Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Tuesday, December 12, 2006

Vascos



Dicen que don Miguel de Unamuno, vizcaíno de rancio abolengo (nació en Bilbao en 1864 y murió en Salamanca en aquel infausto 1936, de triste memoria), consultado sobre cuáles habían sido los principales aportes de los vascos al desarrollo de la humanidad, respondió que existían al menos dos creaciones vascas de las que podía dar fe: esta larga y angosta faja de tierra a la que se ha dado en llamar Chile y la Compañía de Jesús.

He podido comprobar hace poco tiempo la verdad del primero de estos asertos, pues en el curso de unas breves vacaciones tuve oportunidad de conocer el País Vasco y descubrí que allí estaba el origen de muchos de los apellidos que han poblado por siglos esta comarca. Desde el extendido Oiartzun (que así se escribe en euskera), hasta los Olabe y los Aristegi. Sin dejar de lado, por cierto, a los Larraín, los Zubía, los Otano, los Peralta, los Echenique, los Azócar, los Arriagada, los Azcárate, los Uribe, los Echeverría, los Garay, los Barahona, los Egaña, los Irarrázaval, los Mendizábal, los Gumucio, los Sandoval, los Ortega y media guía de teléfonos local. Más otros que, con el correr de los años, se transformaron, en algunos casos, en Chile en apellidos vinosos, en la medida en que sus portadores originales devinieron terratenientes y viñateros, dejando atrás su pasado de humildes destripaterrones o pastores.

Es cuestión, por otra parte, de repasar la lista de los Presidentes de nuestra era republicana para descubrir que la impronta vasca está presente con fuerza en estos lares. Varios Errázuriz, un Sanfuentes Andonaegui, José Manuel Balmaceda, Pedro Aguirre Cerda y, más cercano en el tiempo, Salvador Allende Gossens. Para no hablar del inmenso legado en materia de figuras del mundo de la cultura que va desde el padre Lacunza, desterrado en Imola, Italia, tras la expulsión de los jesuitas a fines del siglo XVIII, hasta historiadores como Diego Barros Arana y Miguel Luis Amunátegui, y nuestros dos grandes poetas consulares: Pablo Neruda (Neftalí Reyes Basoalto) y Gabriela Mistral (Lucila Godoy Alcayaga).

Es cierto: todos los chilenos, de una u otra manera, somos vascos. Llevamos en nuestro corazón una ikurriña, la bandera roja y verde de Euskal Herría, y tenemos ancestros que salieron hace unos cuantos siglos ya o empujados por alguna guerra inesperada desde un caserío con casas de piedra, en medio de colinas en las que crece un suave césped que alimenta a ovejas demasiado bucólicas. Más propias de un cuadro pastoril que de la realidad de un país que es sacudido también por pugnas de larga data.

De allí la emoción que uno experimenta en el casco viejo de Pamplona, bebiendo un zurito en alguna taberna o devorando un gorrín, un lechoncillo tierno que se puede partir con el filo del plato, mientras se da cuenta de un txacolí o un vino navarro. O en Zarautz, en la costa cantábrica, o más al norte aún, en Getaria, la aldea de pescadores, de la que un día partió Juan Sebastián Elcano, el primer hombre que dio la vuelta al mundo por vía marítima.

Euskadi, como diría un amigo, más hincha que yo del fútbol, más que una pasión es un sentimiento. Son tipos que juegan al mus en un comedero, y discuten como si estuvieran a punto de irse a los manos, y luego brindan con patxarán y se despiden con un “agur” antes de emprender el camino a casa. O adolescentes que se dan cita en la barra de una herriko taberna, adornada con retratos de próceres de la Guerra Fría (el Che, Mandela y otros) y fotos de presos que se secan en la cárcel, en tanto bailan punk rock sin ninguna culpa al compás de Barrikada o Fermín Muguruza, y toman cerveza, sin ponerse imbéciles a causa de su ingesta.

Los vascos, como se sabe, para no pasar por alto el lugar común, son gente obstinada y dura de matar. Por ahí pasaron algunos pilotos de la Luftwaffe nazi, en plan de ensayo de los horrores que la Segunda Guerra Mundial se encargó de multiplicar al cuadrado. No sé si les suena Guernica, la ciudad donde está el árbol que simboliza la independencia y los fueros de un pueblo orgulloso de su autonomía y que fuera inmortalizada por Picasso. Y antes que ellos anduvieron los romanos impulsando la pax imperial, por medio de acueductos y de legiones. Y después los francos o los merovingios (no lo tengo muy claro), que mordieron el polvo de la derrota en Roncesvalles, donde nació la épica chanson de Roland. Y los árabes, que se las arreglaron para pasar a Francia por los Pirineos, sin molestar demasiado a estos montañeses ariscos con quienes era mejor no meterse.

Pero fuera de eso son gente alegre, que se divierte lanzando troncos, como los escoceses, y jugando al frontón con la mano, aunque si uno no se la venda como corresponde corre peligro de que se le hinche como una empanada en cuestión de minutos. Les gusta además, como es fama, correr delante de toros de afilados cuernos, azuzándolos con un diario y vestidos con ropa blanca y boina y pañuelos rojos. Y de ese placer propio de los carnavales de los antiguos griegos y romanos supieron hacer una industria provechosa que convoca a millares de extranjeros que se agolpan en las calles de Pamplona cada siete de julio, dispuestos a vivir emociones fuertes y a chupar como orilla de playa.

Me caen bien los vascos, qué quieren que les diga. Por eso me alegré cuando a las pocas horas de haber dejado Pamplona (o Iruña, para decirlo en el lenguaje del lugar) rumbo a San Sebastián, y de allí haberme trepado al Eusko Tren que me puso en poco tiempo en Hendaya, en la zona que los vascos abertzales (patriotas en euskera) llaman Iparralde -es decir, la parte vasca del Estado francés formada por tres provincias: Baja Navarra, Lapurdi y Suberoa-, supe a través de los noticieros televisivas que la organización armada ETA había declarado un alto el fuego permanente.

No seré yo, por cierto, este humilde escriba, repatriado con una tardanza de 500 años a la tierra de sus antepasados, quien habrá de explayarse sobre los antecedentes o las consecuencias políticas de esta decisión, pues sin duda habrá otras voces más autorizadas y menos comprometidas sentimentalmente con el tema, que podrán abundar acerca de ello.

Sólo quiero que se me permita clavar una pica en Flandes por la posibilidad de que esta ventanita hacia la paz se vaya ensanchando. Y que de los dolores que todo conflicto engendra emerja la lucidez necesaria como para hallar puntos de encuentro entre posiciones que hoy parecen inclaudicables. Que la obstinación y la terquedad propia de un pueblo industrioso, trabajador y defensor de su lengua y sus costumbres, sirvan para ir consolidando un espacio de diálogo que permita dirimir las diferencias sin bombazos ni balazos en la nuca. Pero también sin la infamia de los Gal que pretendieron acabar con el irredentismo por medio de los métodos de la “guerra sucia” que en Latinoamérica conocimos tan de cerca. Y más encima durante un gobierno socialista.

Es la hora de pacificar los espíritus sin deponer ninguna de las ideas ni los principios. Porque el camino de la violencia, que en algún otro momento fue aplaudido por no pocos (pienso en la sonada muerte del almirante Carrero Blanco, el delfín del “Caudillo”), hoy es un camino estéril. Y a la larga (y esto es válido para cualquiera de los bandos enfrentados en esta contienda), se corre el riesgo de hacer realidad de nuevo la predicción del viejo y sabio don Miguel de Unamuno, quien le advertía a los falangistas triunfantes en las aulas de la Universidad de Salamanca: “Venceréis, pero no convenceréis...’’

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