Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Wednesday, December 13, 2006

Epitafio personal para Pinochet



"Yo los estoy viendo desde arriba porque Dios me puso ahí, la Providencia, el destino, como quieran llamarlo, me ha puesto ahí" (Augusto José Ramón Pinochet Ugarte, 2 de julio de 1987).

Se murió el dictador, vaya novedad... Y supongo que deberé decir algo a título de ciudadano de a pie de este país del fin del mundo que vio pasar durante 91 años su figura cuartelera, de matón de barrio enfundado en gafas negras y con la impunidad que le daban los galones y las armas.

No necesito decir que este señor en vida no concitó ninguna de mis simpatías. Pero, cosa extraña, lo cierto es que al enterarme de su deceso en la tórrida tarde de un domingo de tardía primavera no sentí ganas de descorchar champaña, ni de ponerme prendas de colores vivos ni tampoco de correr a abrazarme con nadie.

En suma, no sentí la exaltación de un momento de júbilo, sino apenas cierto alivio, como el de quien comienza a descubrir que se abría o se cerraba una bisagra en la historia de Chile, aunque el capítulo dominado por su figura está aún lejos por cierto de estar saldado.

Digamos que algunas veces me asombra mi corazón de abuelita. Pero así como me pareció indigno y propio de gente malnacida el que algunos hayan destapado botellas de vino espumante cuando murió Allende en 1973, no creí justo que se pagara con la misma moneda a los que ahora se vieron sumidos por el dolor y la rabia por la partida del “Tata”.

Es mi opinión, y no pretendo imponérsela a nadie, pero con ella no ofendo ni temo. ¿Cuál fue entonces mi reacción, además de la ya mencionada, cuando empezaron a decantarse las emociones? Me acordé de episodios de mi historia familiar que me marcaron hasta los huesos.

Recordé una visita a la morgue en compañía de mi madre, durante un aciago verano en que mi padre estuvo desaparecido por espacio de una larga semana. Tuvimos la suerte, casi ofensiva para otras familias que no tuvieron la misma fortuna, de que volviera con vida de su descenso al Hades, pero no olvidaré jamás su rostro alucinado por los muchos dolores y traumas sufridos mientras mi abuela afeitaba su barba crecida de varios días en el patio de su casa.

Me acordé de uno de mis hermanos presos (y en la foto de un diario más encima) por desórdenes en el Paseo Ahumada, que no sé si en rigor si era peatonal o no ya en esa época. De otro de mis hermanos, procesado por la justicia militar por “maltrato de obra a carabineros”. Y de mi única hermana, también detenida por revoltosa en tiempos de la dictadura, y a la que el paco que la agarró le preguntó si tenía algo que ver con el mártir de la institución fulano de tal, caído en cumplimiento del deber al intentar detener a un delincuente. Y cuando supo que sí, que era su nieta, le dijo: “¿Entonces por qué te andái metiendo en tonteras, cabra conchetumadre...?" , mientras le retorcía el brazo y al final, magnánimo, la dejaba irse libre por la sombrita.

Me acordé de mi madre, democratacristiana recalcitrante, que se tuvo que aguantar en carne propia cada una de estas expresiones de la pequeña épica mayor de un pueblo que se resistió a que la pusieran la bota encima por todos los medios a su alcance. Y en las muchas plegarias atendidas que sin duda su Dios le concedió para poder pasar indemnes, o mejor dicho sólo con daños menores, como clan familiar la larga noche de la tiranía.

Me acordé de los vivos y los muertos. De los dañados para siempre por atropellos que se llevan anidados en el corazón y en la memoria. De los allanamientos a las poblaciones. De los que murieron “explosionados” mientras intentaban atentar contra el orden establecido por la paz de los cementerios y de los que perecieron en falsos o verdaderos enfrentamientos.

Me acordé de todos, se los juro, sin olvidar a nadie. Y me prometí que no iba a celebrar, ni aunque fuera para callado, el trabajo de Plutón, el dios de la muerte.

Con respecto a la momia, a ese despojo humano que ya inició su tránsito hacia el panteón de los impiadosos, no malgastaré mi tiempo hablando más de él. El hombre se retrató hasta el hartazgo con palabras que desnudaban, en distintas ocasiones, al huaso ladino y cazurro que llevaba dentro suyo.

Lo recuerdo hablando golpeado, con su tono de voz atiplado, que le quitaba cualquier intento de marcialidad a su entonación, contra los “señores políticos” y la conspiración internacional del marxismo en su contra. La cantilena de siempre. Lo recuerdo también cuando, amenazante, advertía que ninguna hoja se movía en este país sin que él lo pusiera. Y lo recuerdo después cuando, siguiendo el mismo libreto, decía que si le tocaban a su gente se acababa nomás la democracia.

Lo recuerdo además con ese cínico humor del que se sabe bien resguardado por las bayonetas y respondía, toda vez que le sacaban a colación, los desentierros de desaparecidos en el norte: “Pero. qué economía, dos cadáveres en un solo ataúd...”. Y lo recuerdo, por último, ya terminal y más cerca del arpa que de la guitarra, cuando al ser consultado en relación a si había estado a cargo de la DINA se despedía del público y hacía mutis por el foro con ese silogismo que ronda el absurdo del teatro de Ionesco: "No me acuerdo, pero no es cierto. No es cierto, y si fuera cierto, no me acuerdo".

Lo más triste de todo, pienso ahora, al momento de cerrar esta suerte de epitafio personal, es que sin duda muchos miles llegarán a llorarlo a su velatorio en la Escuela Militar Bernardo O’Higgins. Este es un pueblo necrolífico, ya se sabe, y así como Gladys Marín cosechó más simpatías muerta que en vida, así seguramente aflorarán de hasta debajo de las piedras muchos pinochetistas que sienten el agobio de la pérdida de su añorado caudillo.

Entonces, me digo: “Apaga y vámonos...” Porque Pinochet, qué duda cabe, no vino en un platillo volador ni nació de un repollo. Es una expresión acabada del fascista y autoritario mandón que todos llevamos dentro. Del que se espanta con los marihuaneros y los melenudos, y se lleva la mano al revólver cada vez que escucha hablar de la palabra cultura.

Y para muchos chilenos (demasiados para mi espanto, tal como lo descubro en estas horas), Pinochet Ugarte sigue siendo el “Tata”, el guardián tal vez un poco desprolijo que vino a poner a salvo sus vidas y haciendas en tiempos de desorden, y destrozó algunas plantas del jardín en el empeño. El tierno y dulce abuelito de los ojos celestes que, claro, para hacer una tortilla –nuestro maravilloso milagro económico- tuvo que romper algunos huevos.

Pero en el balance final, piensan estos caballeros y estas damas tan puntillosos y de sagrada misa semanal, que de seguro toman la taza de té con dos dedos y no se atreverían a matar una mosca, enderezó al país. Y lo único que tal vez podría reprochársele es que, de paso, incurrió en algunas irregularidades financieras que contribuyeron a hacer más amable su pasaje por este valle de lágrimas, mientras lo de los derechos humanos no es más que una molesta nota al pie al lado de su “obra”.

1 Comments:

Blogger Unknown said...

señor Lupín:

no comparto su tan poetico epitafio , tan seguro y convensido de hablar conuna verdad casi absoluta , piense que la moneda tienes dos caras...

12:16 PM  

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