otra diferencia notable es que los privilegiados ciudadanos ejercían una suerte de democracia directa que se manifestaba, en su máximo expresión, a través en la asamblea popular o eclesia, donde participaban, reunidos en el ágora o en el anfiteatro, hasta seis mil atenienses mayores de 20 años, quienes se hacían oír ante sus pares en igualdad de condiciones y sin necesidad de altavoces, máquinas políticas ni oficinas de asesores comunicacionales, por medio del exclusivo recurso de su retórica. Arte en la que se formaban desde pequeños con la ayuda de los pedagogos (otra palabra, como muchas, de origen helénico).

No, no habían abogados (gracias a Zeus), ni periodistas (por lo cual yo hubiera sido un desempleado) ni operadores políticos. Y el viejo Platón (o “ancho”, cuyo nombre verdadero era Arístocles) recomendaba que tampoco debía haber lugar en la República para los poetas. Tal como Obélix o Astérix no querían ver entre los galos al pelmazo del bardo Asegurancéturix... Cada uno, en definitiva, defendía su propia causa mediante las razones que fuera capaz de esgrimir. Y el imperio de la ley era absoluto, aun cuando se equivocaban y metían la pata, como en aquella malhadada ocasión en que le recomendaron a Sócrates beber la cicuta por no respetar a los dioses y corromper a la juventud.

Y lo más interesante y aleccionador: muchos, si no todos, los cargos que conformaban el Areópago, órgano de poder máximo que dictaba las leyes y fiscalizaba su cumplimiento, eran rotativos. Es decir, nadie se eternizaba en el cargo como ocurre a menudo en Tontilandia, donde se ha ido formando una red de unas quinientas familias –no son más que eso-, de 1990 a esta parte, que se van cambiando de puesto en los directorios o en los cargos jerárquicos, como en el juego de las sillas musicales, pero que siempre están arriba del carrusel. Bien agarrados a la teta de los “puestos de confianza”.

Por eso los atenienses derrotaron a los persas. Porque pese a que no eran un modelo ni por lejos de democracia total, eran bastante avanzados para su época, donde el despotismo –ni siquiera ilustrado- era la norma estándar en materias de gobierno. Porque tenían, además, arraigada la concepción de polis o comunidad, predominando sobre el individualismo o el mercado. Y cuando la patria llamaba en su defensa, todos los ciudadanos se convertían en soldados, siguiendo a los “estrategos’’, que eran los únicos que –como Pericles- podían ejercer esos cargos durante un largo lapso de tiempo (Pericles, por ejemplo, fue jefe de la junta de jefes militares del 443 al 429 a.C.)

En Tontilandia, en tanto, también tenemos (tuvimos) a nuestro propio Pisístrato o dictador reciente, que hizo que se “revalorizarán las instituciones”. Pero parece que la revalorización no duró demasiado tiempo. O se ha ido devaluando en forma demasiado rápida. Nos han faltado estadistas del nivel de Solón o Dracón, y, en cambio, tenemos demasiados operadores ‘’picantes’’ (el adjetivo calificativo es de Schaulsohn) que se cubren el rostro, sin la menor vergüenza, con un gorro de lana al salir de los tribunales. Y después se golpean el pecho arguyendo en su defensa: “¡Pero si yo sólo he hecho lo que hacen todos! Poner mi granito de arena para que la máquina del partido (cualquiera éste sea) esté bien aceitada...”

Así, ni modo... Nunca volveremos a tener una “clase política” austera y republicana de verdad, como aquella tan bien representada por don Aníbal Pinto, quien luego de pasar por La Moneda –“la casa donde tanto se sufre”, como la calificara Arturo Alessandri- trabajó como modesto corrector de pruebas porque nunca supo de sobresueldos ni otras prebendas.

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