Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Tuesday, December 12, 2006

Once formas de la soledad


''Aquellos a quienes los dioses aman, mueren jóvenes'' (Lord Byron)



Hoy ando con la mente partida, esquizofrénica. Visión caleidoscópica, que le dicen. Fragmentos que no llegan a componer un todo, pero que juntos tienen y hacen sentido. Sobrevuelo el blog de Lola Copacabana , una chica argentina posmo que ya publicó un libro a partir de su bitácora descarnada y solipsista. O pincho la música de Kahlo, mi musa catalana, con quien comparto una extraña debilidad por las canciones de Francis Cabrel (les recomiendo La cabane du pêcheur). Y me doy cuenta de que la virtualidad tiene el extraño poder de hacernos más íntimos y cercanos de una lejana dirección IP que del vecino con el que te topas todos los días en el ascensor.

Como sea. Lo cierto es que el viejo Artemio –más sombrío y refractario a las bromas que nunca- da vueltas y vueltas sobre sus obsesiones como un burro alrededor de la noria. Ciertas imágenes lo desvelan. Ciertas pesadillas lo inquietan. Y ciertas preguntas sin respuestas lo sacan de quicio. Se contenta, eso sí, como siempre, con el paliativo vicario de la literatura. Le gusta una frase bonita que le lee a Gustavo Nielsen, pero sabe que, como todas las frases bonitas, es una joya falsa. Brillo que no se sustenta en nada sólido. La frase: “Todo lo que sé, excepto amar, lo he aprendido en los libros”.

Bullshit... He aprendido algunas cosas en los libros, pero no todo. Y en cuanto a amar, quién sabe. Nadie puede decir que alguna lectura no haya expandido las fronteras de su imaginación. Por lo menos en lo que al amor físico se refiere. Los libros... Tal vez pienso en ellos porque acabo de ordenar mi biblioteca y esta labor ha sido también una forma de ordenar el caos de mi existencia. Olerlos de nuevo con el placer vicioso de quien se acerca a un cuerpo terso, a estrenar. O recorrer con los dedos los lomos descuajeringados de los antiguos. Esos llenos de arrugas amorosas y queridas. Y con subrayados y orejas dobladas que dan cuenta del trajín que llevan sobre sus espaldas.

Me encuentro, por ejemplo, con los cuentos de Richard Yates (Eleven kind of loneliness), y decido que tengo que hacerme espacio un día de estos para releer esas historias chejovianas, pletóricas de humanidad, pergeñadas por un veterano de guerra que zozobró en el alcoholismo después de haber tenido su porción de los sueños de Camelot, como redactor de los discursos de Robert Kennedy. Cambio de sitio el tomo 1 de los relatos de John Cheever, y aprovecho para banquetearme con “Adiós hermano mío”, el primer texto de la recopilación.

Desentierro el ladrillazo de los cuentos completos de José Miguel Varas, que abulta como mil demonios, y me prometo que tengo que hincarle el diente antes de que llegue la jubilación o la muerte. Que en algunos casos pueden ser sinónimos. En fin, tanto libro por leer y uno tan distraído con las malditas ocupaciones de todos los días. Para colmo, cierta “melancolía intercostal” (Neruda dixit) tiende a arruinarnos esta primavera tardía que no se decide a estallar todavía con calor y cervezas y chicas que se comiencen a aligerar de ropas para hacernos la vida más placentera.

Me explico: Ocurre que en una de esas noches interminables de zapping, cuando el insomnio no te deja dormir y no encuentras una puta película decente en los sesenta y tantos canales del cable, me estacioné en el Film and Arts con un documental potentísimo que se puede encontrar en youtube.com. Tema: la exagerada vida de Jacqueline Du Pré, una violonchelista inglesa im-pre-sio-nan-te, que tocaba ese instrumento de cuerda con una pasión y una genialidad absoluta. Más que eso: Jacqueline era una especie de ángel caído sobre la tierra que tenía sobre los labios una eterna sonrisa, lo que hacía que sus cercanos la apodaron Smiling.

Cito a Wikipedia para hacerla más corta: “Du Pré tenía 5 años cuando escuchó el violonchelo por primera vez, en la radio. Inició estudios de música con su madre Iris du Pré. Dos años más tarde, empieza a recibir lecciones en Londres, compitiendo musicalmente con su hermana. A los diez años gana un premio en una competición internacional, y a los doce realiza su primer concierto en la BBC de Londres. Estudia con William Pleeth en la Guildhall School of Music and Drama en Londres, con Paul Tortelier en París, y con Rostropovich en Rusia y con Casals en Suiza”.

“En las navidades de 1966, Jacqueline conoce a Daniel Barenboim, un año después se casan, siendo una de las relaciones más fructíferas en el mundo de la música, algunos la comparan con la de Clara y Robert Schumann. (...) En 1973 empieza a tener problemas para interpretar el chelo debido a la pérdida de sensibilidad en sus dedos. Fue diagnosticada de esclerosis múltiple, la enfermedad que le produce un deterioro progresivo hasta su muerte en Londres el 19 de octubre de 1987, a la edad de 42 años. Barenboim estaba con ella cuando murió. Dejó su violonchelo Stradivarius a Yo Yo Ma...”

Lugar común la muerte, uno podría decir. Hacia allá vamos todos, con más o menos prisa. “Morir es una costumbre que suele tener la gente”, diría Jorge Luis Borges, en “Milonga para Manuel Flores”. El punto es la tremenda ironía, la mueca casi burlona de un destino que hace que una muchacha rubia y llena de vida, que nos transporta a la edad de oro de los griegos cada vez que toma su instrumento y lo convierte en parte de su cuerpo para arrancarle notas transidas de emoción y belleza (¡escuchen, por favor, el concierto de Elgar!), deba morir justamente de una esclerosis múltiple. Como si tuviera que pagar un alto precio por el desafío prometeico a los dioses de traerles el regalo de esa música tan celestial a los mortales.

En fin. Como verán, hoy me he ido por las ramas. Hoy no he hecho “crítica social”, habiendo tantos temas que darían mucho paño para cortar en ese ámbito (Chiledeportes, facturas falsas y todo ese rollo). Y no es por ser evasivo ni por sacarle el traste a la jeringa. Es sólo que me ha puesto triste hasta la médula la historia de esta joven siempre sonriente a la que evocan, en distintos tramos del documental, Zubin Mehta, Pinchas Zuckermann y por supuesto su esposo Daniel Barenboim, el director judío-argentino que creó la primera orquesta árabe-israelí. Una iniciativa que, por cierto, enardeció a los halcones de ambos bandos.

Su historia, su breve historia de vida, me ha hecho pensar también, como es obvio, en Ludwig van Beethoven luchando contra la sordera. O en Goya pintando con velas sobre su sombrero para espantar la sombra de su incipiente ceguera. O en el propio Borges, quien comenzó a perder la visión mientras era director de una biblioteca. Lo más parecido dentro de su religiosidad laica al paraíso. Y aun así tuvo la entereza de escribir: “Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esa demostración de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía/ me dio a su vez los libros y la noche...”

Tiempo atrás leí en un suplemento de Página/12 la emotiva necrológica que un amigo le dedicó a una escritora argentina, promisoria y talentosa, que murió antes de los 40 años. La narradora en cuestión, cuyo nombre por desgracia no recuerdo, era doctora en física, entre otras cosas. Y en sus investigaciones en laboratorios estadounidenses se había especializado en la indagación del córtex y la materia gris, y se ufanaba de haber logrado escuchar los leves sonidos –casi música para sus oídos- que emitían las neuronas al entrar en sinapsis. ¿Razón de su muerte?: Un cáncer declarado a partir de un tumor cerebral.

1 Comments:

Anonymous Anonymous said...

Don Artemio, he estado revisando su blog y he decidido partir por el principio. Leerlo es viajar por el tiempo y el espacio. No sabe lo que me conmueve su relato de diciembre 2006, porque justamente este fin de semana (mayo 2012) quedé enganchada viendo parte del documental de Jacqueline du Pré (no pude terminar de verlo), tan brillante y tan dulce se ve, no sabía que había fallecido tan pronto. También pensé en Beethoven y en cuántos más.
Saludos!

2:30 PM  

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