Artemio Lupín

Un blog literario, cultural y satírico que pretende practicar la crítica social y de costumbres.

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Monday, December 11, 2006

Cicerón, Cheyre y una tragedia clásica en varios actos


Pensaba escribir sobre otras cosas. Sobre los autores clásicos, por ejemplo, que te enseñan a cada paso que pretender abordar los temas de siempre desde una óptica nueva no es más que una soberbia y vana presunción, pues todo lo importante ya ha sido dicho (y mucho mejor, sin duda) con antelación.

Quería escribir sobre “La conjuración de Catilina”, de Salustio, donde de una vez y para siempre se revelan los móviles ocultos y las pequeñas grandezas y miserias que hay detrás de toda conspiración. Y de cómo el viejo Cicerón, tan prudente y moderado en otras ocasiones, actuó aquí con mano de hierro, de la única manera en que correspondía acaso que lo hiciera como cónsul de Roma, ante esta rebelión de nobles arruinados cuya principal reivindicación consistía en la tabula nova; es decir, en que desapareciera desde el Capitolio la infamante lista de sus deudas en esa suerte de Dicom de la época, que eran las nóminas de los acreedores.

Quería, ya les digo, escribir sobre el adusto Tácito o sobre Julio César o sobre cómo en el siglo I antes de Cristo se juntaron, en una misma época, una constelación de brillantes poetas como tal vez nunca en la historia volverían a hacerlo. A saber: Quinto Horacio Flaco, Catulo, Virgilio, Propercio, Tibulo, Ovidio, el autor de la Metaformosis y el Ars Amandi, y como todos ellos, excepto Catulo, que murió tempranamente, a la edad de 30 años, contribuyeron a elevar con sus versos la gloria de Augusto, el hombre que inauguró el Imperio y sepultó a la República romana.

Pero, ¡oh!, la maldita actualidad se me cruzó de un modo artero en el camino. Y tuve que volver, querida chusma, a recorrer los trillados caminos del diarismo, donde mi humilde pluma será sólo una raya más en una maraña de opiniones cruzadas. Debo decir algunas palabras, me sugieren, sobre la llamada tragedia de Antuco. Cualquier silencio en tal sentido, me advierten, sería considerado como complicidad o visto bajo sospecha, al menos por los que leen los signos bajo el agua. Vaya entonces pues mi modesta opinión al respecto, para que no se diga que Artemio Lupín no dijo lo suyo.

Para empezar, estimados contertulios, les diré que no me cuadra que este asunto se cierre con el relevo de un coronel, un teniente coronel y un mayor. Cuarenta y cinco muertos –“la mayor tragedia del Ejército en tiempos de paz”, como se la ha caratulado- ameritan mucho más que eso. Al menos la cabeza del jefe de la III División, general Rodolfo González, que debió retirarse lastimosamente entre abucheos de los familiares, cuando la crisis estaba en su paroxismo, y quiso dar explicaciones que no explicaban nada.

En cuanto a la de Cheyre, “fuentes bien informadas” me comentan que el jefe del Ejército puso su cargo a disposición del Presidente ya hace unos días, pero éste habría rechazado su dimisión, pese a que casi en paralelo el Congreso sancionó las reformas constitucionales que le restituyen al jefe de Estado una prerrogativa que tuvo durante muchos años, los de la democracia sin restricciones en nuestro país: destituir a los comandantes en jefe de las FF.AA. Reformas a las que solamente les falta el tercer trámite para que rijan ya en forma plena y efectiva.

No sé, repito, si esta virtual renuncia existió o no. Pero ante situaciones como ésta, en cualquier democracia no controlada por poderes de facto, como es la chilena, el primer mandatario tiene la posibilidad de hacer los cambios que estime pertinente. Y además de las “fallas comunicacionales”, de la inexistencia de una célula de crisis (cosa que pareciera imperdonable en un Ejército que por su razón misma de ser está expuesto a situaciones imprevisibles), lo cierto es que Cheyre debe asumir la responsabilidad del mando en esta comedia de equivocaciones que parecía no terminar nunca.

La guinda de esta amarga torta la puso, por último, aunque suene cruel decirlo, el hecho de que los oficiales implicados en estos hechos –un capitán y un teniente- aparecieran con vida, emergiendo de la terrible tormenta de nieve. Otro oficial, con grado de mayor, actuó como el célebre "capitán Araya": embarcó a su gente y se quedó en la playa. O en un refugio seguro, que es decir lo mismo.

No era obligación, por cierto, que se murieran en estos hechos, pero siempre quedará la sombra de la sospecha, más allá de los relatos sobre abnegados rescates de soldados casi muertos, acerca del por qué se salvaron. Y muchos padres de los conscriptos víctimas podrán pensar, más allá de las indemnizaciones que se les paguen, que sus hijos fueron abandonados a su suerte. Así de duro, así de difícil.

Quería, ya les digo, escribir de otra cosa, pero no pude evitar hablar del tema que nos ocupa y nos ha de ocupar seguramente por varios días más. Prefiero evitar, por obvias, las reflexiones que me mereció la mención a supuestos “agentes infiltrados” que se dedicaron a “agitar” a los familiares en contra de los mandos. Tal tipo de razonamiento paranoico sabemos a qué conduce: al Plan Zeta y, en última instancia, a aviones arrojando cadáveres al mar. Omitiré, por tanto, cualquier comentario.

Para cerrar, entonces, esta columna les diré que yo quería hablar originalmente de la carta de Quinto Tulio Cicerón a su hermano, Marco Tulio Cicerón, el Cicerón que pasó a la historia, cuando éste se candidateó al puesto de cónsul. En su “Breviario de campaña electoral”, Quinto Tulio le recomienda, cual versión avant la lettre de Tironi o Correa, a su famoso hermano mayor que adapte su discurso al gusto del público.

Puedes hacer con dignidad lo que durante el resto de tu vida no podrías hacer”, le aconseja, sugiriéndole que no dosifique los halagos que tanto le agradan al personal. Pues, como bien le aclara, la adulación, que “en la vida corriente es un defecto vergonzoso”, en un candidato (palabra que etimológicamente viene de cándido –“blanco”-, dado que el postulante debía vestir prendas de ese color para llamar la atención) es algo que nunca está de más.

Querrán tu amistad si estiman que deseas la suya”, le dice, al tiempo que le encarece que vaya al Foro (lo más parecido a la tele de nuestros días), rodeado de un séquito de entusiastas adherentes. Y sin olvidar, por cierto, al “nomenclator”, el oportuno asistente que le sople al oído los nombres de quienes se acerquen a saludarlo.

Así que ya lo sabes, Michelle (consejo válido también para "Tatán" Piñera y "Joaco" Lavín): no malgastes tu tiempo y tus recursos en asesores de imagen que le aportarán bien poco a tu campaña. Todo es cuestión de leer con atención a Quinto Tulio Cicerón y seguir sus lecciones. Lo importante (se los decía al comienzo) ya está escrito. Y como dirían los clásicos: los dioses sólo ciegan a los que no quieren ver las verdades que asoman ante sus ojos con la contundencia inapelable de los hechos.

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